A la ilustrísima señora doña Leonor Pimentel
En tanto que mi voz cantar emprende,
clarísima Leonor, las alabanzas
de vuestro gran valor, si no le ofende
el presumir tan altas esperanzas,
y un generoso espíritu me enciende
entre tantas fortunas y mudanzas,
oíd la bella Andrómeda, que llora
perlas al mar desde una peña aurora.
Celos de Acrisio, aunque paternos celos,
la hermosa Dánae sin razón tenían
en una torre, que a los altos cielos
la luz por todas partes defendían,
en vez de claros cristalinos velos,
impenetrables jaspes ofendían
la que mayor en Berenice tiene
el encendido amante de Climene.
Quejóse el Sol a Júpiter divino
de que, selvas y valles penetrando,
y del mar en el centro cristalino
las arenas auríferas contando,
de mil auroras que a la torre vino,
ninguna entró, ni pudo, porfiando,
de donde presumió que dentro había
o más ardiente sol o menos día.
Júpiter, codicioso, al viento llama
padre de la amorosa primavera,
porque entre a ver la nunca vista dama,
pues sólo ambiente espíritu pudiera.
Las alas pide Céfiro a la Fama;
llegó a la torre de una en otra esfera,
y entró dichoso, sin hallar desvío,
porque en naturaleza no hay vacío.
Contóle al alto Júpiter que estaba
la hermosa ninfa en una cuadra ociosa,
que a las tinieblas con sus ojos daba
en más templada luz vista amorosa;
y que tirana del amor reinaba
tierna en sus labios la purpúrea rosa,
y que, tirana del amor, reinaba
contó las perlas y tembló turbado.
Que vio por los cendales venturosos
el pecho humilde y en sí mismo altivo,
y en sustenidos orbes amorosos
de amor elementar fuego más vivo;
los blancos brazos tiernamente hermosos,
con no sé qué del pie, que fue lascivo:
así, amoroso, el Céfiro se atreve,
mas cierzo ya, pues respiraba en nieve.
Que vio, dijo después, que los cabellos
con mano y peine de marfil contaba,
oro pasaba por los dientes, y ellos
agradecían ver que los doraba;
dijo también que por los hombros bellos
la preciosa madeja dilataba,
que pudieran servirle de vestido,
a ser el mundo allí recién nacido.
Júpiter, que del viento oyó mayores
que la fama las gracias de la bella
Dánae reclusa, despreciando amores,
por los oídos comenzó a querella;
y en nube de triformes resplandores,
al anunciar el sol la cipria estrella,
bañó su cama en torno, y por decoro
de su poder comunicóse en oro.
Dicen que no fue lluvia, ni sus brazos
doró amoroso, mas que el oro pudo
a las guardas servir de liga y lazos,
que ruega ciego y solicita mudo.
Temerosa de ver de un hombre abrazos,
vestido de oro y de piedad desnudo,
Dánae dio voces, pero no fue oída:
así la voz halló voz que la impida.
Y presumiendo, en fin, que no pudiera
hombre mortal entrar donde ella estaba,
alta deidad de la suprema esfera
con temeroso afecto imaginaba;
y como la disculpa considera,
la resistencia y el rigor templaba:
que anima muchas veces a la culpa
tener anticipada la disculpa.
No de otra suerte Psiques, deseosa
de ver al niño Amor, su esposo oculto,
con la luz de sus ojos, amorosa,
adivinaba el regalado bulto;
y menos de su padre temerosa,
que la obligaba tan lascivo insulto,
rindió toda la fuerza a los sentidos,
del imperio del alma desasidos.
Hijo del sol, si de la torre fuiste
llave por dicha y cuanto quieres puedes,
¿qué fuerza, qué defensa te resiste?
¿Qué lince penetró tantas paredes?
Tú ciudades portátiles hiciste
dentro del mar, cuyo furor excedes,
y encarcelando el viento en pardo lino,
hallaste por los cielos el camino.
¡Ay oro, poderoso fundamento
de la guerra, la paz, la monarquía,
de la amistad y del amor sustento,
de la naturaleza tiranía!
Que te pretenda hacer el arte es viento,
que al cielo, al sol, tu padre, desafía;
el arte en la color puede imitarte,
pero a tu esencia no ha llegado el arte.
El dios a un tiempo y el traidor deseo
huyeron juntos, aunque allí quedaron,
porque naciese deste amor Perseo,
a quien tantas hazañas celebraron;
deste bastardo amor, deste himineo,
que los australes Peces comenzaron
hasta el León, no fue del rey celoso
previsto el espectáculo amoroso.
No persuadido bien que la dorada
nube le diese tan celeste yerno,
mil veces fiero desnudó la espada,
y tantas le detuvo amor interno.
La ya no casta ninfa, aunque forzada,
vivió quejosa del rigor paterno
lo que hasta el parto al embrión incluso
por término fatal el cielo puso.
Parió la bella Dánae, y asistiendo
Lucina, de piedad, nació Perseo,
en celestial belleza compitiendo
con los rayos de Apolo didimeo;
Narciso en flor se marchitó, sintiendo
la hermosura del niño semideo;
Adonis no las tuvo. ¡Qué rigores
no perdonar la envidia hasta las flores!
Acrisio, viendo la beldad del nieto,
tuvo justo respeto a la hermosura;
que al más bárbaro obliga a su respeto
del soberano autor la imagen pura;
la causa celestial mostró el efeto,
pero la condición áspera y dura,
si bien no los mató como enemigo,
como jüez les dio civil castigo.
En una nave sin gobierno humano,
porque no falta entonces el divino,
los encomienda al mar, menos tirano,
pues más piadoso a recibirlos vino;
muévela el viento, y corre por el cano
golfo sin rienda a su fatal destino;
nave la buscan, y la impelen pluma
por altos montes de nevada espuma.
Las velas de la gavia solamente
les dio para salir, con que sulcando
las ondas del marítimo tridente,
de la orilla se fueron alejando;
allí ni la imperiosa voz se siente
del piloto solícito, ni cuando
se esfuerza el viento en la naval derrota
hay quien largue amantillo o cace escota.
Con el pequeño infante va sentada
en la popa a la muerte Dánae triste,
en otro mar de lágrimas bañada,
que el blanco pecho de cristales viste;
allí la vida, que divide amada,
se rompe de dolor, puesto que asiste
a ver el fin la luz de la esperanza,
donde es también tormenta la bonanza.
Túmido se levanta el Oceano,
tal, que pensó la dama que podría
alcanzar las estrellas con su mano
o hablar al mismo que sus luces cría;
de allí la nave, que se humilla en vano,
pues ya de su remedio desconfía,
por las gradas del agua sigue el viento,
que fue de sus mudanzas instrumento.
Ya descubre las cumbres del Parnaso,
ya la famosa Tebas, ya el Ismeno,
ya de Beocia al verde Olimpo el paso,
ya el mar de Creta, ya el corintio seno;
ya del Peloponeso el fértil raso,
ya el Estinfalo, ya el Traigeto ameno,
ya de la isla de Euboea el monte
que llama agora Grecia el Negroponte.
Los marítimos dioses, condolidos
que, por celos de Juno, el dios Tonante
no le diese remedio y diese oídos,
el golfo sosegaron inconstante;
y de la quilla medio abierta asidos,
la rota nave y el desnudo infante
por el seno megárico de Atenas
llevaron a dar fondo a sus arenas.
Polidetes, su rey y rey de Acaya,
a quien en sueños refirió Neptuno
la historia toda, a la desierta playa
salió, a pesar de la celosa Juno;
entró en la nave cuando ya desmaya
el ministro más fiero y importuno
de la muerte feroz, a la amorosa
madre, que ya dejó de ser piadosa.
Al palacio los lleva, pero apenas
cobró su fuerza el desmayado aliento,
y a restaurar volvió las frías venas
con el calor vital el alimento,
cuando las luces claras y serenas
del pacífico mar del firmamento
parecieron al rey de sombra escura,
opuestas a su cándida hermosura.
Enamorado, en fin, la solicita,
y ella se rinde a la fortuna extraña,
ya porque el tiempo libertad le quita,
ya porque menos honra la acompaña;
que no queda defensa que permita
honor cuando el testigo desengaña:
que la mujer que a defenderse viene
se precia de estimar lo que no tiene.
¡Oh cuántas han errado porque erraron
y a su primero error mil añadieron,
que, como ya perdido, despreciaron
aquel decoro que una vez perdieron!
Pero si locamente se engañaron,
los futuros ejemplos lo dijeron:
mejor es remediar un mal suceso
que no fundar en él tan loco exceso.
Creció Perseo en hermosura tanta,
con tanta fortaleza, ingenio y brío,
que al rey su origen celestial espanta,
y con envidia le mostró desvío.
El joven a los otros se adelanta
en generoso imperio, en señorío.
en caza, en guerra, en sujetar las fieras
por selvas, montes, playas y riberas.
Ya el bozo los corales guarnecía
con hilos de oro al joven generoso,
cuando temiendo el rey que le podía
quitar el reino y la mujer, celoso,
por no matarle, a conquistar le envía
otro nuevo Pitón, monstro escamoso,
que debajo del alto monte Atlante
infestaba la tierra circunstante.
Deseoso de gloria y de alabanza,
y de ceñir de verde honor su frente,
Perseo los coturnos de oro alcanza
del orador planeta indiferente;
diole también la vara, en confianza,
de la elocuencia, símbolo prudente,
con quien cien ojos y dos mil desvelos
durmió el pastor que retrató los celos.
Calzóse alegre las doradas alas,
y embrazando el escudo cristalino
que le dio, liberal, su hermana Palas,
al monte Atlante por los aires vino.
Yace en su falda, entre marinas calas
del etíope mar, el medusino
castillo horrible, que temor ponía,
porque en piedra los hombres convertía.
Sus dos fieras hermanas le velaban,
que un ojo solo entre las dos tenían,
que alternando la vista se prestaban,
y cuanto ciñe el mar celosas vían;
pues como de la frente le quitaban
al tiempo que prestársele querían,
Perseo se le hurtó; mas ¿quién dichoso
hurtara así la vista de un celoso?
Medusa, la mayor, tuvo el cabello
más hermoso que vio jamás Apolo;
Neptuno dél se enamoró, tan bello,
que le juzgó por sol del mundo solo;
y de las aguas sacudiendo el cuello,
ausente Febo en el opuesto polo,
forzó a Medusa con villano ejemplo,
de Minerva, feroz, violando el templo.
La casta diosa armífera, ofendida,
en áspides trocó las hebras de oro,
por cuya causa oculta y homicida
lloraba tanto horror en tal decoro;
Perseo, ya seguro de la vida,
las ricas salas de mayor tesoro
que vieron Creso y Midas, pasar pudo
cubierto el rostro del luciente escudo.
Miraba por la sala cuerpos troncos
vueltos en piedra, como suele el Nilo
formar pedazos de peñascos broncos,
que el furor natural no pierde estilo;
bramaban hombres con aullidos roncos,
a imitación del toro de Perilo,
en los bustos y pechos animados
y en cárceles de mármoles atados.
Medusa fue, tal vez, naturaleza
que encierra un alma necia en piedra dura;
un rico avaro, indigno a su grandeza,
que vive ya su misma sepoltura;
una cruel y celestial belleza,
modelo de pintor, rara escultura;
un jüez riguroso, que a los reyes
no dio piedad, por no templar las leyes.
Llegó a la cama en que durmiendo estaba,
y asiendo los cabellos de la frente,
cortóle la cabeza, que causaba
envidia en otro tiempo al sol luciente;
alzóse en alto, y como ya volaba
por la región del aire transparente,
por la sangre del cuello, de horror lleno,
trocó el rocío un verde prado ameno.
Nació un caballo hermoso y admirable
de aquel humor y de la fértil tierra,
con unas alas del color mudable
que a tornasoles el pavón encierra;
voló ligero, y al volar notable
de la esfera diáfana destierra
las aves, que el soberbio ingrato suelo
temieron otra vez opuesto al cielo:
o que andaba del carro de Faetonte
por los campos del cielo desatado
paciendo estrellas, o Flegón o Etonte
fugitivo del pértigo dorado.
Paró en la cumbre del Parnaso, monte
sublime, verde, ameno y matizado
de varias flores, en tan fresca parte,
que la naturaleza usó del arte.
Allí del diestro pie, que en vez de acero
calzaba un nácar transparente y puro,
salió una fuente clara, y con ligero
paso buscó por verde hierba un muro.
Aquí bebió primero el docto Homero
y Virgilio después; aquí seguro
de no tener igual...; pero no es justo
decir quién es por no causar disgusto.
La fuente murmuró, causa primera
con que murmuran unos de otros tanto,
y por las blancas guijas, lisonjera,
dio la armonía y números al canto;
a las Musas contó la Primavera
este lugar, y como templo santo
fueron a verle, y le juzgaron dino
de su calor y espíritu divino.
Despídase de ser jamás poeta
quien no bebiere aquí, por más que el arte
le esfuerce, le envanezca y le prometa
que el natural es la primera parte;
bien es verdad que le ha de estar sujeta,
y no pensar que ha de vivir aparte;
que si arte y natural juntos no escriben,
sin ojos andan y sin alma viven.
Aquí cantó Calíope famosa,
aquí süave Euterpe, aquí lasciva
Talía con Terpsícore amorosa,
Erato dulce y Melpomene altiva;
Polimnia con la lira sonorosa,
Clío, en la voz de las historias viva,
y Urania celestial, que de su ciencia
fue como la primera inteligencia.
Perseo, a quien los aires suspendían,
volaba con el tronco, y distilaban
las venas sangre, y como al sol ardían,
las líbicas arenas animaban.
Ésta es la causa porque sierpes crían,
si no es que allí desde la envidia estaban,
que su traición y su veneno inmundo
poca menos edad tienen que el mundo.
Ya miraba la Europa vitoriosa
la España, y Francia en siempre igual porfía;
la Italia, como fértil, estudiosa,
Germania ilustre, y debelada Hungría;
la Grecia, la Polonia belicosa,
la Escandia y la Moravia; y ya volvía
al Asia los coturnos, y a Tartaria
miraba con la China hermosa y varia.
El Indostán, la Persia, los indianos
reinos mediterráneos, el Euxino
y Caspio mar, los fieros turcomanos,
el árabe, fenicio y palestino;
el mar Rojo del África, los llanos
que baña el Nilo, el Nubio, el Abisino,
y entre la equinocial y el manso trópico
las islas del Océano etiópico.
Dispuesto a descansar, bajó de Atlante
al reino y al palacio velozmente
Astrífero Marmárico, gigante,
y Olimpífero, rey del Ocidente;
aquel manzano de oro rutilante,
de Juno por sus fiestas real presente,
ver pretendió; mas, descortés, el necio
hoy llora en piedra el bárbaro desprecio.
Pero creció de suerte, que sostiene
el cielo en su cabeza, y le corona
con cuantas luces en sus orbes tiene
la luna en su cenit frígida zona;
los coturnos alísonos previene,
como si fuera el hijo de Latona,
el joven a los reinos de Cefeo,
haciendo paralelos su deseo.
Aquí desnuda virgen, con cadenas
ligada al mar, Andrómeda lloraba
tan triste, que las focas, las sirenas
y numes escamosos lastimaba;
bañaba todo el campo de azucenas,
aunque en rosas del rostro comenzaba
aljófar, que, engendrado en dos estrellas,
dio al mar coral por las mejillas bellas.
La perfección del cuerpo merecía
no menos bella y peregrina cara,
y la cara no menos simetría
que la del cuerpo, tan hermosa y rara;
piadoso, el viento del cabello hacía
cendal a su marfil, cortina avara;
no sé si a la pintura o al deseo:
que era hijo de Júpiter Perseo.
Cual suele derritir en una peña
nieve del Austro el sol, y defendida
de una sombra, tal vez parte pequeña
quedar a un hueco de la peña asida;
así blanco marfil el cuerpo enseña
en medio de la parda peña herida
del sol, que apenas a llegar se atreve,
para no deshacer su fuego en nieve.
Bajó Perseo por los aires vanos
del cielo al sol, miró los ojos bellos,
no hallando, cual pensó, de amor tan llanos
los campos, aunque ya perdido en ellos;
que, como la crueldad le ató las manos,
de manos le sirvieron los cabellos;
si bien, como miró por celosía,
más atención en el mirar ponía.
Miraba por auríferos canceles
a Venus en marfil, por más decoro,
asechando jazmines y claveles,
si los miraba él, por hilos de oro;
el mar las crespas ondas, no crueles,
trajo, como al pasar a Europa el toro,
para besar sus plantas sin agravios,
lengua del agua y de coral los labios.
Sentóse junto a Andrómeda Perseo,
muerto de amor; que amor tan presto nace,
y es hijo de los ojos el deseo,
que el alma de hermosura satisface.
Ella, mirando el joven semideo,
mayores de dolor extremos hace,
presumiendo que fue del cielo santo
deidad que oyó las quejas de su llanto.
Entonces él, con humillados ojos,
al templo de sus ojos soberanos
pregunta la ocasión de sus enojos
entre suspiros blandamente humanos.
Llorando le responde: «Soy despojos,
atados a esta roca pies y manos,
de un monstro fiero, que, sin culpa mía,
airado, un dios a devorarme envía.»
«¿Por qué razón, Perseo dice (¡ay cielo!),
condena tu inocencia y tu hermosura?»
Y ella, purpúreo más el casto velo,
le obliga, le enamora y le asegura.
¡Conversación extraña! ¡Extraño celo!
Belleza celestial, hermosa y pura,
desnuda, atada a un mármol, y en Perseo
suelta la voluntad, libre el deseo.
Atento estaba el sol, siempre envidioso,
como si fuera Venus la doncella,
el golfo sosegado proceloso,
que ya la imaginó cefeida estrella.
«¡Ay, dijo y suspiró, mancebo hermoso!
Mi madre, tan soberbia como bella,
me puso aquí por despreciar sus iras
a las nereidas de la mar que miras.
»Si con los hombres es error culpado
el proceder con arrogante celo,
soberbia con los dioses es pecado,
que aun no le sufre la piedad del cielo.
Cayó, del mismo sol precipitado,
a la región del aire, al mar, al suelo,
joven audaz, auriga al sol, Faetonte,
y de las cumbres de su error Tifonte.
»Mas yo ¿qué hice?, ¿a quién perdí el respeto?
Que no digo a los dioses; a los hombres,
al bueno, al sabio, al noble y al discreto
rendí alabanzas con iguales nombres.
Los mismos animales, te prometo,
amé, como si fuera, no te asombres,
nacida en los pirámides de Egipto,
cuanto más el poder incircunscripto.
»Pero ¿quién eres tú, que deidad tienes,
piedad y resplandor con hermosura,
señales claras que del cielo vienes
por mi remedio en tanta desventura?
¿Qué espada, qué armas, qué furor previenes,
pues mi edad y inocencia te asegura
que no causé mi mal, pues no es culpada
hermosura que nace desdichada?
»Yo miro en ti, cuando con falso gozo
me engañe mi fortuna mentirosa,
por lo menos un hombre hermoso y mozo,
que me verá morir moza y hermosa;
este consuelo en mis desdichas gozo
por la piedad del cielo generosa,
que como tú la tengas y las llores,
y aun con mirarlas tú, serán menores.
»Andrómeda me llaman, es Cefeo,
rey de Etiopia, el triste padre mío;
por mi madre Calíope me veo
en tanto mal, en tanto desvarío.
Atáronme las ninfas de Nereo
en esta peña con rigor impío;
mi muerte es por injurias a los cielos;
mas si agora te ven, será por celos».
«¡Ay, bellísima Andrómeda! —responde,
la voz interrumpida y los singultos,
Perseo—, ¿qué deidad me trajo adonde
escuché yo tan bárbaros insultos?
Mas pienso que a su gloria corresponde,
y a los secretos en su mente ocultos,
haber llegado a verte y a quererte:
que no hay distancia de quererte a verte.
»¿Quién tuvo el desnudarte por vitoria,
y a castigo tan bajo te condena,
que con ser a los ojos tanta gloria,
aun no te miran, de vergüenza y pena?
¿Qué troglodita, qué abarima historia
fuera de casos tan inormes llena?
¡Ay, muera yo por ti, que no mereces
las injustas desdichas que padeces!
»Yo moriré, como la fe debida
después me pagues y de mí te acuerdes;
mas no, que dice amor que eres mi vida,
y aunque muera por ti, la vida pierdes.
¡Ay, deidades del mar, la sumergida
frente, ceñida de corales verdes,
sacad al sol, y cogeréis, piadosas,
de un alba nueve perlas más hermosas!
»¿Qué importa, si vivís en escondidas
ciudades de diáfanos cristales,
de colunas de nácares vestidas,
con frisos de jacintos y corales,
que se os atrevan las mortales vidas,
pues sois eternas y ellas son mortales?
Y ya que castiguéis, haced que sea
de suerte que la envidia no se vea.
»Mas porque sepas que seré bastante,
Andrómeda, a morir por tu decoro,
retrato soy de Júpiter Tonante,
efeto vivo de la lluvia de oro.
Por mí se espanta del soberbio Atlante
de los planetas el luciente coro;
volvíle monte, y ya tan alto queda,
que en él descansa la celeste rueda.
»Yo fui quien a Medusa, monstro bello,
osé buscar en su castillo fuerte,
y asiendo las culebras del cabello,
le di dos veces sueño con la muerte;
yo le corté con esta espada el cuello,
que aun hasta agora humor sangriento vierte,
cubierto de cristal, a cuyo alinde
toda soberbia indómita se rinde.
»Estas armas que ves, mis dos hermanos,
Mercurio y Palas ínclita, me dieron;
estos coturnos por los aires vanos
al reino de tu padre me trajeron;
yo vi del mar los promontorios canos,
y ellos mi sombra en sus espumas vieron,
y la máquina, punto indivisible,
a la circunferencia incorruptible.
»Podré, quiéralo Amor, como decía,
morir, si no pudiere defenderte
del fiero monstro que la envidia envía
a quitarme la vida con tu muerte;
pero si fuere tal la dicha mía,
que pueda defender tu vida, advierte
que has de ser mi mujer, en premio y gloria
de amor, que aun es mayor que la vitoria.
»Si eres hija de un rey, de un dios lo he sido
a quien se humilla el celestial imperio,
y, por la parte humana, procedido
del rey argivo y del armenio iberio;
esta palabra, Andrómeda, te pido,
y todo este marítimo hemisferio,
a su pesar, testigo constituyo,
con inviolable fe de que soy tuyo.»
Si en tanto mal, si en tanta desventura
puede caber alegre sentimiento,
Andrómeda mostró nueva hermosura,
procedida del íntimo contento;
de todo lo que pide le asegura
con inviolable y firme juramento,
llamando por testigos las estrellas,
que pudiera mejor las suyas bellas.
Estando en esto, oyóse en la ribera,
coronada de gente, que venía
el monstro abriendo la cerúlea y fiera
boca, que al mismo mar terror ponía;
y como al espectáculo que espera
por altas peñas la vulgar pendía,
parece que ellas mismas daban voces,
temerosas de casos tan atroces.
Así Roma miró círculo vivo,
suspenso en su mayor anfiteatro,
ya por naumaquia o gladiator altivo,
ya por las fieras trágico teatro;
la foca turbulenta, el vengativo
cuello, por la cerviz, pálido y atro,
a la pequeña presa, al risco enseña:
Andrómeda tembló, tembló la peña.
El agua entre las ondas que cogía
de suerte por los aires arrojaba,
que, haciendo sol, parece que llovía,
y con truenos también cuando bramaba;
y como cuando llueve el calor cría
algunos animales, tal bajaba
entre la espesa lluvia algunas veces,
plateando el aire, número de peces.
Naturaleza, siempre monstruosa,
en la cabeza le formó dos fuentes,
cual suele en repugnancia artificiosa
subir el agua al aire las corrientes;
sonaba herida la campaña undosa
de las alas marítimas lucientes,
fingiendo las escamas, por distintos
círculos, esmeraldas y jacintos.
Viendo la foca, el ínclito Perseo
voló a la playa; Andrómeda, llorosa,
pensó que fugitivo el semideo
la máquina buscaba populosa;
llegó el valiente mozo al rey Cefeo:
«Si tú me das, le dijo, por esposa
tu hermosa hija, libraré su vida,
que tengo al alma, que la adora, asida.»
Calíope, llorosa, a los alados
pies del mancebo se arrojó, diciendo
que Andrómeda, su reino, sus estados
no eran valor, su vida defendiendo;
estaba, entre los deudos admirados,
atónito Fineo, previniendo
envidia al joven, porque amor tenía,
si puede haber amor y cobardía.
Era Fineo hermano de Cefeo.
con galas de mayor, con años tíos,
espeso de cabello, sobre feo,
de mucha presunción y pocos bríos;
amaba, en fin, a Andrómeda Fineo,
sufriendo sus desdenes y desvíos;
que, aunque suelen vencer méritos años,
no pudo hallar para esta falta engaños.
Cual se suele mirar desde la arena
la nave en alta mar con viento en popa,
de velas blancas y de jarcias llena,
que con el tope a las estrellas topa;
así la foca por la mar serena
del Negroponte, límite de Europa,
y el rastro de las ondas que apartaba,
un nevado pirámide formaba.
El joven, a las nubes remontado,
hasta la bestia se caló ligero,
que, por la sombra, en el cristal salado,
se alzó, arrogante, con bramido fiero.
Andrómeda, que vio del levantado
brazo resplandecer el blanco acero,
ya rayo, que en el aire reverbera,
«¡Ay -—dijo en alta voz—, mi vida muera!
»No quiero yo vivir si ha de costarte
este peligro, dulce prenda mía;
que más te quiero yo para guardarte
que no para la vida que temía;
yo muera, y vive tú, puesto que es darte
a que otra goce lo que yo quería,
si bien deste propósito me muda
en celos, por nacer tu vida en duda.
»Goza esos años, y ese tierno bozo
se engaste en otro más dichoso aliento:
que lo que yo no merecí ni gozo,
nacido tiene ya merecimiento.»
Por todas partes el valiente mozo,
mientras duraba en este pensamiento
Andrómeda, mortal, las alas bate,
por ver lugar por donde al monstro mate.
No de otra suerte halcón, por más que esparza
la garza el vuelo, se lanzó ligero,
ni le temió la pavorosa garza,
que el fiero monstro al fulminante acero;
ni cantó ruiseñor en olmo o zarza
más dulcemente al alba, lisonjero,
que Andrómeda lloró, mirando atenta
el imposible que el mancebo intenta.
Él, en esta ocasión todo diamante,
que, a estar más alto, de Orion sirviera,
así le dijo al Panónfeo tonante
casi en la frente de la bestia fiera:
«Si fue verdad que, de mi madre amante,
bajaste en oro de tu sacra esfera,
Júpiter servador, y soy tu hechura,
de Andrómeda te mueva la hermosura.»
Iba a decir ‘la vida’, y como vía
enfrente la hermosura que adoraba,
dijo ‘hermosura’, pero bien sabía
Júpiter que su vida procuraba.
La espada a todas partes revolvía,
que poco de la hirsuta piel cortaba,
hasta que halló lugar la aguda punta
por donde menos las escamas junta.
Bramaba el ceto rígido, y nadaba
en un campo de sangre; mas Perseo,
viendo que ya las alas se mojaba
del dios a quien adorna el caduceo,
en una nave, que perdida estaba
junto al escollo, y sólo el masteleo
con la gavia más alta descubría,
puso los pies, y desde allí la hería.
Cual suele nadador del claro Tajo
esconderse en las ondas con destreza,
y cuando ya se acerca a lo más bajo,
sacar por otra parte la cabeza,
con fieras ansias, con mayor trabajo
la foca sepultaba la grandeza
del monstruoso cuerpo entre las olas,
si bien mostraba ya las fuentes solas.
Viendo los dioses de su madre el llanto,
el dolor acetando por disculpa,
que siempre con el cielo puede tanto,
satisfechos quedaron de la culpa;
y aunque sobre las aguas con espanto
toda deidad marítima la culpa,
le dieron la vitoria, el monstro muerto,
y el fondo de la mar sepulcro incierto.
Por largo espacio en el arena imprime
la arquitetura de soberbios huesos,
y el duro pecho de Neptuno oprime,
que al cielo se quejó de sus excesos;
y aunque debajo de las aguas gime,
suben arriba círculos espesos
de humor sangriento y removidos limos,
con nácares revueltos a racimos.
Vengáronse los peces de la fiera,
miserable pensión de su alimento,
pues no quedó marisco en la ribera
que hubiese menester atrevimiento;
en barcos ya la multitud ligera
cantando surca el húmido elemento;
desatan la dichosa alegre dama,
que en altas voces a su esposo llama.
Perseo entonces a la orilla vino,
y las manos limpiándose en las varas,
de un tronco estéril nace el coral fino,
flores del agua y maravillas raras;
y agradecido a Júpiter divino,
de viva sangre enrojeció sus aras,
sin olvidar los dioses protectores,
con víctimas de amor, aunque menores.
Juntáronse los deudos de Cefeo
a las famosas bodas concertadas,
entre los cuales asistió Himineo,
para que fuesen diestras como honradas;
pero mirando el bárbaro Fineo
de su querida Andrómeda enlazadas
las manos en el cuello de su esposo,
vibró una lanza, y dijóle celoso:
«Mozo extranjero, que mi dulce esposa,
valiente, por encanto me has quitado,
más ave que hombre al fin, y ave engañosa,
de las arpías de Fineo traslado;
si pensabas gozar en paz dichosa
el reino de mi sangre conquistado,
deste abeto sabrás tu atrevimiento.»
Dijo, y la lanza fue cometa al viento.
Erró a Perseo, y no le erró Perseo,
volviéndole a tirar la misma lanza;
pasóle el brazo, y al caer Fineo,
le dijo entre el temor y la esperanza:
«No me mates, valiente semideo,
déjame vivo; que es mayor venganza
la que te dan de mí los altos cielos,
pues tengo de morir de envidia y celos».
«Quiero, responde el joven, complacerte,
y desistió de la segunda herida,
pues hiciste elección de mayor muerte,
y con envidia conservar tu vida.»
Él iba a responder, y de la suerte
sintió quedar la dura lengua asida,
que suele al alba scítico arroyuelo,
cuando se iba a reír, cuajarse en hielo.
Porque mostrando al miserable amante
la gorgona cabeza de Medusa,
en piedra le volvió, segundo Atlante,
el alma, por los músculos difusa.
Quedó temblando el pueblo circunstante,
que por darle ocasión la muerte excusa,
y en santa paz Andrómeda y Perseo
al tálamo rindieron el deseo.
Clarísima Leonor, si castigarse
merece un amoroso atrevimiento,
mi musa puede en piedra transformarse,
por este de Faetón mayor intento;
pero pudiendo, quien se atreve, honrarse,
a vuestro celestial entendimiento,
no es mucho que abrasar mi amor presuma
en tanto sol tan atrevida pluma.
- Holder of rights
- Antonio Rojas Castro
- Citation Suggestion for this Object
- TextGrid Repository (2024). Fábulas mitológicas del Siglo de Oro. La Andrómeda. La Andrómeda. Fábulas Mitológicas del Siglo de Oro. Antonio Rojas Castro. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-0013-BE86-E