De un alma que fue vestida
con dos cuerpos, de hombre y fiera
y de otra alma que, regida
de un cuerpo más que de cera,
fue cual piedra endurecida,
de un milagro y de otro extraño
diré, y de un dolor tamaño,
que pocos lo conocieron,
sino aquellos que supieron
lo que yo sé, por mi daño.
¡Oh tú, que, para mi mal,
sola en el mundo naciste,
bella, cruel, desleal,
sabia, y que de todo fuiste
modelo y original,
oye lo que cantar quiero:
verás en ciervo ligero
mudado al señor de Tebas,
do el tormento que en mí pruebas
fue figurado primero.
Con poco que estés atenta,
en sus trabajos verás
los de aquel que te los cuenta,
y si quiés saberlo más,
tu desamor y mi afrenta.
Verás sobre su divisa
los del que en su mal no avisa,
puestos para más despecho,
y, cual yo, el cuitado hecho
del mundo fábula y risa.
No demandaré favor
a aquella musa que en vano
supo decir mi dolor;
mas al celoso Vulcano,
que es el padrastro de Amor.
La materia será el caso,
y su fragua mi Parnaso,
y sus golpes mis desmayos,
y mis palabras los rayos
de su fuego, en que me abraso.
Una muy copiosa fuente
muy alegre y fresca está
en la tierra cuya gente
le nació a Cadmo de la
quijada de una serpiente,
de un monte jamás rozado,
de sangre nunca manchado,
cercada al Austro y Poniente,
descubierta al sol de Oriente
y cubierta al cierzo helado.
Y aunque, por larga costumbre,
de diversas ramas lleno,
que se tejen en la cumbre,
defiende el cerrado seno
del alegre sol la lumbre,
con las hojas compitiendo
el sol, a veces venciendo,
y a veces siendo medroso
va un claroescuro hermoso
de las sombras componiendo.
Allí, gentil, largo y liso,
está el árbol que guardó
el nombre de Cipariso,
y el otro do se escondió
Dafnes del pastor de Anfriso,
y aquel árbol que parece
que por Tisbe se entristece,
la fruta en sangre bañada,
que a la morisca Granada
con sus hojas enriquece.
Y otros árboles sin cuento,
de los que suelen poblar
la tierra con su cimiento,
y dividir y azotar
con sus pimpollos el viento.
De una lucha entre ellos brava
con el que entonces soplaba
siendo cada cual herido,
un mormollo y un ruido
dulcísimo se escuchaba.
El sol, en ellos hiriendo,
iba de varios olores
otro nuevo produciendo,
y de diversos colores
otro mejor componiendo;
y así, el viento, disfrazado
de un nuevo color, mezclado
nuevo olor, nuevo ruido,
hiciera alegre el sentido
del más triste enamorado.
Entre la arboleda estaba
de natural piedra viva
un güeco de do manaba
el agua que desde arriba
abajo se despeñaba.
Después ésta se vertía
sobre otra peña y corría
por un arco, parte a parte,
do natura venció al arte
y el arte a la fantasía.
Y del verdor que a la par
crece estaba tan cubierta,
que pocos sabían hallar
la no frecuentada puerta
para el ameno lugar.
Y así la tierra, cavada
del agua en ella quebrada,
hecha pequeña laguna,
no se vio en edad alguna
del todo en lumbre bañada.
El margen de césped vivo,
de nervosa y ciega trama
que, de tierra, al fugitivo
licor la ñudosa grama
hizo en su lugar nativo,
va las ondas terminando,
do esquivas cañas silbando,
y agudos juncos ludiendo,
con blandas ovas tejiendo,
iban su curso cegando.
Va desde aquí la corriente
del agua tan sosegada,
que apenas la vista siente
si corre, o si está parada;
si va a levante o poniente.
Limpia, clara, blanda y pura,
liviana, que se apresura
de la boca a las entrañas
de sabor y de marañas,
de olor y color segura.
Por la suave harmonía
que la frecuencia confusa
de los pájaros hacía,
parece que alguna musa
la concertaba y regía.
No goza esta fuente tal
el ganado pastoral:
que fuente, bosque y dehesa
es de Diana, princesa
del Colegio Virginal.
Aquí la diosa solía
en el caluroso estío
olvidar la montería
y en el líquido rocío
sus castos miembros metía.
Y siendo entonces llegada,
de sus ninfas rodeada,
arco y flechas a una dio
y otra el manto le tomó
con que vino cobijada.
Otra con blanco cendal
fue limpiando del sudor
la garganta de cristal,
que derritiera en amor
al más duro pedernal.
Otra le cogió el cabello,
tal, que no era tal como ello
madeja de oro crespada,
y en una y otra lazada
lo añudó, y a Amor entre ello.
Otra ninfa, diligente,
la ropa de grana y oro
le quitó liberalmente,
y descubriose un tesoro
más bello que el sol de Oriente:
descubriose el blanco pecho,
de masa celestial hecho:
dos montes y una cañada
de blanca nieve cuajada,
y el Amor allí deshecho.
Dos le quitan el calzado,
y un color se descubrió
de leche y sangre, rosado,
que cuando al suelo tocó
hizo florecer el prado.
La pierna gruesa y ceñida
a Elena dejó vencida,
y el pequeño y blanco pie
con un solo puntapié
diera a mil Narcisos vida.
Y luego en el mismo instante,
doce de las más preciadas,
con amoroso semblante,
de sus ropas despojadas,
se le pusieron delante,
las cuatro con delicados
vasos de mirra colmados,
bálsamo, y ámbar, y enciensos,
y otros olorosos censos
de los nabateos collados.
Las otras cuatro trajeron
varias suertes de conservas
que de las frutas hicieron
y de las mejores yerbas
que en todo el mundo cogieron.
Las otras, dulce comida
trajeron para la vida,
pues la conserva inmortal
aquella que es, por ser tal,
sólo a los dioses debida.
Comenzaron a verter
sobre aquel cuerpo divino
licores, y ellos a oler,
y ¡qué olor! pues dél les vino
más que ellos pueden tener.
¡Oh venturoso licor,
que tuvo tanto valor,
que mereciese tocar
do no mereció llegar
el gran poder del Amor!
De la conserva tomó
después desto parte poca;
no la tomó, mas la dio;
pues, metiéndola en su boca,
eterna la conservó.
Fue entre sus labios deshecha,
y, de serlo satisfecha,
con gran ventaja, pues que
della en breve espacio fue
la preciosa carne hecha.
Miró sus miembros en vago
cual el soberbio pavón
(que hicieron tal estrago),
y ella y todo su escuadrón
se echaron juntas al lago.
Iban todas de arrancada,
en escuadra concertada,
y así todo el lugar lleno,
cual por el cielo sereno
de grullas larga manada.
¡Quién las viera libremente,
sin ropa al ojo importuna,
ir cortando la corriente
desde la balsa o laguna
al principio de la fuente,
donde, así como las caras,
las más preciadas y raras
partes que se pueden ver
no quisieron esconder
las aguas, cual vidrio claras!
Por lo más alto del cielo
iba el sol, y suspendió,
de gozoso, el curso y vuelo,
y, parándose, abrasó
con sus rayos todo el suelo.
Y el viento que iba soplando
fuese de nuevo esforzando
con la grande claridad,
y trajo tal sequedad,
que dejó el mundo anhelando.
Solamente aquel lugar,
porque a Diana le place,
ella le hizo templar
con la virtud con que hace
menguar y crecer el mar.
El viento no le alcanzaba;
y el sol tan colado entraba,
que su furor y su brío
sólo de la peña el frío
le resistía y templaba.
Allí Diana regía
sus corros, giros y danzas,
y cada ninfa hacía
las pruebas y las mudanzas
do más destreza tenía.
Cuál dellas nadó más trecho;
cuál dellas más a provecho;
cuál dellas se zambulló,
y cuál el lago cercó,
vuelto al cielo el rostro y pecho.
Ya Filodoce tenía
una trepa comenzada,
cuando, con gran vocería
y aullidos, fue alborotada
la virginal compañía;
que, siendo entonces llegado,
de estío y sed fatigado,
el cazador Acteón,
causó grande turbación
en el colegio sagrado.
Que unas dellas se escondieron,
en las aguas zambullidas;
otras la espalda volvieron;
otras de ramas crecidas
de árboles se cubrieron.
A otras vieras sentar,
a otras, gritando, abrazar
a la diosa casta y clara,
y otras mirarle a la cara,
sin osarse menear.
Otras ante él se ponían,
porque la vista cebase
en lo que le descubrían,
y a Diana no mirase,
que era lo que más temían:
porque es punto de primor,
si de pena o de dolor
se halla el hombre cercado,
escoger, si es avisado,
de dos daños el menor.
Otras, con ánimo puro,
estando en torno abrazadas
del cuerpo nada seguro,
hicieron encadenadas
un hermoso y bello muro.
Mas poco vale lo hecho;
que él la mira, a su despecho:
tan gentil Diana estaba,
que por cima las sobraba
con más que garganta y pecho.
Cual suele en playa espaciosa
nave rica, con despojos
de una batalla famosa,
llevarse tras sí los ojos
sin parar en otra cosa,
así, de ninfas cercada,
ella sola fue mirada
del que por su mal la vio,
que en sólo aquesto acertó,
para no acertar en nada.
Acertola a conocer,
no del todo, por quien era;
que esto, a podello saber,
bien más acertado fuera
si no la acertara a ver.
Vido el rostro sin igual,
los topacios y el coral,
puestos por arte sutil,
el aljófar y el marfil,
la púrpura y el cristal.
De un brazo que alto tenía
vio el molledo blanco y grueso;
la mano, que al sol vencía,
con que el duro arco de güeso
alargaba y encogía.
Digo que miró la mano
que después le dio tal mano;
mirola parte por parte;
que, aunque estaba puesto aparte,
pudo ganarle de mano.
Vio el cabello atado y liento
y dejó enlazarse en él,
tras la vista, el pensamiento,
y éste se llevó tras dél
voluntad y entendimiento.
No supo mirar por sí,
hasta verse preso allí
de amor en el ciego abismo;
mas yo hiciera lo mismo
si la viera antes que a ti.
Finalmente, en ella vio
el extremo de belleza
que en ti sola se cifró,
y el extremo de aspereza,
después del que sufro yo.
Y, como yo lo hiciera,
comenzó, que no debiera,
con donaire y cortesía,
a decir lo que sentía,
y ojalá más no sintiera:
«Alma preciosa que digna
fuiste del cuerpo más bello
que la vista determina,
o seas humana, si sello
pudieras, sin ser divina;
o seas del sublime coro,
que por tal te creo y adoro;
o seas la virgen buscada
que fue de Plutón robada
entre Pachino y Peloro;
o seas desta arboleda
ninfa, o de estas claras fuentes,
o la que en mudable rueda
levanta y abaja gentes,
sin jamás tenerla queda;
sé tú quienquiera que seas,
así entre tus manos veas
la cosa más deseada
si hay alguna tan sagrada
que desees y no poseas;
y así consigas vitoria
del que causó turbación
algún tiempo en tu memoria,
si puede caber pasión
en almas llenas de gloria,
que...». Dijo, y quedose aquí;
que viéndole estar así,
con lo que otra se amansara,
la diosa volvió la cara,
cual de grana o carmesí.
¿Quién vio el color que parece
cuando con vario arrebol
la ciega nube se ofrece
delante el dorado sol
que por partes la esclarece?
Y ¿quién vio en el alborada
la fresca aurora rosada?
Pues con gesto más galano
volvió el rostro soberano
la casta diosa enojada.
Aunque no dél vergonzosa,
estaba de su vergüenza
encogida y temerosa;
mas viendo su desvergüenza,
salió corrida y furiosa.
Cuando Acteón conoció
en qué y contra quién pecó,
quisiera no haber nacido,
y mejor le hobiera sido
que morir como murió.
Púsose el color robado,
y comenzaba a temblar
como aquel que está azogado,
o al modo que suele estar
el can ante el león echado.
Y ella le muestra el semblante
como la madre al infante
de quien ha sido enojada,
o como leona airada,
muertos sus hijos delante.
Y dijo con voz sañuda
lo que las fatiga más
a las mujeres, sin duda:
«Traidor, no te alabarás
de que me viste desnuda.
Y la caza que deseas,
por quien mi fuente rodeas,
te daré por enemiga,
y que, para más fatiga,
sin ti y con ella te veas».
Y como el arco ni jara
en la mano no halló,
tomando del agua clara,
con ella le roció
pecho y manos, pies y cara.
Iba sudando y, mojado,
quedó de súbito helado
y algún tanto temeroso;
mas el deseo amoroso
no por eso resfriado.
No sólo le resfrió,
que aquesto lo menos fue,
porque la agua en sí tomó
una fuerza, un no sé qué,
que más que fuego abrasó.
Convirtió de otro metal
toda la parte mortal;
comenzó el pecho a querer,
y el hígado a apetecer
cosas de otro natural.
El corazón, que solía
las empresas peligrosas
buscar lleno de osadía,
en las muy pequeñas cosas
mostraba ya cobardía.
Y este mismo corazón,
que antes sirvió a la razón,
y el seso que fue su asiento,
ambos de un consentimiento,
declinan jurisdición.
A la razón no dañó,
porque era parte inmortal;
mas del arte la dejó
que es la persona real
que fuerza y poder perdió.
De nadie ya obedecida,
de todos aborrecida,
¿qué vale sin gobernar,
entre la gente vulgar,
por sus vasallos regida?
Los afectos naturales,
odio, amor, ira y deseo,
miedo, esfuerzo y otros tales,
tienen el gobierno feo
todos conformes e iguales.
Ni entre sí tienen contienda,
ni en ellos hay quien se entienda,
uno loco, otro grosero,
y el que madrugó primero
lleva a los otros de rienda.
Luego, sin más dilatallo,
en diversa proporción
vieras al cuerpo mudallo;
que siempre la inclinación
del señor sigue el vasallo.
Cuando la razón regía,
el rostro alzado tenía;
mas luego que se perdió,
el rostro a tierra bajó;
que alzallo no merecía.
Los ojos abrió mayores
y más largo tendió el cuello;
percibió más los olores;
mudó en pelo el tierno vello,
teñido de dos colores;
las orejas se extendieron;
las carnes se endurecieron,
y adornaron su cabeza
dos cuernos que, a poca pieza,
sus doce puntas tuvieron.
Y las manos con que cobra
el hombre de otros mortales
la ventaja en que les sobra,
hechas con los pies iguales,
mudaron la forma y obra.
De piel dura se vistieron
los miembros, y así perdieron
su forma, niervo por niervo,
hasta que un ligero ciervo
entre todos compusieron.
Las señales corporales
tienen significación
de las espirituales;
que cual es la inclinación
ellas se nos muestran tales.
Solamente tu aspereza
no pareció a tu belleza,
que mil reinos mereció,
señora, y en ti mintió
la ley de naturaleza.
Cuanto al aspereza, digo,
tú muy mejor lo sabrás,
pues la has usado conmigo;
que en virtud y en lo demás
más que pudo usó contigo.
Quizá es mi dicha o planeta
que en todo fuiste perfeta;
pues eres, sin haber mella,
noble y discreta cual bella,
bella cual noble y discreta.
Conmigo estás rigurosa,
que nací en hora menguada:
que ya te he visto, engañosa,
con quien yo digo, no ha nada,
menos grave y más piadosa.
Hasme, señora, abatido,
apocado, entorpecido,
y no con tanta razón
como Diana a Acteón,
de hombre en bestia convertido.
El odio en placer mudado,
le miraban con gran risa
las ninfas al desdichado,
burlando de la divisa
del gallardo enamorado.
Vengadas ya de su ira,
como de hombre de mentira,
no han vergüenza, mas les place;
porque la vergüenza nace
del seso del que nos mira.
Y él, viéndolas tan mudadas,
como aún la suya ignorase,
¡oh necedades usadas!
¿Quién duda que no pensase
que le eran aficionadas?
Porque el cuitado no siente
de qué se alegra la gente:
que siempre el cornudo fue
el último que los ve,
porque los tiene en la frente.
Mas un provechoso engaño
poco dura y mucho duele,
y más éste en ser tamaño:
hizo el agua lo que suele
y demostrole su daño.
La que, por su mal, buscó,
la que el cuerpo le mostró
por quien perdió su cordura,
la que mudó su figura,
ésa le desengañó.
Vido la sombra de aquellos
que suelo yo aborrecer
por estar otro sin ellos,
puestos do solía tener
antes los rubios cabellos:
comenzó luego a temblar
conociéndose, y llorar;
que por menos mal tuviera
si mudara, o si perdiera,
lo que quedó por mudar.
Mas contemple el que más sabe
quién hay de pecho tan duro,
quién tan fuerte, que se alabe
que pudo dormir seguro
con ladrones y sin llave.
Y quién, al golpe mortal
de ver su cabeza tal
(dígalo quien lo ha pasado),
no tembló, como el tocado
de rabia y gota coral.
Viéndole su entendimiento
hecho bestia por amor,
verás si tendría tormento;
mas yo lo veré mejor,
pues que sintió lo que siento.
Comenzaba a aborrecello,
afligillo, entorpecello,
y esto tengo por cordura;
que al mal que no tiene cura
mayor mal es conocello.
No huye tan diligente
el can de rabia herido
cuando descuidadamente
su rostro pintado vido
en la clara y limpia fuente,
cuanto, sin tardarse nada,
viendo su cara afeada,
huyó el cuitado amador;
que es la vergüenza mayor
ante la persona amada.
Y por aquella aspereza
de breñas tanto voló,
sin un punto de pereza,
que aun él se maravilló
de su nueva ligereza.
Ni sed ni calor sentía;
sus pies de vista perdía;
el viento no le alcanzaba;
las piedras do el pie sentaba,
ni aun el suelo, no veía.
Después que el monte cercó,
volvió do estaba Diana,
como aquel que madrugó
y se vuelve a la mañana
al lugar de do salió.
Su destino le procura
volver a la hermosura
do tenía de morir;
que por demás es huir
cada cual de su ventura.
¡Qué gusto recebiría
el desventurado amante,
si tal vergüenza sentía,
volviendo a verse delante
de aquella de quien huía!
Yo lo entiendo, que lo siento:
que muero cuando me ausento,
por no verte, aunque te llevo,
y vuelvo a verte de nuevo
para doblar mi tormento.
Parose a considerar,
ya que se vio puesto allí,
si será mejor llegar
a que quien le puso así
le acabase de matar.
¿Qué otro mal temer pudiera?
Y éste mucho menos fuera,
y esperaba un bien sin nombre;
que quien tal lo hizo de hombre
lo hiciese hombre de fiera.
Aquesto pudo temer
el desdichado amador,
no le hiciese volver
en otra cosa peor,
que no fuese para ver.
Mas yo no sé en qué pudiera
volverlo que peor fuera,
más triste y más abatido;
contémplelo aquel que ha sido
algún tiempo lo que él era.
Y así, puesto en tal discordia,
ningún peligro le espanta,
y, al fin, redujo en concordia
que nunca en belleza tanta
faltara misericordia.
A sus pies arrodillado,
descubrirle su cuidado
quiso y su pena mortal;
mas todo le sale a mal
al que es desaventurado.
Que con un gemido cuyo
dolor las entrañas tuyas,
señora, y el rostro tuyo
moviera, lágrimas suyas
vertió en el rostro no suyo.
Aunque no sé si moviera
tu rostro; mas otra fiera
que no fuera tan cruel
moviera, a lo menos, él,
como Diana no fuera.
Que ésta y tú debéis de ser
las dos que en toda la tierra
nacistes para poder
hacer a las gentes guerra
y mudallas de su ser.
Esta fue nuestra fortuna;
¿por dicha, en nación alguna,
hay frente tan bien guardada,
que no la tenga lisiada
con sus menguantes la luna?
¿Hay do no se hayan sentido
cosquillas, miedos y celos?
Pues por ti, ¡cuántos ha habido!
Yo bastara, que, en mis duelos,
milagro y ejemplo he sido.
Díganlo vuestros blasones,
do pintáis mil corazones,
y, en medio, las dos ufanas,
diciendo: «De dos Dianas
veis aquí mil Acteones».
Y así, las rodillas puestas,
no cesando de gemir,
y las orejas enhiestas,
quisiera el triste decir
tales palabras como éstas:
«Ya has mostrado tu poder
y lo que sabes hacer:
hazaña ha sido de diosa,
y será más milagrosa
volviéndola a deshacer.
Ten misericordia agora
deste cuerpo que pagó
sin ofenderte, señora;
el tuyo es el que pecó,
que nos prende y enamora.
Tú, señora, lo causaste;
sin causa me castigaste;
¿a quién no tornara mudo
el claro cuerpo desnudo
con que el alma me ligaste?
Y si el cuitado Acteón
no merece tanto bien,
dame esta consolación:
que goce deste desdén
un día tu Endimïón.
Que aunque le vuelvas después
a la gloria en que le ves,
si él por mí se viere así,
podré decir entre mí:
"Mal de muchos, gozo es".
¿Qué es esto, que yo no he sido
el primero ni el que más
en el mundo te ha ofendido,
só el primero que jamás
tus castigos ha sufrido?
Ni te pude ofender cuanto
ha ya pagado mi llanto,
si no es que es la culpa inmensa,
o que mi amor te es ofensa;
que no podré pagar tanto.
El rústico que abrasó
tu templo y sagrado techo
con una muerte pagó;
y a mí, con otro en mi pecho,
aún una no me bastó.
Ya que no es galardonado,
no sea el amor castigado
con tanta crueldad, te ruego;
sea, siquiera, igual el fuego
al mérito y al pecado.
¿En qué más pecó Acteón
por adorar tu belleza
que en lo que pecó Orïón,
sacrílego a tu pureza,
y por pena ha galardón?
Nadie nuestras causas viera
que la mía no escogiera,
yo príncipe, y él pastor,
él de Venus, yo de Amor;
¡y él de estrella, y yo de fiera!
Aunque dicen, y es verdad,
que de vos son remitidos
con menos dificultad
los pecados cometidos
contra vuestra castidad,
yo, que menos mal pensé,
más parece que pequé;
aunque, si no me estorbaras,
yo sé que me perdonaras,
si hay en los refranes fe.
Esto es lo que llaman hado:
coger uno los sudores
de lo que otro ha trabajado,
y, entre tantos ofensores,
ser el justo el castigado.
Quédese todo a tu cuenta;
tú das la gloria y la afrenta;
tu querer es el derecho;
que yo estaré satisfecho
con que estés dello contenta.
¡Oh tú, Tiresias dichoso,
que viste un cuerpo desnudo,
tan divino y más piadoso,
aunque yo no sé si pudo
ser tan gentil y hermoso!
Tú, en el yerro igual conmigo,
sin querer fuiste testigo:
bañar en su fuente viste
a Minerva, y recebiste
mayor premio que castigo.
De lumbre fuiste privado,
y otra te dio con que vieses
lo futuro por pasado,
y un tal bastón con que fueses
más que con vista guiado.
Castigos bien desiguales:
que a ti los ojos mortales,
y a mí todos me faltaron,
y ésos y aquéstos miraron
los secretos celestiales».
Aquesto pudo pensar
de hablar, y no habló
el triste, ni hubo lugar,
que es lo que dijera yo
si me dejaras hablar.
Mas por habla le ha salido
un doloroso gemido
que a ellas forzó de reír,
y a él de vergüenza a huir,
de sí mismo muy corrido.
Pues ya a este tiempo llegaba
la trulla de los sirvientes
que la caza procuraba,
y cerros, valles y fuentes
con asechanzas cercaba.
Gran tropel, gran grita había;
todo el monte se hundía:
¡tanto caballo, escudero,
tanto cazador, montero,
cual tal príncipe tendría!
No hay tagarote o neblí,
aleto, azor, esmerjón,
sacre, alfaneque o borní,
buho, alcotán, melión,
gerifalte o baharí.
Con lebreles se embaraza,
con sabuesos da la traza,
galgos y podencos lleva
y perdigueros de prueba,
para varïar la caza.
Cerros, valles, llanos, cuestas,
hinchen los hados crueles,
no de cosas como aquéstas,
pigüelas y cascabeles,
sino dardos y ballestas.
Cuál el arco blando y sano,
cuál el venablo en la mano,
cuál cornetas, cuál bocinas,
con que las selvas vecinas
atronaban y lo llano.
Cuál varias redes tendía,
cuál las guardas ordenaba,
cuál los estorbos desvía,
y cuál bien consideraba
por dónde pasar podría.
Cuál las ramas desgajadas
mira por do están echadas,
cuál anda tomando el viento,
y cuál, si el suelo está liento,
le sigue por las pisadas.
Por el rastro le sacaron,
y después de descubierto,
con el orden lo acosaron
y con el mismo concierto
que de su industria tomaron.
Él, entonces, despertado,
alzó la vista alterado,
temiendo lo que sería,
de la clara vocería
de los suyos asombrado.
Y, habiéndolos conocido,
olvidado de quien era,
como poco ha lo había sido,
quiso estarse, y mejor fuera;
que ahorrara lo corrido.
Mas, como un perro llegó,
y él, como el daño sintió,
huyó porque no le asiesen,
pesándole que supiesen
tan bien lo que él les mostró.
Puso esfuerzo tan de veras
a la carrera el temor,
que no fueran tan ligeras
las piernas de algún ventor,
si tú, Diana, quisieras.
Iguales somos en todo;
que yo, por el mismo modo,
huyendo destos tormentos,
doy en pasados contentos,
que me ponen más de lodo.
Consideraba el cuitado
(aunque no le aprovechaba,
por estar ya tan cercado)
las partes donde cazaba
y do teme ser cazado.
Quiere dellas desviarse,
mas viene luego a enredarse
en otras partes peores;
que de tantos cazadores
nadie pudiera librarse.
Ya le faltaba el vigor
en tanta tribulación,
y quisiera con amor
decirles: «Yo soy Acteón:
conocé a vuestro señor».
La cabeza al cielo alzó,
y a dar sus quejas probó
a sus monteros feroces;
mas faltáronle las voces,
y, en lugar dellas, gimió.
En esto, con diente fiero
le agarran, echando llamas,
Melanquetes, el primero,
el segundo, Teridamas,
y Oresitrofo el tercero;
Icnobates y Leucón,
Hárpalo, Dromas, Ladon,
Alce, Tigris y Dorceo,
Nape, Terclas, Hileo,
Melampo, Lagne y Terón.
Pues los demás, enseñados
a acometer y sagaces
en rastrear, que ocupados
tenían por ambas haces
los montes jamás cortados,
los aires despedazando
con la nariz, y buscando
los demás con sus ladridos,
llegaron a los gemidos
del que estaban desmembrando.
Y todos, muy diligentes,
dan en el triste, que está
hecho presa de sus gentes,
que casi no tenía ya
donde le hincasen dientes.
Pues la compaña llegada
de la gente asalariada
para esto por su dinero,
no se tiene por montero
quien no le daba lanzada.
Y así, la selva resuena
de su gente que llamaba
«¡Acteón!» a boca llena,
pensando que se holgaba
con lo que le dio tal pena:
cual suelen mis pensamientos,
siendo de mi mal contentos,
recordarme, porque vea
tu memoria, que acarrea
para mí grandes tormentos.
Buscábanle con hervor,
con cuidado y vigilancia;
piensan que sin su señor
era menos su ganancia,
¡y fuera sin él mayor!
Él a su nombre quisiera
responderles, si pudiera;
mas alzábales la cara,
y harto más se holgara
si nunca jamás los viera.
Bien, señora, como cuando
con estos celos mortales
me mandaste estar callando,
que publicaba mis males,
no pudiendo más, mirando.
Así el cuitado haría,
pues que hablar no podía,
viendo como le mataba
la compaña que pensaba
que en aquello le servía.
No le ven los malandantes,
aunque le ven cual está,
y él holgara (no te espantes),
o que no le vieran ya,
o que le vieran cual antes.
Así como yo quisiera,
mudado en forma de fiera,
pues desdeñado me has,
o que no me vieses más,
que me vieses cual era.
Y así todos ensangrientan
sus dientes en el cuitado
a quien piensan que contentan,
cual se han en mí ensangrentado
tus ojos, que me sustentan.
Danme una vana esperanza,
conociendo tu mudanza,
de que al fin será cual es
para matarme después
con nueva desconfianza.
Ya no pudo sostenerse
el miserable en los pies,
y, al fin, hubo de tenderse,
cual mis manos ahora ves
que no pueden defenderse.
Y aquellas rabias extrañas,
usando en él de sus mañas,
así le despedazaron
cual las tuyas, que rasgaron
con desamor mis entrañas.
Y entre tantos embarazos,
por más milagro, se cuenta
que nunca abajó sus brazos
Diana, ni fue contenta
hasta hacerlo pedazos.
Los mismos términos veo
yo, señora, en mi deseo,
y en la priesa que me das,
que al cabo me dejarás
como al hijo de Aristeo.
Aunque si tú estás contenta
de mi martirio, señora,
tal gloria me representa,
que conozco desde agora
que me alcanzas en la cuenta.
Pues si, por haber mirado,
Acteón fue así tratado,
yo, que miré y deseé,
a cuenta desto, no sé
en qué debo ser mudado.
- Holder of rights
- Antonio Rojas Castro
- Citation Suggestion for this Object
- TextGrid Repository (2024). Fábulas mitológicas del Siglo de Oro. Fábula de Acteón. Fábula de Acteón. Fábulas Mitológicas del Siglo de Oro. Antonio Rojas Castro. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-0013-BE7D-A