Llega Ulises a la isla y casa de Circe, donde le refiere su peregrinación y lo que le sucedió con los lestrigones y lotófagos
Tú, que del sacro artífice del oro,
científica y hermosa, procediste,
Circe, que al blanco cisne, al rubio toro,
en variedad de formas excediste,
de la excelencia del castalio coro
la humilde musa de mis versos viste;
harás que las corrientes del Leteo
presuman otra vez que canta Orfeo.
Tú, que pudiste dar con imperiosa
voz (que tembló sin resistencia alguna
el sol en su corona luminosa
y en su argentado cóncavo la luna)
naturaleza no, mas prodigiosa
forma a la humana que corrió fortuna
en el tirreno mar, con nueva forma
en platónico cisne me transforma.
Ya seas del humor del Océano
y del calor del Sol blanda mixtura,
para filosofar del cuerpo humano
la natural distinta arquitetura;
ya de la ciencia química la mano,
con que el mercurio transformar procura,
muda mi ingenio, pluma, voz y acentos,
y a física moral mis pensamientos.
Yo cantaré tu engaño y tu hermosura
con alma pitagórica ovidiana,
dulce veneno en oro, en nieve pura,
transformaciones de la vida humana,
y cómo pasa la virtud segura,
la ciencia ilustre y la prudencia cana:
que no puede oprimir violencia de arte
del sabio Ulises la celeste parte.
Vos, única excepción de la fortuna,
que no suele premiar merecimientos,
ilustrísimo Conde, a quien ninguna
pudo aumentar más altos pensamientos;
vos, ya del sol resplandeciente luna,
que con su misma luz los elementos
bañáis de claridad y de alegría,
entre dos mundos dividiendo el día;
que mientras duerme el sol, velando puede
sustituir su luz vuestro cuidado,
pues tanta parte del gobierno os cede,
que no parece resplandor prestado;
mas si tal vez por paraelio excede,
y vemos su retrato duplicado,
bien es que su grandeza os constituya,
por refracción de luz, imagen suya.
Vos, que por bien universal tuvistes
con el planeta cuarto aspecto trino;
que su primero movimiento fuistes,
y de su sol ecéntrico divino;
a método político trujistes
la descompuesta edad; alto destino
sólo digno de vos, en quien el cielo
iguales hizo entendimiento y celo.
Si vuestro padre honró en Italia a España,
y en España la sangre que en Sevilla
por tan alto valor, por tanta hazaña
dio reyes generosos a Castilla,
¿qué pluma os sirve; qué lisonja engaña?
Pues en lugar tan alto maravilla
que hablando en vos, aunque artificio sea,
la verdad a la pluma lisonjea.
Para satisfacer a vuestro claro
ingenio, excelso principe, debiera
daros elogios que de mármol paro
y oro inmortal la eternidad vistiera.
Las letras, de quien hoy divino amparo,
por las que vos tenéis, os considera
España, a vuestra sombra de honor llenas,
crecen, y os llaman ínclito Mecenas.
Así veneración, en la florida
aurora de la edad vuestra dichosa,
os dio, por tanto lustre agradecida,
del Tormes la academia generosa;
y así de vuestra gloria enriquecida,
en Pimpla y Helicón Euterpe hermosa
os da la protección que tuvo sólo,
como a sacra deidad, el mismo Apolo.
Oíd, pues, generoso descendiente
de aquel heroico Pedro y claro Enrique,
a quien Sidonia coronó la frente,
sin que en la vuestra novedad implique;
oíd de Ulises la virtud prudente,
por más que Circe venenosa aplique
la confacción de su hermosura y gracia,
veneno igual al músico de Tracia.
Ya la Discordia, por mujer nacida
de la hermosura fácil y el deseo,
en sangre, en fuego y en furor teñida,
y esparcido el cabello meduseo,
de la llama fatal de la encendida
mísera Troya, en hombros de Apogeo,
vestida de una nube polvorosa,
miraba la tragedia lastimosa;
ya caminaba fugitivo Eneas,
incrédulo a la flecha de Laocontes,
con los penates y las sacras deas,
que trasladó por varios horizontes;
coronado de mimbres y de neas
el Tibre levantaba a siete montes
la florida cerviz, y el orbe hesperio,
nido a las aves del romano imperio;
Hécuba, triste, entre cenizas viles,
sus muertos hijos trémula buscaba;
por otra parte la crueldad de Aquiles
con triste voz Andrómaca lloraba;
con puntas de marfil hebras sutiles,
Casandra sobre el tálamo peinaba
de su difunto esposo, y de oro y nieve
labraba su dolor sepulcro breve;
Paris, traidor, con flecha rigurosa,
aunque venganza, bárbaro trofeo,
sobre las aras de la fe piadosa
dejaba muerto al hijo de Peleo;
en el jazmín y la purpúrea rosa,
y en la flor que nació de su deseo,
por su amado Menón perlas llovía
la mensajera del luciente día.
Como de polvo tronador al vuelo
cayó perdiz sobre la hierba, y como
tórtola blanca desde el nido al suelo,
herida de los átomos de plomo,
entre los pechos de nevado hielo
descubre apenas el dorado pomo,
de la daga de Pirro, Policena,
en rojas aras, víctima azucena.
Arcos, teatros, cúpulas, colunas,
palacios, templos, muros, puertas, baños,
revelados en prósperas fortunas
al cetro inevitable de los años;
fábricas, a las nubes importunas,
cubiertas de mortales desengaños,
yacen en polvo, y lo estarán de olvido:
así deja de ser cuanto es y ha sido.
Troya desierta al fin, Troya abrasada,
fénix que en plumas reservó la vida,
por los engaños de Sinón vengada
la fama infame del famoso Atrida;
prudente Ulises con su argiva armada,
por el azul tridente conducida,
surgió en la isla Eolia, derrotado
de las fortunas de Neptuno airado.
El rey allí de los discordes vientos
en una piel de buey los prende y ata,
a la obediencia de su imperio atentos,
con hilo sutilísimo de plata;
furioso en la prisión, sus movimientos
el aquilón setentrional desata;
el ábrego, dejando el mediodía,
romper la cárcel rápido porfía.
El hijo del Aurora que, valiente,
la línea equinocial Levante llama,
y el que purpúreo el mar vuelve en su oriente,
aura fértil de abril, del árbol rama;
los rumbos deciseis con torva frente
murmuran, presos, que perdieron fama,
por no ser cárcel de león sangriento,
en que se ve que la soberbia es viento.
Lascivo, sólo con las velas juega,
de las flores anhélito amoroso,
céfiro blando; Ulises luego entrega
el pardo lino al soplo vagaroso;
mas cuando el mar pacífico navega,
y olvido de sus hados perezoso
sueño le infunde, en que sus penas venza,
nuevas desdichas Némesis comienza.
Dormía Ulises (que quien tiene imperio
se obliga a breve sueño), y los soldados
hablaban de su honor en vituperio,
por los cables y bordes arrimados;
el griego Laomedón del reino iberio,
mostrando los venenos heredados
de Colcos, en que fue su nacimiento,
con estas quejas dio silencio al viento:
«¿Habéis visto, soldados valerosos,
la hinchada piel que Ulises lleva oculta,
sin apartar los ojos cuidadosos,
de que tan justa presunción resulta?
¿Los que valientes siempre y animosos
halló para trabajos, dificulta
para guardar secretos? Mal responde
a nuestro amor quien lo que lleva esconde.
»Sabed que ha sido tanta la riqueza,
del robo y saco del troyano incendio,
que parece imposible su grandeza
ser reducida a número y compendio.
Nosotros, conducidos por nobleza,
que no por tan inútil estipendio,
para comprar el dárdano tesoro
dimos la sangre que ha trocado al oro.
»Bastaba a un capitán la dulce gloria
de haber vencido; que a ningún soldado
atribuyó la fama la vitoria,
aunque por él se hubiese conquistado.
Cuando se escriba la troyana historia,
será el prudente Ulises celebrado;
vosotros no, si bien por tanta herida
a ver la muerte se asomó la vida.
»Vosotros, al rigor del hielo frío,
ya en la campaña con la escarcha al hielo,
ya en la embreada tabla de un navío,
sin tierra el cuerpo, y por cubierta el cielo;
vosotros, en la fuerza del estío,
pisando vuestra sangre más que el suelo,
sufriendo los troyanos escuadrones,
y ellos durmiendo en altos pabellones,
»creedme, que esta piel toda es diamantes,
egipcio buey con las entrañas de oro;
abrilde y lo veréis, ¡oh griegos!, antes
que, si despierta, le guardéis decoro.
Rompelde, pues hay causas tan bastantes,
aunque fuera este buey de Europa el toro:
que no es justo, si cumple lo que debe,
que a Grecia el oro y el honor se lleve.»
Entonces los soldados, presumiendo
que llevaba en la piel (¡qué injusto pago!,
la ambición al respeto prefiriendo)
el oro y joyas del troyano estrago,
mientras estaba el capitán durmiendo,
rompen la piel, y por el aire vago
salen los vientos, porque coge vientos
quien siembra codiciosos pensamientos.
No de otra suerte, si de noche el fuego
la materia, veloz, dispuesta enciende,
la gente, por el humo denso y ciego,
si no la puerta, la ventana emprende;
que aquéste arroja aquél, y el otro luego
entre las mismas llamas le defiende.
Restalla en torno pertinaz Vulcano,
inexorable al elemento cano.
Pues apenas salieron, cuando embisten
con las seguras naves y soldados,
que con lo mismo que el furor resisten
su injusta perdición miran turbados.
Los que a la aguja y al timón asisten
la bitácora dejan desmayados,
y arrepentidos ya de sus cautelas,
acuden a las jarcias y a las velas.
El campo undoso, como fácil boya,
nadan, entre la rota obencadura,
las banderas que, ya terror de Troya,
dos lustros respetó la mar segura.
Coge, en lugar de la preciosa joya,
la escota el griego, y la rompida amura;
mas cayendo, y culpando el vil tesoro,
en espumosas ondas bebe el oro.
Como suele, dormido en verde prado,
abrir pobre pastor a los balidos
del esparcido tímido ganado,
primero que los ojos, los oídos,
y al intrépido lobo, que acosado
de los perros con ásperos aullidos
no sabe a cuál emprenda, y mira atento
iguales la venganza y el sustento;
así despierta Ulises, y esparcidas
mira las naves del Corinto egeo,
que con velas y flámulas tendidas
despreciaban el golfo de Nereo;
las esperanzas de volver, perdidas,
al patrio suelo, fin de su deseo,
reservadas al cielo y a las naves,
en lágrimas bañó los ojos graves.
Cerca una isla el mar Tirreno, al monte
opuesta, donde en hierro y bronce duro,
Estérope feroz, desnudo Bronte,
defensas labran al celeste muro;
aquí el ardiente padre de Faetonte
a Circe trujo en plaustro más seguro,
si el agua del Erídano, que inflama,
lámpara de cristal fue de su llama.
Había dado Circe al rey, su esposo,
veneno sin razón, en que descubre
el alma de su pecho cauteloso,
y el Sol, con ser tan claro, a Circe encubre.
Que la sombra de un hombre poderoso,
claro en linaje, mil delitos cubre,
pues muchas cosas de sufrirse duras
la misma claridad las hace escuras.
No le recibe en nítido palacio,
dorado signo que, humillando el vuelo,
nueva eclíptica forma, nuevo espacio
entre los peces de la mar y el cielo.
Temió Circe el furor del rey sarmacio,
llamando al claro Sol que estaba en Delo;
temióle con razón, porque sucede
odio al amor cuando el agravio excede.
Que habiéndose con ella desposado
por hermosura humana y luz divina,
fue quererle matar, enamorado,
del linaje del Sol bajeza indina.
Un monte que pirámide elevado
el rostro de la luna determina,
verde gigante al sol bañado en plata,
de sus eclipses el dragón retrata.
De mármoles y jaspes guarnecido
ocupa de la isla tanta parte,
que de pequeñas márgenes ceñido
darle no pudo habitación el arte;
Circe en su centro, ya de fieras nido,
sus palacios espléndidos reparte,
que por la natural arquitetura
fundó la artificiosa compostura.
Sobre mármoles blancos, que al indiano
marfil en lustre vencen, oro esmalta
la insigne puerta dórica, y de plano
perfil el claro pedestal resalta;
cuanto permite el arte en diestra mano,
en él levantan proporción tan alta
dos colunas de jaspe de Corinto,
de bronce y oro el capitel y el plinto.
Aquí llegó perdido y derrotado
el capitán de Grecia tristemente,
su leño solo en tantos reservado,
que poblaron el húmido tridente.
Alzó los ojos al peñasco helado
que en pardas nubes escondió la frente:
que la sombra del mar por gran distancia
obligaba a mirar tanta arrogancia.
Y como más el monte al vespertino
crepúsculo la sombra dilataba,
por ella Ulises a la margen vino,
donde la puerta habitación mostraba;
y señalando fácil el camino
que el arena entre céspedes formaba,
a Euríloco mandó, sabio y valiente,
que el verde monte penetrar intente.
Apenas con sus griegos compañeros,
selectos de los otros, desembarca,
cuando cercado de animales fieros,
temió el rigor de la vecina parca;
pero al sacar los fúlgidos aceros,
viendo en las olas fluctuar la barca,
los que temió llegar armados de ira,
postrados a sus pies humildes mira.
Al umbral de la puerta las criadas
de Circe lisonjeras los reciben,
y a los valientes griegos inclinadas,
los brazos, no las almas, aperciben;
de la fingida risa acreditadas,
les muestran los palacios donde viven,
asegurando que su reina bella
es Venus de aquel mar, del sol estrella.
Su gente anima Euríloco, engañado,
a ver a Circe, en tanto mal dispuesto:
que a quien grandes desdichas ha pasado,
la esperanza del bien le engaña presto.
Hallan los griegos en un alto estrado,
de alfombras ricas de Ceilán compuesto,
la bella Circe con real decoro,
quitando como el sol la gloria al oro.
Las piedras del dosel y las figuras,
con los vestidos varios en colores,
suplieran en las noches más escuras
de la corona austral los resplandores.
Lágrimas densas del aurora en puras
conchas del mar abiertas, como en flores,
pendían por los hilos de oro al suelo,
hurtando lustre al sol, cristal al hielo.
Circe, de regia púrpura vestida,
sembrada de azucenas de diamantes,
mostró la hermosa perfección unida,
admirando los griegos circunstantes;
la madeja bellísima, esparcida
por los hombros en ondas fulgurantes,
preciándose de ser mayor tesoro,
no permitía distinción al oro.
Eran los ojos esmeraldas vivas,
cual no las vio jamás el Gange indiano,
con dos almas de fuego tan lascivas,
que eran la esfera del deleite humano.
No suelen al Aurora, primitivas,
mostrar apenas el dorado grano
las hijas de los pies de Venus bella,
como resplandeció púrpura en ella.
Sucediendo al marfil, tan viva ardía,
que compitiendo en su celeste velo,
el carmín de la boca desafía,
como si fuera de diverso cielo;
era lo que la risa descubría
el nácar que en clavel condensa el hielo,
si se atreve la frígida mañana
tal vez con perlas a bordar su grana.
Bruñida al torno, la coluna hermosa
este edificio cándido y rosado
sustentaba con pompa generosa,
de tan divinos miembros ilustrado;
que siendo de aquel alma cautelosa
y de tan falso espíritu habitado,
el principio y origen de la vida
temió perder la estimación debida.
¡Oh cuántas hermosuras han perdido
del imperio mortal la gloria y palma,
o por tener el corazón fingido
o por manifestar bárbara el alma!
Blandura celestial, perdón te pido,
si alguna vez que me tuviste en calma,
pensé que no era el alma que tenías
fénix de las humanas jerarquías.
Euríloco, mirando finalmente
la bella Circe, al suelo derribado,
le dice: «¡Oh reina, oh sol resplandeciente
de este palacio esférico dorado!,
el griego Ulises, capitán valiente,
reliquia del heroico y desdichado
ejército por quien yace en la arena
Troya con París, robador de Helena,
»llega a tu monte en una nave solo,
después de mil naufragios y desvelos,
con que ha visto del uno al otro polo
tantos diversos mares, tantos cielos;
así los rayos de tu padre Apolo
adoren Delfos y respeten Delos,
que de su error, que de su mal te duelas;
que ni armas tiene ya, jarcias ni velas.
»Ampara un rey que en Itaca y Zaquinto
tuvo tan alto imperio, porque vuelva
al mar de Grecia, deste mar distinto,
antes que el fiero Bóreas le revuelva;
dejó por el undoso laberinto
de griegas naves una blanca selva;
duélete de sus hijos y su esposa,
años ausente, poca edad y hermosa.
»Aun él no sabe que su ilustre casa
ocupan hoy villanos pretendientes,
cuya libre afición su hacienda abrasa:
que a todo están sujetos los ausentes.
Ignora, como dueño, lo que pasa,
y sabe los ajenos accidentes;
que ésta es la causa porque muchos vienen
a hablar en faltas que ellos mismos tienen.
»No porque no es Penélope tan casta
como la fama de sus obras muestra;
mas la porfía, que los montes gasta,
mejor podrá la resistencia nuestra;
que para ejemplo de recelos basta
traidor Egisto, ingrata Clitemnestra:
que ni la nieve al sol está segura,
ni en ausencia del dueño la hermosura.
»Diez veces nuestra argólica milicia
sobre Troya miró flechando a Croto,
y otras tantas el toro de Fenicia
pacer estrellas al celeste soto.
Finalmente venció nuestra justicia
el alto muro de Dardania roto,
cayendo, como tiene de costumbre,
toda gloria mortal que vio su cumbre.
»Cobramos, reina, la robada Helena,
no porque ya cubriese el rojo labio
cándidas perlas, o por ser tan buena,
que nos moviese a deshacer su agravio:
que nunca la mujer que ha sido ajena
venera el amador ni estima el sabio:
que aun en los brazos el agravio suele
hacer que el fuego del amor se hiele.
»Venganza fue, que, cuando el fin alcanza,
no hay hombre que contento la posea;
que es condición de la mortal venganza
que no sin daño de los dueños sea;
tanto, que se ha perdido la esperanza
de que ninguno de nosotros vea
su casa, esposa y hijos, convertidos
en peces, por las aguas sumergidos.
»Castigo fue también en parte alguna
de haber entrado los troyanos muros
con invención tan alta, que la luna
temió su sombra en sus cristales puros;
estaban del rigor de su fortuna
los engañados dárdanos seguros:
que aun el honor para el ajeno daño
no quiere la venganza en el engaño.
»Fingió partirse nuestra griega armada,
y en unas islas se quedó escondida,
aumentando la selva, que enramada
juntó la verdadera a la fingida;
con los olmos vecinos abrazada,
de suerte se miraba entretejida,
que las naves le dieron troncos rudos,
y ella vistió sus árboles desnudos.
»Con esto los troyanos, presumiendo
que las ondas marítimas rompía,
andaban por la playa, discurriendo
que aun despojos inútiles tenía.
Cuantos miras aquí, de aquel tremendo
caballo, para el parto de aquel día,
ocupamos el vientre, en que estuvimos,
y a ser fuego de Troya a luz salimos.
»Mal defendida la ciudad, su gente
(como salió del sueño la defensa)
más llora que pelea, y tristemente
hallar piedad entre los dioses piensa;
de Aquiles Pirro imitación valiente,
perpetra entre sus aras tal ofensa,
que sola basta a despertar la ira
del sol, que su ciudad cenizas mira.
»La venerable barba revolviendo
el fiero mozo a la siniestra mano,
sin respetar su edad, con golpe horrendo
la cabeza cortó del rey troyano,
sobre la sangre mísera cayendo
del triste hijo, que defiende en vano;
la que estaba del padre desunida
quiso ayudar a quien le dio la vida.
»Estas crueldades y otras, que tuvieron
entonces la disculpa en la venganza,
por ventura después la causa fueron
del castigo que a todos nos alcanza;
al mar, al viento y a la luna dieron
los cielos la firmeza en la mudanza,
y en nuestro error mudó naturaleza,
sin admitir mudanza, su firmeza.
»Fundó por nuestro mal con Febo ardiente
Neptuno, rey del mar, los muros frigios;
por esto, navegando su tridente,
las ondas vuelve ya lagos estigios;
escucha tú de Ulises elocuente
las iras, los portentos, los prodigios,
dando licencia que te adore y vea,
y sacro asilo tu presencia sea.
»Él te dirá cómo los dos Atridas
en la isla de Ténedos surgieron,
y cómo las escuadras divididas
distintos rumbos por la mar siguieron;
porque todas las cosas sucedidas
los marítimos dioses, que las vieron,
las contaron a Palas, y ella a Ulises,
y aun del troyano sucesor de Anquises.
»El rojo Menelao, con ser discreto,
volvió a su casa la traidora Helena.
¡Qué necio amor, si fue de amor efeto!
Pero lloró mujer, cantó sirena.
Callar un hombre el deshonor secreto,
no por todos los sabios se condena;
pero el público agravio es tanta culpa,
que aun no puede el amor darle disculpa.
»¡Oh, nunca de Néstor se dividiera
con menos amistad que atrevimiento!
Que ya los puertos de sus islas viera,
y gozara a Penélope contento.
¿Quién vio tanto blasón, tanta bandera,
tanta lengua de bronce hablando al viento,
tantos árboles, más que egipcias piras,
que imaginara las celestes iras?
»Dimos velas al viento sonoroso,
hinchada pompa de las lonas pardas;
las flámulas pintadas el undoso
piélago peinan libres y gallardas;
las naves, con el céfiro amoroso,
juzgan las alas de los remos tardas,
y como cisnes la nevada pluma,
desatando cristal, cortan espuma.
»Mas luego un huracán y travesía,
tan fiero, tan voraz, tan iracundo,
las acomete al expirar del día,
que midieron el cielo y el profundo;
la isla Eolia tenebrosa y fría,
cárcel del aire que sustenta el mundo,
casi en el fuego y cerca de la luna
nos recibió para mayor fortuna.»
Circe, mostrando sentimiento y pena
de ver que el griego Euríloco lloraba,
bañó la pura rosa y azucena
con perlas que a dos soles distilaba;
maldice a Troya, llama infame a Helena,
por quien sin culpa el mar peregrinaba
tan fuerte capitán, casado, ausente,
sujeto a todo fácil accidente.
Fingiendo, en fin, el pecho enternecido,
los manda regalar; las mesas ponen,
veneno en los manjares esparcido,
que de hierbas venéficas componen;
los cuidados, las armas y el vestido
los soldados famélicos deponen;
comen, hablan, blasonan, ríen, brindan,
hasta que al suéño la memoria rindan.
Euríloco, discreto, (como suele
el que mira pasar otro delante,
y cuando de su ciego error se duele,
retira el pie que le afirmó constante)
más quiere que la hambre le desvele
y que el duro cansancio le quebrante,
que no verse después tal que no pueda
volver con vida donde Ulises queda.
No bien sobre las mesas se caían
los griegos, ya de Baco satisfechos,
cuando de hirsutas pieles se vestían
las cervices, las manos y los pechos;
los unos elefantes parecían,
los otros ya reinocerontes hechos;
cuál tigre que engendró scítica Hircania,
y cuál león de la oriental Albania.
Mover quería Ericto la turbada
lengua, cuando cubrió flexible trompa
la boca descompuesta, y con la armada
frente, Elpenor no hay árbol que no rompa;
Dulinto fue a tomar su fuerte espada,
antes que transformándose interrompa
el racional distinto encanto fiero,
y con las uñas derribó el acero.
Quejarse quiso con acento humano
de tal crueldad el joven Antidoro,
de Ulises almirante en el mar cano,
cuyos labios cercaban hilos de oro;
mas con mugido fiero y inhumano
la rígida cerviz de airado toro
mostró feroz, y en una clara fuente
se vio las medias lunas de la frente,
del modo que, bañándose Dïana,
fugitivo, miró las ramas nuevas
en la plata del baño más cercana
el transformado príncipe de Tebas.
Quiriendo articular la voz humana,
Peneo vio (¡qué horror! ¡qué injustas pruebas!)
las armas de la infamia, a que se obliga
quien por buscar mujer halló enemiga.
No menos tú, belígero Atamante,
a quien dio nacimiento la Morea,
crítico de las musas arrogante,
viste tu hermosa forma en la más fea;
al animal más rudo semejante
Circe permite que tu imagen sea,
quedándote en aplauso vil plebeyo,
no el alma, la corteza de Apuleyo.
En un dragón alado se transforma
Alcidamente, bárbaro poeta,
sin agradarse Palas de su forma,
que era Palas científica y discreta;
un caballo feroz Tebandro informa,
que ni a espuela ni a freno se sujeta;
al extremo del monte alarga el paso,
que quiere de sus cumbres ser Pegaso.
Por burlarse de todo (puesto en duda
de Grecia si era Heráclito) Penteo,
en simio o cercopíteco se muda,
gracioso en gestos y en acciones feo;
Euríloco, pidiendo al cielo ayuda,
sale del monte al campo de Nereo,
y embarcado, agradece a su templanza,
que le libró de tan cruel mudanza.
Enternecido el hijo de Anticlea,
las manos alza a Júpiter divino;
llora de ver que tantos años sea
de Tetis naufragante peregrino;
que no llegue a la tierra que desea,
y que le niegue el vasto mar camino,
habiendo en tantos rumbos vueltas dado
al clima adusto, al frígido y templado.
En esta confusión, en este asombro,
a la tierra bajó la noche helada,
el manto desprendiéndose del hombro,
y la cara de nubes rebozada.
«¡Ay!, dijo, oh gran Mercurio, pues te nombro,
en toda acción mirándome inclinada
de trino tu retórica influencia,
por quien mi patria alaba mi elocuencia.
»Dame remedio en tanta desventura;
no permitas que deje los soldados
que perdonó la mar en la figura
de animales tan fieros transformados;
mejor será que tengan sepultura
con los demás argivos desdichados,
que no que el alma en tal fiereza oculten,
que alzar el rostro al cielo dificulten.
»Enseña la moral filosofía
que el hombre que jamás del bajo suelo
al cielo levantó la fantasía,
viviendo en pie para mirar al cielo,
es fiera que la Libia ardiente cría
en su arena abrasada, o en su hielo
Scitia feroz, sin que en su bien redunde
el alma racional que Dios le infunde.»
Abriendo entonces con dorada llave
el gran nieto de Atlante, el argicida,
la puerta celestial, tres veces ave,
en nube de oro y resplandor vestida,
sobre la gavia esclareció la nave,
cual suele exhalación cuando, encendida
después de tempestad, serena el cielo,
y retrató su luz el mar en hielo.
Y sacudiendo con la diestra mano
el dragón duplicado al caduceo,
con tierno afecto, con acento humano,
así fue de la mar celeste Orfeo:
«Gran hijo de Laertes, que el troyano
incendio priva, que del patrio Egeo
los puertos goces, tanto Venus llora
su ciudad en los ojos del aurora.
»No temas el rigor de los encantos
de la hija del Sol, ni el ver tus griegos
en varias formas de animales tantos
por los montes indómitos y ciegos;
toma esta hierba, que los cielos santos
penetraron tus lágrimas y ruegos;
que con ella podrás vencer la fiera,
Diómedes desta bárbara ribera.
»Aunque a la madre del troyano adoro,
dulce monstro de amor, parto de espumas,
no es lícito al valor de mi decoro
que en tu favor ingratitud presumas.»
Dijo; y alzando los coturnos de oro,
resplandecieron las talares plumas,
y la senda de luz al movimiento
hurtó a la vista poco a poco el viento.
Era la hierba de raíz redonda,
negra en color, de flor vistosa y blanca;
no hay veneno que della no se esconda,
pero con gran dificultad se arranca;
Circe espera que Ulises le responda;
la casa ofrece liberal y franca,
y de su amor, en viéndole, segura,
previene en el espejo la hermosura.
Riza el cabello, y en sortijas pone
pendientes mil diamantes, y la cara
al fingido jazmín fácil dispone,
agua confacionada, entonces clara;
después de pura rosa la compone,
densa en el medio, en los extremos rara,
y las cejas en arco a los despojos
previene con las flechas de los ojos.
Como en invierno suele añadir nieve
el deleite mortal al agua fría,
a la blancura que a los cielos debe,
Circe añadir la artificial porfía;
a la garganta cándida se atreve,
que los dientes lustrosos desafía
del más sabio animal, y de azucena,
teniéndola tan propia, viste ajena.
Hacen lo mismo con igual deseo
y ilustre adorno sus hermosas damas;
el ámbar vuelve el aire prado hibleo
con fácil nube en olorosas llamas;
prevenidas al joven Anticleo
las telas de oro y las bordadas camas,
y a vueltas el veneno, da licencia
que venga con su gente a su presencia.
Ulises deja al mar las blancas velas,
y más fingido que de Europa el toro,
la hierba prevenida a las cautelas,
a tierra sale con real decoro;
sobre dos toneletes o escarcelas
cota de tela azul y escamas de oro,
pendiente el manto desde el hombro al suelo,
y el atado laurel revuelto al pelo.
La espada en un tahalí, que tachonaban
ricos topacios y diamantes finos,
que la celeste eclíptica imitaban,
senda del sol por sus dorados sinos;
su venerable aspecto acompañaban
los griegos más famosos y más dinos,
Euríloco, Auriflor, Polidamante,
Filemo, Palamedes y Toante.
Todos caminan de esperanzas llenos
de hallar en Circe próspera ventura,
que no hay para sentir males ajenos
fe firme, limpio amor, lealtad segura;
Circe, aumentando luces y venenos,
y juntando al engaño la hermosura,
sale a la puerta, y, con fingidos lazos,
le recibe en los ojos y en los brazos.
Con blanca nieve, cuyo efeto es fuego,
tierna le ciñe la robusta mano,
por ver si fácil de la vista el griego
le entrega el pecho que conquista en vano;
discreto Ulises, con mayor sosiego
defiende el alma del primer tirano.
¡Ay de quien, necio, por la mano bebe
veneno ardiente en áspides de nieve!
Así le lleva por las altas salas,
de oro vestidas y pinturas bellas,
aumentando los ámbares y galas
lascivo resplandor en sus estrellas;
tiernos Cupidos las purpúreas alas
en torno mueven, y derriban dellas
las flechas encendidas sin efeto:
que era la hierba defensor secreto.
Y para que moviese, como suele,
lo imaginado más que la hermosura,
quiere que el sueño honesto le desvele
de los famosos cuadros la pintura;
mira la madre del Amor, que impele
corriendo el aire, y de la sangre pura
las hojas de la rosa agradecidas,
curando a los jazmines las heridas.
Adonis, río ya que al mar fenicio
de las faldas del Líbano deciende,
diestramente pintado, al ejercicio
del campo, no a la diosa, libre atiende;
con blando rostro, con piadoso oficio,
que persiga las fieras le defiende,
tan bella, que la rosa, con los celos,
ser lirio quiso, y lo pidió a los cielos.
En otra parte, el baño de Dïana
desnudas le mostró ninfas tan bellas,
que el indiano marfil, la tiria grana
no presumieran competir con ellas;
vestido blanda pluma, riza y cana,
el que lo está de sol, luna y estrellas,
engañaba de Leda la hermosura,
pero con más efeto la pintura.
Valiente cuadro, abriéndose los cielos,
la lluvia de oro espléndida enseñaba,
que a pesar de cuidados y desvelos
entró donde jamás de Amor la aljaba;
enfrente Egina los nevados hielos
al mentiroso fuego calentaba;
todo lo mira el griego, mas de un modo
la severa virtud lo vence todo.
Descansan en estrado que pudiera
ser el sitial del sol, y los soldados
con menos gravedad hacen esfera
a los rayos que miran eclipsados;
no tiempla a todos rígida y severa
la virtud de Catón, que están templados
en las leyes comunes. Y estos tales
convierte Circe en fieras y animales.
Sentado estaba el griego, y le tenía
Circe la mano diestra; mas la hermosa
presencia que miraba suspendía
la fuerza de la vara venenosa;
el encanto a los ojos remitía
arsénico mortal, flecha amorosa.
Indecisa se vio la esfinge o lamia:
que hechizos, si hay belleza, son infamia.
Pero viendo que el hijo de Laertes
no la miraba tierno, con la vara
que dio tan fiera causa a tantas muertes,
vencerle quiso, y al tocarle para.
El griego entonces con las manos fuertes
el golpe venenífero repara,
y sacando la espada, ardiente rayo,
cubrió sus ojos de mortal desmayo.
Pero animada del temor cobarde
(que hay ánimo también que es cobardía),
le ruega que la escuche y que la aguarde,
y el acero, con lágrimas, desvía;
de sus ruegos al fin vencido tarde,
como en la hierba mercurial confía,
paró el rigor: que nunca fue sangriento
el hombre de sutil entendimiento.
Circe promete al cielo, y interpone
la autoridad de su milesio hermano,
no hacerle agravio, y en la estatua pone
de Júpiter olímpico la mano.
Con esto mereció que la perdone
y que la mire con semblante humano;
y luego Amor, en dulces amistades,
con los brazos juntó las voluntades.
Sucede en esto, con aplauso y fiesta,
la artificiosa luz a la del día,
porque la noche tímida intempesta
con la sombra del monte el mar cubría.
La mesa y cena espléndida se apresta,
y entre tanto a la forma en que vivía
vuelve todo soldado, y las crueles
armas desnudan con las duras pieles.
Cual suele el que salió de algún cuidado
en que su loco error le tuvo asido,
contento, libre, alegre y admirado,
cobrar nueva razón, nuevo sentido;
desnudo de animal todo soldado,
está con los amigos divertido;
danse estrechos abrazos, y en la mesa
la memoria del mal trágica cesa.
Ya Baco enciende a Venus, ya los vasos
en los aparadores altos suenan,
ya los siervos, los platos y los pasos
de las salas los cóncavos atruenan;
refieren los alegres tristes casos;
unos dicen amores y otros cenan;
cuáles mirando están tantos tesoros,
cuáles oyen cantar distintos coros.
Ya mira Circe a Ulises sin recato,
(quien tierno mira blandamente ruega);
ya no responde el capitán ingrato,
que más concede quien de presto niega;
y puesto fin al opulento plato,
con altas voces, a la usanza griega,
himnos al alto Júpiter ensalzan,
agua previenen y las mesas alzan.
En rico estrado, sin guardar, se sientan,
lo que se debe a las honestas damas;
ellas, mirando, la hermosura aumentan,
y ellos de amor las encendidas llamas;
con privación los griegos se contentan,
y como suelen por las verdes ramas
las tórtolas gemir arrullos tiernos,
llaman breve esperar siglos eternos.
La noche estaba sin temor de Apolo,
y en el collar del Can resplandecía
la estrella más vecina a nuestro polo,
que airada entonces abrasaba el día;
cuando el astuto en las desdichas solo,
vencido del amor y la porfía
de Circe, que no hay cosa que no venza,
así su historia trágica comienza:
«Después de haber Agamenón vengado
la infame afrenta del troyano fiero,
no sé cuál dios, con nuestra gente airado,
vibró de su rigor el fuerte acero.
Yo, más que cuantos fueron, desdichado,
a la conquista, aunque al honor primero,
tales tormentas padecí, que admiro
cómo en articulada voz respiro.
»Contarte por extenso mis historias
sería loco error, Circe divina,
y revolver agora las memorias
y tragedias de un alma peregrina;
que como alegran las pasadas glorias,
a que el gusto mortal fácil se inclina,
le mueven a dolor penas presentes,
que se han de referir estando ausentes.
»Entre otras desventuras, con mis naves
y dulces compañeros llegué un día
a Lestrigonia, que entre peñas graves
del mar de Italia su defensa fía.
Aquí, gente cruel, si no lo sabes,
bárbara en todo, aunque con rey, vivía,
gigantes de estatura y de fiereza,
que dellos se admiró naturaleza.
»Antifates, su príncipe, excediendo
la gran proceridad del centimano,
era de aspecto furibundo, horrendo,
fuera del natural límite humano;
la hirsuta barba y el cabello, haciendo
feroz el rostro, entre bermejo y cano,
daban temor, a quien formaban lazos
dos ramas de laurel como dos brazos.
»De marítimas conchas guarnecido,
vestía un peto y espaldar, trabadas
con firmes puntas de metal bruñido,
de los reinocerontes imitadas;
desnudo el brazo, a la mitad vestido,
las piernas de coturnos, enlazadas
de correas de tigres y leones,
tachonadas de hebillas y botones.
»Por arma desigual un fuerte pino,
de sus menudas hojas despojado,
que parece que el monte le previno
por una verde línea dilatado.
Yo, triste y derrotado peregrino,
pacífico llegué como engañado;
dos soldados prevengo a la embajada,
con dos paveses y una antigua espada.
»Parten Cintio y Ladón con el presente,
pidiéndole licencia un nuevo Acates
para que tome tierra nuestra gente
con los primeros de la mar embates;
pero apenas la voz del griego siente,
cuando el gigante bárbaro Antifates
deja caer el pino, en quien impreso
quedó, revuelto en sangre, el cranio y seso.
»Apenas le miró que palpitando
estaba en el arena, cuando asiendo
de un brazo el cuerpo, se le fue arrancando
y con estruendo horrísono comiendo;
la sangre, de la boca distilando,
por la cerdosa barba discurriendo
entre calientes limos y pedazos,
le bañaba los pechos y los brazos.
»Suenan los cartilágines y suenan
los huesos con horribles estallidos,
como en el fuego la montaña atruenan
los ramos nuevamente divididos.
Viendo Ladón que, bárbaros, condenan
la ley de embajador en los rendidos,
antes que, como a Cintio, se la quite,
la vida al vuelo de los pies remite.
»Cual suele el irlandés perro animoso,
dividiendo las ondas que no bebe,
formar en ellas círculo espumoso,
mansas cristal y removidas nieve,
se arroja al agua el joven temeroso,
y en el cabello y ropa las embebe;
aborda, danle un cabo, y en la popa
sacude, antes de hablar, cabeza y ropa.
»Pero apenas refiere la fortuna
del mísero Ladón, cuando feroces
cercan la margen sin defensa alguna,
con armas que el furor ministra, y voces.
No suelen, espantados, por laguna,
cuando vimos los bárbaros atroces,
ánades por las cañas escondidas,
del águila voraz librar las vidas,
»como nosotros, viendo la fiereza
con que nos acometen los gigantes,
arrojándonos peñas, de grandeza
no vista, de los montes circunstantes;
levo la amarra con igual presteza,
las alas de los árboles volantes
al aire entrego, haciendo que las hayas,
azotando la mar, dejen las playas.
»Mas ellos en mis griegos compañeros,
cercando cuanto mira el horizonte,
intentan juntos con peñascos fieros
cubrir el mar y deshacer el monte;
allí quedaron muertos los primeros:
Lisandro, Alfeo, Pelias y Filonte,
capitanes de naves, que en diez años
sufrieron sobre Troya eternos daños.
»Como el furioso Alcides, revolviendo
el brazo en que tenía al desdichado
Licas, al mar le echó con grito horrendo,
sin alma por el aire levantado;
o como suele, círculos haciendo
del cáñamo tejido, en verde prado
disparar el pastor, porque se espante,
al ganado la piedra resonante;
»así del brazo un lestrigón despide
a Doricleo como fácil pluma,
que donde el agua túmida divide
las ondas penetró con breve espuma;
con su estatura prócera se mide
(porque el valor en el morir presuma)
Dulinto Acayo, y cuando más anhela,
no llega con la espada a la escarcela.
»Pero arrojóle con el pie de suerte,
que haciéndole pedazos las costillas,
iba tras él en círculos la muerte,
y le alcanzó del agua en las orillas.
Las naves de uno y otro encuentro fuerte
temblaban de las gavias a las quillas,
rechinaba la jarcia, y los extremos
mezclaban las entenas y los remos.
»Alargado a la mar, sin retirarme
más de lo que bastaba a no perderme,
si bien mil veces intenté arrojarme,
a no venir Penélope a tenerme;
mas della y de Telémaco acordarme
aun no sé si pudiera detenerme;
Palamedes bastó, que un grande amigo
es el mayor poder para conmigo.
»Y más cuando miré que por las ondas
iban algunos bárbaros gigantes,
que hasta los centros, que no alcanzan sondas,
sepultaban los griegos naufragantes;
no así en los ríos por las partes hondas
dejan pasar los cuerdos elefantes
los pequeños primero, antes que crezcan
las aguas con los grandes, y perezcan.
»Con griega sangre el vasto mar teñía
las algas de la bárbara ribera,
los juncos en corales convertía,
como si el tronco de Medusa fuera;
no escupe celestial artillería
más balas de granizo que la fiera
gente peñas al mar, que a la montaña
surtiendo el agua, los extremos baña.
»Así desafiada, con valiente
brazo suele tirar piedras o barras
con aplauso vulgar rústica gente,
como ellos peñas, troncos y pizarras;
el mar sembraban lastimosamente
jarcias, baupreses, gúmenas y amarras,
escudos, lanzas, armas y vestidos,
tiñendo el agua cuerpos divididos.
»Cuál saca la cabeza, medio vivo,
para cobrar aliento, pero en breve
se la sepulta el golpe ejecutivo,
y propia sangre entre las ondas bebe.
Aquí de aliento, ¡ay mísero!, me privo,
tanto el dolor mi sentimiento mueve;
pues ya que de la vida los despojan,
para comerlos a la mar se arrojan.
»Y como el fiero armado cocodrilo
se arroja de la margen egipciana
al pez o barca del fecundo Nilo,
al apuntar la cándida mañana;
entre las ondas, por el mismo estilo,
comen y beben carne y sangre humana,
haciendo que la mar su freno exceda,
como tan llena de los cuerpos queda.
»Decirte yo qué lágrimas vertía,
mirando las tragedias lastimosas,
era llegar al término en que el día
ríe en jazmines y amanece en rosas.
Dejé aquel mar, y la tristeza mía
aumentaba sus ondas procelosas,
sintiendo que dejaba con vil guerra
lo mejor de mi armada entre agua y tierra.
»Dos días no comí, pero al tercero,
persuadido de Albante y Clorinardo,
vencí con el sustento el dolor fiero,
y el triste fin de mi fortuna aguardo;
con la bonanza que jamás espero,
todo el velamen de las lonas pardo
doy al Favonio ocidental, y veo
que por jardines de cristal paseo.
»Trece veces había el sol vestido
de luz y claridad el polo opuesto,
y tantas por las ondas sumergido
con encendido círculo traspuesto,
cuando el piloto me llevó el oído
con voces de la tierra descompuesto,
cuyos celajes suspirando miro,
y, cuando más mi patria espero, expiro.
»Era parte del África, que tienen
los trópicos en medio, en dos gigantes
escollos defendida, que detienen
por el líbico mar los navegantes;
los que a Cartago fluctuando vienen,
temen su arena y olas arrogantes;
sirtes las llaman, pero, en fin, perdonan
mi nave entre las peñas que coronan.
»Hacía el mar unos profundos lagos,
recodos de su margen, y surgimos
por ellos, con temor de los estragos
que ya por tantas partes padecimos;
habitaban allí los lotofagos,
a quien licencia para entrar pedimos;
mas quedáronse allá Celio y Penteo,
ni volviendo a la nave ni al deseo.
»Yo entonces a morir me determino,
que ya la vida, ¡ oh Circe!, me cansaba;
desesperado, a la ciudad camino,
con arco persa y con pintada aljaba;
luego su rey a recibirme vino,
su rey, que Licofronte se llamaba;
todos con paz y amor me abrazan, todos
me muestran almas de diversos modos.
»Mas luego por mis tristes compañeros
pregunto con dolor, y ellos, sin pena,
depuestos con los mantos los aceros,
me los muestran dormidos en la arena.
“No somos, dicen, lestrigones fieros;
que esta tierra que veis, fértil y amena,
produce la ocasión que sueño infunde,
sin que otro daño al huésped le redunde.”
»Hay un árbol somnífero, nacido
en estos campos fértiles y sotos
de vacas, como el mirto revestido,
negro de ramas, a quien llaman lotos;
de tan süave fruto, que, comido,
quedan los extranjeros tan remotos
de su memoria y de su patria ausente,
que no vuelven a verla eternamente.
»Ninfa dicen que fue, ninfa africana,
aquel árbol primero, que temiendo
de un feo amante la traición villana,
rústico Apolo, que la fue siguiendo,
la forma, que primero tuvo, humana
en su corteza dura convirtiendo,
le dio su nombre; y fue de amor tributo:
que nazca de un desdén tan dulce el fruto...
»En fin, porque mis dulces compañeros
no comiesen también y se olvidasen,
despertando con voces los primeros,
eché un bando que todos se embarcasen.
Temí que las lisonjas, monstros fieros,
mis griegos detuviesen y engañasen;
que no los puede haber de mayor daño
que con dulces palabras dulce engaño.
»Con sólo el treo salgo poco a poco,
y en refrescando el viento doy las velas;
mas luego vuelve enfurecido y loco,
si en tantos males algún bien recelas.
¿Qué cielo ofendo? ¿Qué deidad provoco?
¿Á quién hicieron daño mis cautelas?
Que tal persecución sólo sería
de gran poder o gran desdicha mía.
»Mas ¿quién tan brevemente imaginara,
cuando parece que mi mal se alivia,
que el viento al mar de Italia me arrojara
desde la margen del que baña a Libia?
Donde el rigor de mi fortuna para,
donde imagino que el rigor entibia,
hallo vida y desdichas; que mi suerte
ya tiene por piedad darme la muerte.
»Levántase un espeso torbellino,
toldo previene al mar nube tronante,
cerrando por las olas el camino
con promontorios líquidos delante;
pálido trepa hasta la gavia Alcino,
suspenso por el cáñamo bramante:
“Amaina —dice—, amaina”, cuando mira
que se arma el Orïón de rayos de ira.
»Suspende sobre el agua el vil brumete
el cuerpo que aligera asido a un cable;
no güelga triza, troza o chafaldete,
todo trabaja en acto miserable;
las rojas hayas, que en las ondas mete
con firmes pies y con furor notable
el remero veloz, convierte en pluma,
y a costa del sudor levanta espuma.
»Las rocas altas huyo, aunque parezca
error de su firmeza dividirme,
que no hay con que el furor más encarezca
que con ver que me alejo de lo firme;
ya no hay amarra o cuerda que me ofrezca
remedio o fuerza en que poder asirme:
que a la furia del Euro yacen rotas
muras, brazas, filácigas y escotas.
»Dichoso aquel que al esconder, turbada,
la escura noche, tenebrosa y fría,
los diamantes, que a veces, descuidada,
con las manos del sol le roba el día,
despierta entre la cándida manada
al eco de su rústica armonía,
y desatando del redil la puerta,
la lleva a apacentar por senda incierta.
»Allí le ofrece el prado varias flores,
las puras fuentes el cristal deshecho,
y escucha de las aves los amores,
en el duro cayado puesto el pecho;
no las templadas cajas y atambores,
ni del aliento por el bronce estrecho
el aire transformado en voz tan viva,
que del sosiego u del honor le priva.
»¡Cuánto es mejor con restallar las hondas
recoger a la noche las ovejas,
que ver por las murallas y las rondas
sangrientas muertes, lastimosas quejas!
Prado es el mar, cuando espumosas ondas
retratan del ganado las guedejas;
mas no es cabaña una velera nave
que admite sueño ni sosiego sabe.
»La nuestra, con tan áspera tormenta,
ya no conoce rumbo por quien vaya;
ya en el fondo del mar nos aposenta,
ya como el alba las estrellas raya;
con altas olas túmido revienta,
y sólo es el morir última playa:
todo se rompe, todo se deshace,
y entre las jarcias la esperanza yace.
»El arrogante mar, nuevo Tifonte,
por escalas de espuma sube al polo,
para ser una vez del sol Faetonte,
de muchas que por él se esconde Apolo;
a la luna subió de monte en monte,
pero templóle con mirarle sólo
Venus su hija, que, con presto vuelo,
bajó a la tierra, serenando el cielo.
Prosigue Ulises su relación con los amores de Polifemo y Galatea, y lo que le sucedió hasta que salió de la isla
»Reina del mar Mediterráneo, mira
Sicilia a Italia por espacio breve,
que della a viva fuerza la retira,
y a sus montañas fértiles se atreve;
aquí por varias partes fuego espira
vestido un monte de perpetua nieve,
imagen natural de la hermosura,
alma de vivo fuego en aire pura.
»Por varias sendas, prados y caminos
corre Aretusa hermosa y diligente
al mar con los coturnos cristalinos,
por belleza deidad, por rigor fuente;
tocar parecen los celestes sinos
tres puntas en triángulo eminente
de Paquino, Peloro y Lilibeo,
prisiones del intrépido Tifeo.
»Aquí me trujo mi contraria suerte,
por donde mira la feroz Cartago,
a darme más desdicha y menos muerte
que pudo el lestrigón y el lotofago;
Venus entonces del rigor me advierte,
si puede ser, de mi fatal estrago,
y con sus rayos fúlgidos me guía
hasta el aurora del siguiente día.
»Veo una isla, de Sicilia enfrente,
de solos animales habitada,
y de algunos pastores, pobre gente,
que hay de Calabria allí breve jornada;
tiene fácil el puerto, y una fuente
de laureles y mirtos coronada,
que, dividida en diferentes venas,
adonde coge flores deja arenas.
»Sin aferrar las áncoras surgimos,
y por la verde y libre selva entramos,
revestida de yedras y racimos,
que formaban doseles de los ramos;
a los silbos y voces que le dimos
correspondientes ecos escuchamos:
que la repercusión de nuestro acento
al mar pudo dar alma y voz al viento.
»Cuando pobre pastor se nos presenta,
a quien pieles de cabras montesinas
el negro cuerpo adornan, que alimenta
el fruto de las rústicas encinas;
la griega gente, a su consuelo atenta,
conduce por los bosques y marinas,
donde los arcos y persianas flechas
quedaron de los tiros satisfechas.
»Los ciervos traen a cuestas los soldados;
abren, desuellan, parten, cortan, hienden
los verdes ramos, que en el fuego echados,
con el humor que lloran se defienden;
la carne espetan en los más delgados,
que, medio asada, envuelta en sangre, emprenden,
y Febo a ser antorcha del convite
sale por las espaldas de Anfitrite.
»Allí sobre la hierba parecía
que era lotos la caza que comieron,
cuando igualando el sol la sombra al día,
estas palabras sin rigor me oyeron:
“No perdamos, oh dulce compañía,
la memoria del mal, que nos trujeron
tristes hados aquí, ni descuidados
nos halle en ocio y sueño sepultados.
»”Sepamos a qué tierra nos conduce
la fortuna cruel, si bien entiendo
que un breve bien tan fácil os induce
a que olvidéis el mal que estáis sufriendo;
agua y sustento este lugar produce,
mas no para que en él viváis muriendo
tan lejos de la patria, en que tenemos
las dujces prendas que perdido habemos.”
»Entonces Tritolemo, que tenía
menos de Baco y más de entendimiento,
rogó al pastor que nos sirvió de guía
satisfaciese mi forzoso intento;
él, que la lengua dórica sabía,
por el silencio dio la voz al viento,
de suerte que aun suspensa en su corriente,
dejó también de mormurar la fuente.
»—No soy, como pensáis, famosos griegos,
pobre pastor, que soy también soldado;
yo vi la guerra y los troyanos fuegos,
a Hétor muerto, a Menelao vengado;
de Policena los humildes ruegos,
y a Pirro en sangre y en dolor bañado,
de su valor y edad hazañas feas,
y fugitivo con su padre a Eneas.
»Aquí me trujo vuestra misma estrella,
arrojado del mar y de un navío,
digo a Calabria, porque vivo en ella,
siendo Corinto nacimiento mío;
más ha de un lustro, ¡ oh griegos!, que por ella
llevo al invierno helado, al seco estío,
el ganado que veis; mirad si puedo
con lo que della sé poneros miedo.
»Esa vecina isla es Siracusa,
habitación de cíclopes gigantes,
gente sin ley, república confusa,
a los fieros bragmanes semejantes;
de las tirrenas ondas circunfusa,
parece que la cierran tres atlantes;
si bien nadie se atreve a su conquista;
que causa espanto, desde lejos vista.
ȃstos son los ministros de Vulcano,
que a Júpiter forjaban en su monte
los rayos, por quien hoy Briáreo tirano
yace en las negras aguas de Aqueronte.
De la Tierra y del Cielo soberano
dicen, que fueron hijos Harpes, Bronte,
Esterope y Piragmon el desnudo,
autor de la celada y el escudo.
»Pero de todos estos apartado,
vive en un alto monte Polifemo,
que, mirándole, no he determinado
cuál es el monte, y de mirarle temo;
que, puesto que se ve proporcionado,
la frente mide con su verde extremo;
tanto, que el monte de árboles se vale
sobre las peñas, porque no le iguale.
»Pero, por más que crezca, al fin le excede,
y es tal la pesadumbre de su exceso,
que se queja la mar de que no puede
dos montes sustentar de tanto peso;
no hay yedra que pared de muro enrede,
como la barba y el cabello espeso
el rostro y frente, en quien un ojo solo
imita al cielo mientras duerme Apolo.
»Un peine tiene, que de juntas cañas
hizo para igualarse las guedejas;
que a una ninfa cruel destas montañas
le dice enamorado tiernas quejas;
tanto, que entre unos lirios y espadañas,
escuchándole solas sus ovejas,
dicen que al son de su zampoña un día
estos rústicos versos le decía:
»—Oh más hermosa y dulce Galatea,
que entre las mimbres de la encella helada
cándida leche pura de Amaltea,
que en el cielo formó senda sagrada,
más blanca me pareces, aunque sea
de tus hermosas manos apretada;
que si quieren entrar en competencia,
de tu parte será la diferencia.
»Oh ninfa más hermosa que a mis ojos
las verdes cañas de alcacer que nace,
pasados del invierno los enojos,
cuando esta pura nieve el sol deshace;
blanco jazmín entre claveles rojos
menos a quien te mira satisface,
que tu boca amorosa cuando iguales
muestra la risa perlas y corales.
»El más temprano almendro, el más florido,
preludio de la dulce primavera,
entre cándido y nácar dividido,
no iguala, imita tu beldad primera.
Yo he visto de mastranzos guarnecido
este arroyuelo, que la mar espera;
mas no tienen olor, aunque pisados,
como tus miembros, de correr cansados.
»Si miro alguna cándida azucena,
se me acuerdan tus pies, cuando desnudos,
con breve estampa al campo y a la arena
no dejan senda de sus pasos mudos.
Sale una fuente en esta orilla amena,
jamás tocada de animales rudos,
y aquellos golpes con que vuelve arriba
me parecen tu risa fugitiva.
»Calle la flor azul del verde lino,
calle este monte, cuando vuelve Apolo
su nieve en plata en el ardiente sino,
que fue del griego Alcides triunfo sólo;
murmure este arroyuelo cristalino
del marfil de tus pies lidio Pactolo,
pues que, bañando en él mayor tesoro,
engendras perlas por arenas de oro.
»El vuelo vences de la limpia garza
cuando baja el azor, rayo de pluma,
en el olor, la flor de espino y zarza,
aunque de Venus el rosal presuma;
el pálido vallico y la gamarza
embista por abril, aunque consuma
tal vez el trigo, y desde lejos solas
en sangriento escuadrón las amapolas.
»Mirto pareces cuando estás sentada,
oh Galatea, en estos verdes llanos,
un cedro o cinamomo levantada,
y rayos de cristal tus blancas manos;
abierta en el otoño la granada
descubre aquel ejército de granos;
así mostrar a tornasoles sueles
en tu rostro jazmines y claveles.
»Como a la tarde en el celeste velo
reverbera tal vez el sol dorado,
y es cosa singular verde en el cielo,
así se ve en tus ojos retratado;
y ese verde color a mi desvelo
(aunque cielo en dos soles abreviado),
siendo el color que más la vista agrega,
hace efeto contrario, pues me ciega.
»Dos verdes almas, espirando fuego
en dos esferas negras, ¿qué me admiro
que un solo sol que tengo tengan ciego,
cuando las luces que me abrasan miro?
Oye, divino Júpiter, mi ruego,
que por los ojos del pastor suspiro,
custodia de tu vaca: que uno solo
mal puede ser Faetón de tanto Apolo.
»Oh más sabrosa ninfa, aunque eres fiera,
que dulce miel del líquido rocío
que de los vasos de la blanda cera
se distila al calor del seco estío!
Más bella vienes tú de la ribera
(cuán varia de color, firme de brío)
que el pintado escuadrón cuando al aurora
desnuda el campo y los panales dora.
»¿Qué becerrilla tierna más lozana
retoza en verde prado y hace amores
a la hierba, saltando tan liviana,
que apenas puede lastimar las flores,
como te vi pasar una mañana
entre aquestos laureles vencedores,
cogiendo aquí y allí destas orillas,
o ellas a ti, las blancas maravillas?
»Durmiendo estabas una siesta ardiente
al fresco desta fuente sonorosa,
y en tus mejillas rojas y en tu frente
me pareció el sudor rocío en rosa;
mas todo aqueste bien turbar consiente
tu condición, conmigo rigurosa,
amando un hombre indigno, amando un mozo
que apenas tiene la señal del bozo.
»Yo sí que tengo crespa barba y yerta,
como ha de ser en hombres belicosos,
de la color del sol, cuando despierta
entre rayos apenas luminosos;
pero la boca en ella descubierta,
cuyos labios, tan gruesos como hermosos,
descubren, si te ven, con blanda risa
más blancos dientes que el marfil de Orisa.
»Mas tú, cruel, que por matarme tienes
gusto de amar un joven delicado,
con poco honor de tu hermosura, vienes
a verle por el monte, selva y prado;
con él desde el aurora te entretienes,
pues luego que la mira el sol dorado,
dejas el mar, y por decirle amores,
desprecias el coral y pisas flores.
»Si yo te quiero hablar así, te enojas,
que apenas llego a verte, cuando, airada,
desde la blanca playa al mar te arrojas,
de círculos de plata coronada;
pero, con ser tan fieras mis congojas,
al cortar de las aguas, ninfa amada,
templan la furia a mis celosas iras
las perlas que, arrojándote, me tiras.
»S¡ canta ese rapaz, sutil parece
su voz de grillo negro en verde trigo;
la lira que le adorna y desvanece,
sierra en nogal, tan desigual conmigo;
mi voz los altos montes estremece,
y asombra el mar, de mi dolor testigo,
donde me escuchan, con sus ninfas bellas,
los peces igualmente y las estrellas.
»Querer con mi grandeza y hermosura
sus partes competir afeminadas,
era igualar al sol la sombra escura,
supuesto que de mi jamás te agradas.
Diga el cristal de aquesta fuente pura,
cuando estaban las ondas sosegadas,
si pudiera ser yo con poco aviso
más disculpado que lo fue Narciso.
»Compite en igualdad conmigo en vano
el más alto ciprés, el mayor pino;
puedo alcanzar estrellas con la mano,
y sacarte del mar, si al mar la inclino;
que cuando viene el sol del orbe indiano,
primero que a este monte convecino,
me toca a mí, y al irse al ocidente
se parte con la sombra de mi frente.
»Si me estimaras tú, si me quisieras,
hermosa Galatea, cuanto ingrata,
¡qué regalos de mí, qué amor tuvieras!
Que vale más amor que el oro y plata.
¡Qué huertas tengo yo, si tú las vieras!
Y en ellas un manzano, que retrata
tus pechos en su fruto, y en sus flores
de tu divina cara las colores.
»No lejos de mi cueva se levanta
un pomposo nogal, a cuya sombra
mil ovejas sestean, porque es tanta,
que hasta la margen de la mar asombra.
Tengo la fruta de una verde planta
que sabe amar, alfónsigo se nombra;
sin hembra no produce y triste muere:
que sin sentir su semejante quiere.
»Guardado tengo un limpio canastillo
de conservados nísperos y serbas,
y antes que llueva, el pálido membrillo,
para que dure, entre olorosas hierbas;
mánchase en oro un cándido novillo,
que si por estos montes le reservas,
tendrás un toro que les dé codicia
a las damas de Creta y de Fenicia.
»Cogidos en los ásperos inviernos
dentro en su cueva tenebrosa y fría,
dos osos tengo, que retozan tiernos,
atados a la puerta de la mía;
pero mis males, que ya juzgo eternos,
mis regalos, mis ansias y porfía,
¿cómo podrán vencer tantos desdenes,
cuando otro amor entre los brazos tienes?
»Más conforme parece mi deseo
con tu valor que el de pastor ninguno,
si eres hija de Tetis y Nereo,
y yo del rey del mar, del gran Neptuno;
mas, pues tan firme y áspera te veo,
que no me queda ya remedio alguno,
yo mataré tu gusto, Galatea,
aunque te pierda, aunque jamás te vea.
»Mordiéndose los picos una siesta,
prevenían sus hijos dos torcaces,
y dije yo: “¡Qué dulce vida es ésta,
cuando celos y amor confirman paces!”
Mas pardo gavilán el vuelo apresta,
abre las puntas corvas y voraces,
mata el esposo arrullador, y digo:
“Lo mismo haré con Acis y contigo.”
»No fue vana amenaza, pues un día
que este pastor en su regazo estaba,
al tiempo que el Aurora se reía,
y pensaban las flores que lloraba,
Polifemo, que al valle decendía,
alzó una peña que la mar bañaba;
Acis corrió; mas era, ¡oh triste caso!,
cien pasos suyos del gigante un paso.
»Rompióse por el aire la gran peña,
y alcanzóle de tantas una parte,
aunque a sus manos y furor pequeña,
tal que las sienes le penetra y parte.
Cayó como la blanca flor de alheña
al sol ardiente, o al furor de Marte
opuesta vida, y expiró en el viento:
así fue el golpe rígido y violento.
»Volvióse luego en líquido rocío,
y poco a poco fueron sus despojos
formando arroyos, que el lugar sombrío
cubrieron de cristales y de enojos;
porque, si no se transformara en río,
le hiciera Galatea de sus ojos;
puesto que fue después su llanto ausente
del río aumento y de sus aguas fuente.
»“Acis —decía la nayade hermosa—,
puesto que lloro tu infelice suerte,
más siento que por mí la rigurosa
mano de un monstro vengativo y fuerte,
como derriba el sol la fresca rosa,
te marchitaste en brazos de la muerte,
quitándote la vida, que en la mía
por forma y por primera acción vivía.
»“¡Oh fiero monstro! Si lo son los celos,
tú lo debes de ser contra mi olvido,
tú lo debes de ser; tú, que los cielos
ningún monstro mayor han producido!
¡Oh, quieran que jamás sus puros velos
tus verdes prados en abril florido
cubran de hierba, ni sus mansas lluvias
tus blancas eras con espigas rubias!
»“Envidioso pastor, de ponzoñosas
hierbas siembre el arroyo y la corriente
que beben tus ovejas, y de rosas
de adelfa, para ti la mejor fuente:
las que tú quieres más, las más hermosas
rabioso lobo emprenda y ensangriente,
y cuando más esta montaña asombres
te mate el más astuto de los hombres.
»“Acis, contigo se acabó mi vida,
aunque soy inmortal, pues con tu muerte
el alma, que en los dos estaba unida,
se divide, se parte y se divierte;
mas no porque la tuya se divida
dejará mi memoria de quererte:
que imprime amor la tuya con mis quejas
en la mitad del alma que me dejas.
»“Ya no saldré del mar, como solía,
al regalado son de tus amores,
ni estos prados verán estampa mía,
de ramos de coral fingiendo flores;
ni yo la margen desta fuente fría:
que en vez de sus cristales y colores,
viviré las arenas más escuras,
en soledad de tus estrellas puras.”
»En tanto que estas cosas refería
el perdido soldado, oh Circe hermosa,
retrataba mi libre fantasía
del gigante la imagen portentosa;
deseos tan ardientes me encendía,
que apenas de Titán la amada esposa
salió otra vez y descansó mi gente,
cuando me fuerzan que buscarle intente.
»Parto a la isla con favor del viento,
y sin amaina, vira ni zaborda,
con silencio, valor y atrevimiento
mi nave con sus árboles aborda;
entre laureles, que de ciento en ciento
formaban una selva muda y sorda,
me ofrece su espantoso frontispicio
un natural y rústico edificio.
»Entonces yo, que siempre por lo astuto
de notables peligros me he librado,
hago cargar un cuero del tributo
al dios de los racimos dedicado;
era tan fuerte y parecido fruto
a Ismaro fértil, en que fue criado,
que derribara al hombre más valiente
con sólo que le asiera de la frente.
»Entramos poco a poco por la cueva,
de donde el fiero dueño ausente estaba,
donde hallamos también por orden nueva
la hacienda de pastor en que trataba:
en tablas que con alta cuerda eleva
de diez en diez los quesos que guardaba,
con más labores de tejidas mimbres
que tienen los follajes de los timbres.
»Los vasos que corriendo estaban suero,
los barreños labrados y los tarros,
donde la leche se ordeñó primero,
las esteras, encellas y los jarros,
no se pudiera el aparato entero
mudar con mulas en sonantes carros;
que no vio a Polifemo ni oyó el nombre
el que llamó pequeño mundo al hombre.
»Tenía los corderos divididos,
los tiernos cabritillos apartados,
y en más abrigo los recién nacidos,
como de más calor necesitados;
mis compañeros, menos atrevidos,
aunque en igual fortuna ejercitados,
me rogaron que luego me partiese,
robándole de allí cuanto pudiese.
»Mas yo, que tantas cosas visto había,
no queriendo perder la más famosa,
hago que enciendan fuego, porque el día
bañó el ocaso de color de rosa;
sentados a cenar con osadía,
estremeció la cueva tenebrosa
con silbos el pastor, y habiendo entrado
en nosotros el miedo, entró el ganado.
»Derriba un haz de mal partidos ramos
de la dura cerviz, y luego cierra
con peña tan inmensa, que temblamos,
y se espantó pariéndola la tierra;
hacia la escuridad nos retiramos,
pero él nos siente, y prevenido a guerra,
“¿Quién sois, ladrones? —dice—. ¿Qué fortuna
os trujo aquí, si hay en mi daño alguna?”
»“Griegos —respondo yo—, gran semideo,
desde Troya perdidos y arrojados
por alta mar, que Agamenón atreo
a su venganza nos llevó soldados.”
“Ver vuestra nave —respondió— deseo,
y los despojos de que vais honrados.”
Mas yo, que le entendí, le digo: “¡Ay triste!
la que lienzo vistió, nácares viste.
»“Que por haber a Troya destruido
Sinón con el caballo durateo,
arrastrado al gran Hétor, y teñido
a Andrómaca de humor sangriento y feo,
los dioses, Polifemo, han permitido
que al pie del siciliano Lilibeo
se rompiese la nave, y sus riberas
sepultasen de Troya las banderas.
»“Mas tú, temiendo a Júpiter, que ampara
los huéspedes y dio muerte a Diomedes,
honra de algún presente a quien tu cara
merece ver, porque en su gracia quedes.”
Él dijo entonces: “Ignorante, para,
para, y estima que mirarme puedes:
yo no temo los dioses, que a ninguno
respeto debe el hijo de Neptuno”.
»Diciendo así, frenético arrebata
dos tristes compañeros, y de suerte
el golpe con la tierra los maltrata,
que nuestras caras salpicó su muerte;
con ellos el estómago dilata,
cruje el hueso más sólido y más fuerte,
y hartándose de leche, no pequeño
lugar ocupa, y se remite al sueño.
»Yo entonces, que le vi sacar del pecho
el aire, en los pulmones detenido,
saqué la espada, en lágrimas deshecho;
mas fui de Orontes délfico advertido,
pues era hacer sepulcro más estrecho
matarle entonces u dejarle herido,
tiniendo un escuadrón fuerza pequeña
para poder aligerar la peña.
»Pasó la escura noche, detenida
en este miedo más que en su tardanza,
cuando el aurora entró de luz vestida,
mas no vino con ella la esperanza;
que levantado el bárbaro homicida,
dio principio a su rústica labranza,
ordeñó sus ovejas, y vacías,
puso a las madres las balantes crías.
»Luego otros dos soldados rinde al suelo
con tremendo estallido, y almorzando
voraz la carne, sale al claro cielo,
el ganado solícito guiando;
y de que no me huyese, con recelo,
el peñasco a la cueva acomodando,
como si fuera fácil puerta en quicio,
por verdes selvas prosiguió su oficio.
»Yo, triste, la venganza imaginando,
hálleme cerca un gran bastón de oliva,
de que una braza o poco más cortando,
hice una aguda punta en lo de arriba,
tostóle bien al fuego, y ocultando
la muerte que esperaba ejecutiva,
hice elección de cuatro compañeros,
que me ayudasen a los golpes fieros.
»El sol, de su carrera desmayado,
cayóse en el cristal del mar Tirreno,
y el héspero planeta levantado
el aire puro esclareció sereno;
cuando a la cueva entró con su ganado,
las ubres llenas del herbaje ameno,
cerró la puerta, y alargó la mano
al tracio Floro y al arcadio Albano.
»Yo entonces de aquel vino colmo un vaso
y le digo atrevido desta suerte:
“¿Cuál hombre, ni de estancia ni de paso,
querrá venir desde su tierra a verte?
Los dioses mueva tan horrendo caso
como ofrecer a la violenta muerte
los inocentes huéspedes, y tomen
venganza de hombres que los hombres comen.”
»Mas, como suele perro que otro mira,
cuando la presa entre los dientes tiene,
que con envidia dél, ladra y suspira,
crujiendo un hueso, para mí se viene;
alzo la taza por templar su ira,
y la color del vino le detiene
con el olor que al gusto le fue grato,
o ya fuese la vista o el olfato.
»Bebió, y alzando la robusta frente,
dio muestras del contento que sentía,
y me pidió otra vez, que, diligente,
le di con humildad y cortesía;
y di jome: “Licor tan excelente
parece dulce néctar y ambrosía;
el vino de Sicilia, aunque es süave,
es inferior, oh griego, al de tu nave.
»“Un don te quiero dar por este gusto;
dime tu nombre, que por bien tan grande
te mataré el postrero: que es injusto
que a la razón el apetito mande”.
Yo dije: “Si es honor de un varón justo
que liberal con peregrinos ande,
Baucis y Filemón te dan ejemplo,
que de los dioses huéspedes contemplo.
»“Mira con la piedad que los lavaron
los pies, y aquel panal sabroso dieron,
con que tanto a los dioses obligaron,
que sacerdotes de su templo fueron;
inmortales en árboles quedaron,
que de la muerte el tránsito no vieron;
pero quien trata mal a un noble amigo
presto verá de su maldad castigo.”
»Esto decía yo, cuando turbados
los ojos y la boca retorcida,
al suelo dio los miembros dilatados,
la cabeza fantástica dormida.
“Ninguno —dije— soy, destos soldados
ya capitán en Troya destruida,
ninguno me llamó mi padre en Grecia,
si no eres tú, ninguno me desprecia.”
»“Ninguno -—replicó (casi trabada
la lengua)—, ¡qué placer, qué bien me has hecho!
Mucho, ¡oh ninguno, este licor me agrada;
en mi vida me vi tan satisfecho.”
Aquí perdió la voz, aquí turbada
volvía el aire ambiente al ronco pecho;
y así, cuando otra vez le despedía,
el vino por la barba difundía.
»Entonces puse el leño al mismo fuego,
porque se calentase, y avisando
mis cuatro compañeros, parto luego,
si te digo verdad, todos temblando;
las túnicas le paso, y dejo ciego,
a la dura membrana penetrando,
que toma su principio del celebro,
y los nervios y músculos le quiebro.
»Las manos echa al leño dando voces,
y de los huesos con furor le saca;
crece el rigor con ansias tan atroces,
que le vimos morder la fiera estaca.
Acudieron los cíclopes feroces,
porque en toda la noche no se aplaca;
y todos a la puerta, en que se juntan,
la causa de las voces le preguntan.
»“¿Quién te ha herido? —le dicen—. ¿Quién ha sido
la causa de tus voces, Polifemo?
Que por toda la mar no se ha sentido
ligera vela ni pintado remo.”
“Ninguno me mató, Ninguno —herido
responde a su querido Tepolemo—,
Ninguno fue, porque ninguno hubiera
que más astuto que Ninguno fuera.”
»“Duerme —responden—, si te hirió Ninguno,
que ninguno pudiera hacerte ofensa.”
Todos se parten, sin que entienda alguno
que fui el Ninguno que el gigante piensa.
Con esto el hijo del feroz Neptuno
de la puerta quitó la peña inmensa,
porque atentando las paredes iba,
y a un lado de la cueva la derriba.
»Sentóse en medio y el ganado llama,
porque atentando los que van saliendo,
cogiese aquel Ninguno que desama,
los oídos y el tacto previniendo.
Pensé yo el hecho entonces de más fama
que han referido historias, eligiendo
los mayores carneros, y que hacían
escobas de la lana que vestían;
»de tres en tres los ato, y pongo en medio
un compañero atado de tal suerte,
que no pueda atentarlos, y remedio
el peligro forzoso de la muerte.
¿Cuándo se vio ciudad en duro asedio
con enemigo tan airado y fuerte?
Pues salir o morir era preciso,
antes que a los demás les diese aviso.
»Coronada de flores, la mañana
asomó por un monte la cabeza,
teñido el puro rostro en nieve y grana,
aunque esperada con igual tristeza.
Salió el ganado, y en la crespa lana
las manos ocultaba su fiereza,
examinando a todos pelo a pelo:
mas nadie ofende a quien defiende el cielo.
»Yo, que escogido un gran camero había,
y en su grandeza y lana vida espero,
que un toro de seis años parecía,
salir quise de todos el postrero;
asióle, y conocióle en que tenía
el vellón y grandeza que refiero;
y llorando sin ojos, con prolijo
razonamiento estas palabras dijo:
»“Querido manso mío, que criado
fuistes a blanca sal de vuestro dueño,
¿cómo el postrero sois de mi ganado,
cual suele el que es más débil y pequeño?
¿Sentís, por dicha, el miserable estado
en que el griego furor, rendido al sueño,
puso quien os crió y amaba tanto?
Troquemos mi razón a vuestro llanto.
»”Agua me falta, ya lo véis, pues vierto,
en vez de tiernas lágrimas, un río
de humor sangriento, y que abrazar no acierto
vuestro cuerpo, que fue regalo mío.
Paréceme que estáis más crespo y yerto,
y que al campo salís con menos brío:
la esquila y el collar os han quitado
de piel de tigre y de metal dorado.
»“¡Qué lozano os vi yo por esta puerta,
de mi ganado capitán famoso,
el alba apenas cándida despierta,
barriendo flores por el valle umbroso!
Agora con el sol purpúreo abierta,
desmayado salís y perezoso;
que, como no escucháis mi voz sonora,
en la noche que estoy no veis aurora.
»“¿Quién primero que vos por las orillas
destos arroyos los dejó afeitados
de blancas y doradas manzanillas
con el hocico y dientes afilados?
¿Quién primero que vos las campanillas
rojas y azules de los verdes prados?
¿Quién los tomillos, retozando a saltos,
por los repechos de los montes altos?
»“¿Sentís el verme aquí morir rendido
por la maldad de aquel traidor Ninguno?
¡Ay, si para mostrármele escondido
hubiera en vos entendimiento alguno!
Quitóme con engaños el sentido:
rindióse a Baco el hijo de Neptuno;
eran contrarios y se hicieron guerra:
bebí mi muerte y abracé la tierra.
»“Mas no se ha ido, no, que aun verle espero
sembrar los sesos como algún soldado
que de sustento me sirvió postrero,
tan mal comido como bien vengado.
¿Adónde, adonde estás, Ninguno fiero?
¿Adónde estás, Ninguno desdichado?
Hoy morirás, cruel giganticida,
que hasta darte la muerte espero vida.”
»Dijo; y dejó salir el manso, y luego
que yo me vi apartar lo que bastaba
del arrogante monstro airado y ciego,
dejé el lugar donde escondido estaba;
con mis soldados a la nave llego,
que escondida en las peñas me esperaba,
llevando por delante del ganado
lo más lucido, que embarqué forzado.
»Lloraron mis soldados de alegría,
y luego, por los muertos, de tristeza,
que engendra en tanto mal la compañía
más tierno amor, más ansia y más firmeza.
Ya se esforzaba el sol dorando el día,
y sacando del agua la cabeza,
cuando vuelan los remos como plumas,
y del cerúleo mar surten espumas.
»En viendo yo por alta mar la nave,
cuanto bastó para escuchar mis voces,
“¡Oh Polifemo —digo—, oh huésped grave,
mi voz escucha si mi voz conoces;
mira si castigar Júpiter sabe
los pecados de bárbaros atroces,
pues por comer la noble gente amiga
con tan horrible pena te castiga!
»“¿Eras el que sus rayos no temías?
¿Eras el que arrogante blasonabas?
¿A un hombre como yo matar querías,
y de los altos dioses blasfemabas?
Mira si fueron necias tus porfías,
mira con el poder que te burlabas,
que por hacerla en tu soberbia fiera,
te ha muerto con un rayo de madera.
»“Para Encélados fuertes y Tifontes
toma Júpiter rayos de Vulcano,
para el fuerte valor de Oromedontes
toma la llama trífida en la mano;
para ti, que eres fiera destos montes,
rayo de oliva fue mostrarse humano;
de roble se le dieran las montañas,
tan duro como fueron tus entrañas.”
»Oyendo aquesto, airado se levanta,
y con hórridas voces al mar viene;
los animales de la selva espanta,
y los arroyos líquidos detiene;
pone en la playa la disforme planta,
de una mina de mármoles previene
un gran peñasco, y tan feroz le arroja,
que la cara del sol retira y moja.
»Tan cerca dio la peña de la nave,
que creciendo las aguas, vino a tierra,
las ondas abre, y con el peso grave
en las arenas fáciles se entierra.
Turbado pido un remo; el cielo sabe
que en cuanto la fortuna me destierra,
peligro no temí como el que digo;
en fin la aparto; y en hablar prosigo.
»Detiénenme mis fuertes compañeros,
mas no aprovecha el ruego a la venganza,
vuelvo a decir: “Si alguno de los fieros
cíclopes antes de morir te alcanza,
o por ventura llegan extranjeros,
por fortuna de mar o por bonanza,
y quisieren saber quién fue el valiente
cuyo valor te penetró la frente,
»“Ulises soy, aquel varón famoso,
el hijo de Laertes y Anticlea,
de Itaca señor, y dulce esposo
de Penélope casta, semidea.
En las troyanas guerras animoso,
coronado me vio la luz febea
dos lustros por hazañas inauditas,
que en la inmortalidad quedan escritas.
»“Tan elocuente soy, y tan sutiles
mis argumentos dulces, y razones,
que destas armas del divino Aquiles
me adorno entre magnánimos varones;
no he castigado tus hazañas viles
con armados y fuertes escuadrones;
con sola industria fue: que tu fiereza
excede la común naturaleza.”
»“¡Ay triste! —con la voz trémula dijo—,
que esta desdicha muchos años antes
Tepolemo, mi amigo, me predijo:
mas ¿quién pensara engaños semejantes?
Alguna parca airada me maldijo
por humillar mis fuerzas arrogantes,
pues ese Ulises no pensé que fuera
hombre tan vil, ni que a traición viniera.
»“¿Quién pensara que fuera tu estatura
tan desigual, y que por tal camino
me vinieras a dar muerte tan dura,
vencido de la fuerza de aquel vino?
Morir a manos yo fuera ventura
de un hombre fuerte, de mi muerte dino,
que no viniera de traiciones lleno
con aquel aromático veneno.
»“Mas, vuelve, Ulises, vuelve, vuelve, amigo;
tu industria alabo y tu valor venero;
nueva amistad y paz haré contigo,
darte, por huésped, un presente quiero;
no pienso yo que hicieras tú conmigo
esta crueldad si habláramos primero:
que la vida también de quien la ofende
por natural derecho se defiende.
»“Mi padre, el gran Neptuno, tiene imperio
en todo el mar que vienes navegando,
desde que Menelao el adulterio
vengó de Paris, su ciudad postrando;
para que salgas del distrito hesperio,
y te pueda llevar céfiro blando
a Grecia libre y a tus dulces griegos,
le venceré con amorosos ruegos.”
»“Admírame —respondo— tu inorancia,
fiero devorador de humana gente;
que ya no son engaños de importancia,
por más que tu grosero ingenio intente;
aquí pienso que estoy breve distancia
de tu furor y espíritu impaciente;
quisiera haberte muerto, y que tu grave
cabeza fuera lastre de mi nave."
»Desatinado entonces, dijo alzando
las manos: “Oh Neptuno, oh padre mío,
oh gran muro del mundo, que cercando
siempre le estás con tu elemento frío;
si soy tu sangre, y si te acuerdas cuando
(que suele amor pasar de Lete el río)
la amabas tiernamente, oye mi ruego
por el incendio de tu dulce fuego.
»“No llegue, si es posible, a salvamento
este griego traidor, ni goce y vea
a su casta Penélope, y el viento
contrario siempre a sus intentos sea.”
Luego arrancó de su nativo asiento,
ayudando a la fuerza gigantea
la ira, un gran peñasco, y con furioso
golpe rompió otra vez el mar undoso.
»Nosotros, casi muertos, y de espuma
y agua las jarcias, que bañó, cubiertas,
la nave hicimos, con los remos, pluma,
y escribimos al mar letras inciertas;
temiendo la cruel frígida bruma.
adonde son las tempestades ciertas,
porque si al Capricornio el sol llegaba,
el solsticio vernal amenazaba.
»Dimos priesa a los remos, y llegamos
a la isla del rey Eolo Hipota,
donde los vientos en prisión hallamos,
que cuando quiere esparce y alborota;
allí todas las jarcias renovamos,
de la menor filáciga a la escota:
tal nos dejó la nave Polifemo
de la popa al bauprés, del lienzo al remo.»
Pide Ulises a Circe licencia; parte a la isla Cimeria; baja al infierno con Palamedes, donde Tiresias le cuenta lo que le ha de suceder hasta que llegue a su casa
Ya llamaba el Aurora en los cristales
del palacio de Circe, y los herían
los rayos de su padre transversales,
con cuya nueva luz resplandecían;
cuando acabó sus lástimas fatales,
que los ojos a lágrimas movían,
sin que pudiese hallar lugar el sueño,
con ser de cuanto vive entonces dueño.
Así nos mueve a admiración y espanto
un caso extraño y triste la memoria,
así provoca a compasión y llanto
una nueva y cruel trágica historia;
lasciva Circe, presumió, entre tanto,
tan larga pena reducir a gloria,
del capitán prudente enamorada,
más atenta a su ingenio que a su espada.
Miraba su persona honesta y grave,
de su cuerpo la ilustre compostura,
la dulce lengua y el mirar süave,
del ánimo interior firme hermosura;
la valentía de dejar su nave
entre escollos del mar a la ventura,
la industria de vencer peligros tales,
tal vez contra las iras celestiales.
Era Ulises un hombre bien formado,
de cuerpo no muy alto, aunque fornido,
de músculos y nervios relevado,
copioso de cabello y esparcido;
moreno de color, algo tostado,
pero no le salió del patrio nido:
que en los trabajos no hay color segura,
que harán mudanza en una piedra dura.
Los ojos eran negros y las cejas
gruesas y en arco, largas las pestañas,
la voz sonora y grave, dulce en quejas,
que moviera las ásperas montañas;
la lengua y las entrañas tan parejas,
que en la lengua se vieran las entrañas,
pero también astuto en ocasiones,
que no es defeto en ínclitos varones.
Sufrido en los trabajos y fortunas,
elocuente, sagaz, determinado,
y tan dichoso y próspero en algunas,
como en ponerse en ellas desdichado,
corrido habían ya dos nuevas lunas
su rápido, veloz curso, argentado,
y él firme honestamente defendía
la lealtad que a Penélope debía.
Circe solicitaba el mal nacido
fuego de su lascivo pensamiento,
diligencias que hubieran divertido
el más firme de amor conocimiento;
mas puestas a la vista y al oído
contra el combate de su loco intento
las guardas del respeto y del recato,
ni ella fue vitoriosa ni él ingrato.
No escuchó tan exento Otavïano
a la bella Cleopatra, que temía
por la excelencia del valor romano,
integridad de tanta monarquía,
como Ulises a Circe, a cuya mano
su vida o muerte remitido había:
lealtad notable de un marido ausente,
pero también debida justamente.
Bien es verdad que corre diferencia
muy distinta en los dos; que el hombre nace
libre al honor, mas no es correspondencia
de amor la que no paga y satisface;
quien dice que le olvida larga ausencia
y que el tiempo le muda y le deshace
poco sabe de amor; que amor no olvida,
si no hay agravio que venganza pida.
Ama dichosamente, amada esposa
de un marido leal, y el que quisiere,
juzgue por su bajeza licenciosa,
ni estime lo que amó ni ausente espere;
aunque esté en el amor Venus ociosa,
tan grande fuerza la razón adquiere,
que se puede querer sin su deseo,
y porque yo lo sé también lo creo.
Gusto tiene vulgar, muy poca parte
dio su amor a su corto entendimiento,
quien con el apetito injusto parte
el alma de su dulce pensamiento;
no es quien ignora deste amor el arte
filósofo platónico; mas siento
que no es para cualquiera fantasía
tan nueva y celestial filosofía.
Conviene el apetito sensitivo
con cualquiera animal generalmente
del odio u del amor aprehensivo,
movido del objeto exteriormente;
pero aquel celestial intelectivo
con nuestro entendimiento solamente
sólo el hombre le tiene, cuyo oficio
la virtud ama y aborrece el vicio.
Y como lo que tiene conveniencia
o no la tiene, el sensitivo ignora,
esta del hombre superior potencia
en esfera más alta vive y mora.
Conoce el animal la diferencia
por lo que del sentido le enamora,
que por la estimativa y fantasía,
al bien se acerca, al daño se desvía.
Mas el que tiene al mismo entendimiento
por luz de sus acciones, del sentido,
con la razón aparta el sentimiento
de lo indigno de ser apetecido;
acción de lo que entiende es pensamiento
de aqueste entendimiento bien nacido:
que para cosas de tan bajo nombre
ser animal también le basta al hombre.
Tú sabes que es verdad, oh claro objeto
deste, cual es, entendimiento mío,
y que no tengo a esta pasión sujeto
(sino sólo a tu amor) el albedrío;
tan alta causa es digna deste efeto,
de cuanto no es amarte me desvío,
pues no es virtud, que amor que a eterno aspira
la hermosura del alma atiende y mira.
Oírte hablar, amar tu compañía,
conocer tu virtud honesta y grave,
son centro de mi amor, filosofía
que con mayor edad se adquiere y sabe.
Mas ¿dónde me llevó la fantasía
dilatado en materia tan süave?
Circe dio la ocasión, luego es su efeto
parte que procedió del mismo objeto.
Amaba Circe a Ulises; no tenía
correspondencia Amor, faltaba Anteros,
sin quien poco se aumenta, aunque se cría,
sin pasar de los términos primeros.
¡Con cuánta diferencia sucedía
en sus ya descansados compañeros!
Todos amaron, y por varios modos
sujeto de su amor hallaron todos.
Amó a Dórida Antímaco, mancebo
en el extremo de su edad florida,
cuando se suele ver con poco cebo
a todo amor la voluntad rendida;
a Nicandra, bellísima, Corebo,
natural de Micenas, y a Deifrida,
el valiente Filemo, hijo de Antandro;
a Lisis, Timo; a Nísida, Alejandro.
Los verdes ojos de Neofile hermosa
enlazaron el alma de Toante,
capitán de la nave más famosa
que vio el tridente en todo el mar de Atlante;
rindió toda su fuerza belicosa
a la bella Antiflor Polidamante;
que donde estaba Circe, Ulises sólo
se pudiera librar de polo a polo.
Dilataba las hebras del cabello,
que fue del sol envidia y competencia,
por el marfil del más hermoso cuello,
que tuvo con la nieve diferencia,
Fílida al viento, cuyo rostro bello
pudiera más con menos diligencia,
y fueron dulces y amorosas redes
del acates de Ulises, Palamedes.
Aunque con poca edad, con alto ingenio
y no menos donaire y hermosura,
rindió la hermosa Andrómeda a Partenio,
mozo de honesta y grave compostura;
y aunque en edad mayor, Lisandro, armenio,
a la süave voz, a la dulzura,
a la belleza de Amarilis bella,
sirena de aquel mar, del cielo estrella.
A los Campos Elísios parecían
los palacios de Circe semejantes;
de dos en dos la soledad vivían
que dio la antigüedad a los amantes;
ya por las fuentes, que cristal corrían,
penetrando los montes circunstantes,
ya ribera del mar, donde la nave
ni teme el viento ni del dueño sabe.
Solos Circe y Ulises monte y prado
habitaban con gusto diferente;
ella le sigue triste, él huye airado;
ella celosa llora, él muere ausente;
ella siente el desprecio, y él, turbado,
la desengaña, astuto y elocuente;
mas que no bastan las palabras creo,
remitido a las obras el deseo.
Salía Circe al mar tan cuidadosa,
que cerca de las aguas parecía,
tocándole la espuma bulliciosa,
Venus, que dellas, cándida, nacía.
Como se suele abrir pimpollo en rosa,
primera risa del luciente día,
cuando en las hojas sus cristales bebe,
así mezclaba el nácar en la nieve.
Tal vez en una barca defendida
del rayo de su padre, que bajaba
más presto al mar por verla, y guarnecida
de tapetes, que el agua codiciaba,
los desdenes de Ulises atrevida
con lascivo mirar solicitaba,
por ver si hallaba su amorosa guerra
más dicha por el agua que en la tierra.
Severo el griego a Circe entretenía,
tan cortés y galán como discreto.
¡Ay del amor pagado en cortesía!
Que no quiere el amor tanto respeto.
Los infernales dioses maldecía,
desesperada Circe, en lo secreto
del alma, viendo su poder burlado
de un hombre vivo, en hielo retratado.
Si en la caza tal vez, última prueba,
quedaban de sus damas divididos,
nunca de Eneas codició la cueva
ni a Venus le pidió rayos fingidos.
Resistencia al amor única y nueva.
Que enfrenar la virtud a los sentidos
en tan dulce pasión es un ejemplo
digno de eterno bronce, fama y templo.
Vengado estaba Amor, y justamente,
del fuerte hechizo que su fuego infama,
porque forzar a amar violentamente
ni es gloria del Amor ni amor se llama;
si no nace el amor por accidente,
o por conocimiento de quien ama
los méritos y partes del objeto,
¿cómo puede llamarse amor perfeto?
Amor es una estrella ardiente, viva
(dejando en su lugar el albedrío),
virtud entre dos almas unitiva,
que nunca amó desdén ni vio desvío.
Amor que de los cielos se deriva
su legítimo reino y señorío,
ése es amor, y más si casto adora
belleza que del cielo le enamora.
Yo prometí, Señor, que cantaría
la resistencia de un varón prudente,
cuyo valor divino le desvía
que amor lascivo divertirle intente;
ya por esta moral filosofía
se ve el ejemplo y la virtud presente
de quien, jamás amado y perseguido,
la patria celestial puso en olvido.
Mirad, Guzmán heroico, a quien el arte
labró el diamante de ese ingenio ilustre,
que puede a Venus resistirse Marte
sin que las armas y el valor deslustre.
La porción superior, la excelsa parte,
del alma luz, de las potencias lustre,
la razón soberana, es gran delito
que la sujete el cuerpo al apetito.
Vence, famoso griego, y date prisa,
que has de venir a España belicosa,
que ya por sus celajes te divisa
la ciudad de tu nombre generosa;
también mi patria desde aquí te avisa,
puesto que digan que Ocno y Manto hermosa
fundaron a Madrid, que si ellos fueron,
contigo, oh claro príncipe, vinieron.
Las armas del dragón que Madrid tiene,
por quien Viseria el griego la llamaba,
de las banderas de tu patria viene,
que Agamenón a Troya las llevaba;
mas parece que a entrambos nos detiene
Circe, que tu valor solicitaba.
Dichosa tú, Penélope, y dichoso
quien fue de tal mujer tan casto esposo.
No quedó hierba ni conjuro alguno
que los fieros espíritus llamase,
ni cerco sobre el campo de Neptuno,
o que la luna en él retrogradase,
que con apremio fiero y importuno
no hiciese, no buscase, no intentase;
y así decía al mar, al monte, al viento,
vencida deste loco pensamiento:
«Dulce pasión de amor, dulce homicida
de un tierno corazón, ¿por qué me matas,
si a quien me obligas que remedio pida,
aun las palabras ha tenido ingratas?
Si no puedes con hierbas ser vencida,
¿para qué por las venas te dilatas?
Que para tan helada resistencia
ni bastan la hermosura ni la ciencia.
»¿Qué peregrino hubiera regalado
mujer como yo soy, que ingrato fuera,
llegando con su nave destrozado,
sin velas, al favor de mi ribera?
¿Soy lotofago o lestrigón airado?
¿Devoré por ventura, aunque pudiera,
como el hijo del mar, sus compañeros?
¿Fui alguno yo de los tróyanos fieros?
»¿Maté a Protosilao? ¿Quité la vida,
como Hétor, a Patroclo generoso,
o como Paris, que habitaba en Ida,
quité el honor a Menelao famoso?
¿Fui, como Helena, incasta y fementida
al lecho conyugal del noble esposo?
¿Soy Clitemnestra yo? ¿Cuándo me ha visto
matando a Agamenón y amando a Egisto?
»¿En mí quieres vengar, injusto griego,
el deshonor de Grecia desdichada?
¿Soy Troya, Ulises, que me pones fuego?
¿Qué pretendes de mí, Grecia vengada?
Plega a los cielos que se rinda luego
Penélope, de amor solicitada;
que tú eres la mujer, pues en su ausencia
desprecia tu valor mi resistencia.
»De vuestros capitanes y soldados
han hecho en vuestra ausencia las mujeres
agravios nunca vistos ni pensados,
y tú, siendo varón, ¿ser firme quieres?
Cuantos griegos trujiste, enamorados
están de mis criadas; solo eres
quien no permite, en condición tan dura,
que pueda entrar mi amor ni mi hermosura.
»Fieras habemos visto, con el trato,
tal vez siendo la especie diferente,
amarse y aun casarse; mas tú, ingrato,
ni aun fiera quieres ser, que alguna siente.
Xo fue Eneas ansí. Mas ¿cómo trato
de un ejemplo tan vil? ¡Ay! Nunca intente
amarme tu crueldad. Si has de dejarme,
mejor es no quererme que burlarme.
»Mas aunque tú me pongas en olvido,
¿para qué quiero, ¡ay Dios!, que no me quieras,
pues no faltará espada, como a Dido,
para matarme yo cuanto te fueras?
Que ser de ti querida hubiera sido
tan grande bien, aunque después te huyeras,
que me fuera la muerte mejor vida
que verme de tu amor aborrecida.»
Esto decía Circe; pero en vano
daba quejas al viento, que era Ulises
más bueno para huésped que el troyano,
aunque le alabe la piedad de Anquises.
Ven, pues, oh capitán, que el lusitano
valor aguarda que sus puertos pises,
y a quien de ti murmura desengaña
de lo que debe a tu principio España.
Del vellocino de Jasón dorado
a los peces de plata que escondieron
la dulce Venus y el Amor vendado,
cuando en la orilla de Éufrates huyeron,
corrió el amante del laurel sagrado,
en tanto que los griegos estuvieron
en la isla de Circe, en tanto olvido
de las memorias de su patrio nido.
Era ya la sazón en que se vía
el arco austral de la corona hermoso,
que con sus cuatro estrellas difundía
los rayos de su imperio luminoso;
cuando Filemo, acayo, que tenía
celos de Palantedes belicoso,
por no atreverse a desnudar la espada,
a Ulises dijo con la lengua airada:
«¿Hasta cuándo presumes, fuerte griego,
de la patria vivir tan olvidado?
Años ha ya, desde el troyano fuego,
que vives por los mares desterrado.
¿Es posible que tienes por sosiego
tan triste, injusto y miserable estado,
vencido de una hermosa encantadora,
que te lleva a la muerte de hora en hora?
»Conozco tu virtud y resistencia,
pero no lo dirá después la fama;
que la conformidad y la asistencia,
aunque sin obras, la opinión disfama.
¿Qué puede prometer tan larga ausencia
de tu querida esposa, que te llama?
Mira que la memoria con los años
se rinde fácilmente a los engaños.
»No digo yo que no eres tú dichoso
entre cuantos ausentes no lo han sido;
mas para la inquietud de ser celoso
basta el temor, si no es agravio olvido.
Repara en que Telémaco amoroso
apenas puede haberte conocido;
déjale, Ulises, que te llame padre,
como esposo Penélope, su madre.
»El peligro también, si alguno intenta
decir que ya eres muerto, con engaño,
y la fama del mal, que siempre aumenta
las nuevas que han de ser para más daño;
cuando no surta en deshonor y afrenta,
alegando la fama al desengaño,
podrá casarse, y ocupar tu cama
varón de más presencia y menos fama.
»¿Qué quieres de nosotros, desdichados,
por tanta tierra y tanto mar perdidos?
Ya muertos de Antifates anegados,
ya de un gigante bárbaro comidos;
no todos hallaremos, bien casados,
los lechos despreciados defendidos
cuando dichoso tú la patria pises:
no son todas Penélopes, Ulises.
»Alguno podrá ser que halle en su casa
hermanos de sus hijos, sin ser suyos,
cuya memoria imaginada abrasa,
de que seguros vivirán los tuyos;
bien sabes tú lo que en ausencias pasa;
no permitas hallar, sin saber cúyos,
parientes de los hijos tan cercanos,
que no seas padre, y ellos sean hermanos.
»Vuelve a la patria, y deja el ocio infame
desta hechicera vil y sus conjuros,
aunque presa de amor provoque y llame
contra ti los espíritus impuros.
No quieras que otro invierno airado brame
el cierzo aquilonal entre sus muros;
que bien podrás vencer con tu prudencia
su amor, si no es fatal su resistencia.»
Ulises, conociendo que Filemo
le aconsejaba bien, aunque ignoraba
que eran celos de Lisis, que en extremo
desde el instante que la vio la amaba;
de Antifates cruel y Polifemo
el peligro menor imaginaba
que estar de Circe en la prisión cautivo,
muerto a la fama, y a la infamia vivo.
Entró luego en la cuadra en que dormía,
que no la resistieron las criadas,
que aunque era novedad, no era osadía:
así todas estaban enseñadas.
Abrió los ojos Circe, tuvo el día
más sol, más oro, y viéronse adornadas
las cortinas de luz resplandeciente,
como al nacer del sol el rojo oriente.
Circe tenía en el marfil un velo
transparente y sutil, que descubría
nieve animada, como muestra el suelo
con arena de plata fuente fría.
Tal suele puro arroyo a medio hielo,
que por nevados mármoles corría,
las anchas mangas descubrían los brazos:
todo prisión de amor, redes y lazos.
La garganta bellísima coronan
los tesoros del Sur, que afrenta fueran
de los que tanto de Cleopatra abonan
la hazaña, que otras plumas vituperan;
los cabellos undívagos perdonan
(como eran rizos, como soles eran)
el adorno al diamante, que, distinta,
los prende junto al cuello breve cinta.
«Qué quieres —dijo—, dulce ingrato mío?
¿Por dicha tu desdén mudó semblante?
¿Rindióse ya tu desdeñoso brío?
¿Labró mi sangre tu feroz diamante?
Si ya cesó el rigor de tu desvío,
no desconfíe despreciado amante;
pues yo te tengo, cuando tal estuve,
que ni aun señales de esperanza tuve.»
Diciendo así, los blancos brazos luego
extiende al cuello de su amado ingrato;
mas, detenidos, suspendióse al ruego
de Ulises, retirada a más recato.
«No vengo —dijo— de amoroso fuego
vencido, oh Circe, ni por largo trato,
ni por obligación a tu hermosura,
donde no hubiera libertad segura.
»Yo te amo con aquel conocimiento
que debo a tu belleza soberana
y a tu divino y claro entendimiento,
indigno de admitir pasión humana;
eres hija del Sol, que vive exento
de toda mancha y opresión tirana;
en ti sus limpios rayos acrisola,
que por hija del Sol te llaman sola.
»Piedad me trae de mis tristes griegos,
que lloran por la patria desterrados,
desde que vieron en los teucros fuegos
de Troya los penates abrasados;
pidiéronme con lágrimas y ruegos,
de sus hijos y esposas obligados,
que te pidiese esta licencia justa,
Circe, si tu deidad no se disgusta.
»Ya sabes mis trabajos, ya mis penas,
ya mis destierros te conté, señora,
por puertos de tan bárbaras arenas,
que ni las peina el mar, ni el sol las dora;
cuando rompió de Troya las almenas
la máquina de Palas vencedora
debiera yo morir; que, aborrecida,
es larga muerte dilatar la vida.
»Cuando en el vientre horrísono estuvimos
del preñado caballo cien soldados,
como suelen estar en los racimos
los granos ya maduros apretados,
la fiera lanza de Laocón sentimos
y sonando los árboles dorados,
dio tan cerca de mí, que si pasara,
la vida, que desprecio, me quitara.
»Faltárale sujeto a la Fortuna
para lucir sin mí, si allí muriera;
yo descansara sin ofensa alguna,
y ella la fama que le di perdiera;
hallara yo de tantas muertes una
que dulce fin a mis trabajos diera:
pues no hay rigor, señora, más airado
que hacer vivir por fuerza un desdichado.
»¿Qué penas faltan ya para matarme?
¿Qué agravios, qué rigor para ofenderme?
¿Qué enemigo ha dejado de probarme?
¿Qué amigo se ha olvidado de venderme?
Penélope, cansada de aguardarme,
con esperanza de mis brazos duerme;
pero, cuando es tan larga la esperanza,
sucede a gran firmeza gran mudanza.
«Sábeslo tú, divina esposa mía,
sábeslo tú, que nunca te hice ofensa.
¡Oh, quién pudiera aquel tan dulce día
llevarte para hablar en mi defensa!
Que si tu gran valor no me desvía
desta firmeza y voluntad inmensa,
¿adónde hallara yo mejor testigo,
pues con tan casto amor viví contigo?
»Si tu hermosura, Circe, si tus ojos,
rayos de amor, gastando tantas flechas,
sólo tienen del alma los despojos,
donde tal vez sin cuerpo me sospechas;
si tus regalos ya, si tus enojos,
y obligación de las mercedes hechas
no han podido mudar mi pensamiento,
serán para Penélope argumento.
»Finalmente se aumenta mi deseo
con celos de mi honor, si bien segura
su castidad en mi firmeza veo
contra todo el poder de tu hermosura;
pero en el tiempo que estas cosas creo,
también conozco que si tanto dura
mi peregrino error, podrá, vencida,
decir que el tiempo cuanto pasa olvida.
»De treinta años no más salí de Grecia;
ya de cuarenta volveré a mi casa;
edad que ni se busca ni desprecia,
y es la mejor que por la vida pasa.
Penélope no pienses tú que es necia,
ni que le dio naturaleza escasa,
en hermosura grande, corto ingenio;
que la dotó de más ilustre genio.
»De veinte años quedó, que es la florida
primavera apacible de los años;
ya tendrá treinta, edad para querida
más tierna y dulce, y sin temor de engaños
que suelen en la aurora de la vida
tener desdenes bárbaros y extraños:
ni saben querer bien hasta que llegan
a edad que sienten, celan, lloran, ruegan.
»Aguardar a las canas no es cordura,
ni el oro que saqué volver en plata;
que aunque es para querer la más segura,
no siempre amor seguridades trata.
Pues buscar en ajena compostura
la tinta que la verde edad retrata,
no pienso, Circe, ni aun pensaren ello,
que no quiero engañarla en un cabello.
»Permíteme que vea el hijo mío,
de cuya ausencia nace mi tristeza;
que en tu piedad, si no en tu amor, confío,
efeto que nació de la nobleza.
Tu ciencia no ha forzado mi albedrío,
lo que mejor pudiera tu belleza;
pues ¿qué aguardas de mí, que ausente muero,
y no te quiero, Circe, porque quiero?
»Oh clara hija del mejor planeta,
da lugar a mi gente que en la playa
aderece la nave, que, sujeta
al fácil viento, por las ondas vaya;
en pocas horas quedará perfeta
de blancas velas y de remos de haya,
y saldrá con tus armas y tu nombre,
que espante el mar y que la tierra asombre.
»Mi partida es forzosa; que bien sabes
que, si pudiera yo, no me partiera;
trabajos, dicen, que me esperan graves;
quien te llega a perder ninguno espera.
De Ténedos salí con siete naves,
y apenas una truje a tu ribera;
si me dejas partir amante ingrato,
no por lo menos huésped de mal trato.»
«Oh cruel —le responde (que el semblante
mudó con el enojo la hermosura)—,
astuto en ser traidor, no en ser amante,
¡qué bien has castigado mi locura!
Alma tienes de indómito diamante,
no forma sustancial, materia dura;
pues mientras más te labra mi paciencia,
menos puede limar tu resistencia.
»Ventura fue que no me la hayas dado,
porque es diamante, y diérame veneno,
aunque en el pecho hubieras acabado
este amor inmortal, de engaños lleno.
Vete, y primero que Neptuno airado
muestre a tu nave su zafir sereno,
en duro escollo se te rompa, y sea
donde, aunque muera yo, morir te vea.
»Si amaron las deidades, si pasiones
de amor padece Amor, si Amor alcanza
donde no peregrinas impresiones,
a todas ruego que me den venganza.
Mira, cruel, que en ocasión me pones,
perdida de tus brazos la esperanza,
de desear, por verme aborrecida,
estar sin alma porque estés sin vida.
»¿Es posible, cruel, que no respondas
a tanta fe siquiera con engaño,
que el cuerpo en piedra, el alma en hielo escondas
a mi abrasado amor después de un año?
Veniste aquí, desprecio de las ondas,
propio traidor y peregrino extraño,
arrojado del agua, y en mi celo
hallaste más piedad que en tierra y cielo.
»Trujiste el alma que esta deuda niega
apenas en el pecho que resuelves
a tal crueldad, y con tu gente griega
cargado de almas a tu patria vuelves.
¿Qué estrella, qué deidad, qué amor te ciega,
que tantos lazos de amistad disuelves?
¿De qué contrariedad, de qué aspereza
nacieron tu crueldad y mi firmeza?»
Esto decía Circe, y como hacía
efetos de mujer desesperada,
la nieve de los brazos descubría,
artificiosamente descuidada.
El griego, no mirando lo que vía,
entre las olas fluctuando nada.
Quien no se ha visto en tan confuso abismo
no sabe qué es guardarse de sí mismo.
«Decís —prosigue con mayor locura—,
si amáis alguna vez, que os hechizamos;
agora el desengaño os asegura,
pues veis que de vosotros lo quedamos;
el trato puede más que la hermosura;
con él, cuando lo estáis, os obligamos;
no a ti, que entre los hombres peregrino,
eres mortal con proceder divino.
»Que ninguna mujer servirme vea,
que se queje de amor ni indigno trato,
y que yo sola desdichada sea;
¿de qué tienes el alma, griego ingrato?
Oh padre, oh sol, ¿quién ha de haber que crea
que soy tu hija yo ni tu retrato?
Pero si di veneno al rey, mi esposo,
venganzas son del cielo riguroso.»
Diciendo ansí con míseros efetos,
dejó caer el rostro entre las manos
del griego capitán, que los afetos
en la patria del alma siente humanos.
Las lágrimas, prisión de los discretos,
y a los que no lo son, lazos tiranos,
imprimieron en él tanta clemencia,
que casi se turbó la resistencia.
Descomponerse quiso la armonía
de las potencias con piadoso intento,
mas a la voluntad, que se rendía,
le dio la mano el cuerdo entendimiento;
y díjole más tierno que solía,
con más vivo dolor y sentimiento:
«No permitas, señora, que al partirme,
tú dejes de ser sol, yo, ausente, firme.
»Ni yo partiera bien ni tú quedaras,
si Amor a lo que puede nos rindiera;
mas de verme partir te lastimaras,
mas de verte quedar morirme viera;
donde no tiene Amor prendas tan caras,
ni el alma teme ni el temor espera:
que donde quedan libres las memorias,
ni sienten penas ni imaginan glorias.
»Mucho quisiera yo, si yo pudiera
ser tuyo, oh sol, del sol efeto hermoso;
tu esposo fuera yo si libre fuera,
y fuera digno como fui dichoso.
Bien sabes que Penélope me espera
con fe de amante y con lealtad de esposo.
¡Plugiera a Dios que el alma, dividida,
se pudiera partir como la vida!»
Las manos le besaba el elocuente
griego, que Circe en lágrimas bañaba,
cuyo licor, como veneno ardiente,
el alma por los dedos le abrasaba;
que el dedo al Corazón correspondiente
el encanto amoroso que lloraba,
al de diamante, que vencer quería,
por las venas y arterias conducía.
«¡Ay! —le replica Circe (lastimada
de tantas arrogancias y desprecios)—,
amar un alma donde no es amada,
más es de desdichados que de necios;
no harás, ingrato Ulises, tu jornada,
si estiman dioses los humanos precios;
que yo, con inauditos sacrificios,
para tenerte, los tendré propicios.»
«Dejarte, dijo Ulises, despreciada,
fuera habiendo engañado tu hermosura;
yo siempre te serví desengañada
de aquesta voluntad honesta y pura;
ingrata has sido tú, pues siendo amada
con esta noble y grave compostura,
dando lugar al exterior sentido,
quieres amor que está sujeto a olvido.
»El que yo con el alma te prometo
es amor inmortal, amor tan casto,
que tiene al mismo cielo por objeto,
como la tierra el que es amor incasto.
Es un amor tan cándido y perfeto,
que en su virtud a defenderme basto
de tu hermosura humana, con que ha sido
este divino amor encarecido.»
«Ya te conozco yo —Circe responde—,
y conozco también vuestras verdades;
todo es fácil si amáis; todo se esconde;
todo, si no queréis, dificultades.»
«Esto, replica Ulises, corresponde
a las debidas del amor lealtades.
No puedo más. Permíteme, señora,
ver en el agua la primera aurora.
»Por tu querido padre, así le veas
medir los tiempos infinitos años
antes de ver las márgenes leteas,
sin sentir los efetos de sus daños;
por los silvestres dioses, por las deas,
que habitan selvas y refrescan baños,
que nos dejes partir, tras tanta guerra
de tierra y mar, a nuestra amada tierra.»
Lloraba el griego venerable, y tanto
movió de Circe el pecho, que le dijo:
«No quiera, oh capitán, Júpiter santo
que dure más destierro tan prolijo;
parte, y consuela de tu gente el llanto;
advirtiendo primero que predijo
mayor desdicha el hado a tus fortunas,
porque aun te faltan de sufrir algunas.
»Para saberlas, y saber qué estado
tienen tus cosas, bajarás primero
al reino de Plutón, dejando atado,
Hércules nuevo, el rígido Cerbero.
“Tiresias, finalmente, consultado,
dando licencia Radamanto fiero,
te dirá los sucesos que te esperan;
que yo quisiera que felices fueran.»
Lloraba Ulises, viendo que faltaban
más penas que sufrir, mayores males;
que ya mortales hombros no bastaban
fiara oponerse a desventuras tales.
En fin, le preguntó que, pues bajaban
a tal lugar sin muerte los mortales,
le dijese por dónde u de qué modo;
y ella, amorosa, le informó de todo.
Vistióse de oro y nácar, y un vestido
dio a Ulises sobre azul de tersa plata:
ella a la hermosa madre de Cupido,
y él a Marte belígero retrata.
Ya suena la partida, ya el olvido
los fuertes lazos del amor desata
a los alegres griegos de los cuellos,
y ellas, mirando el mar, lloran por ellos.
Cubre de aljófar cándido rocío
los claveles de Dórida, llorando,
como al primero albor líquido y frío
se mira entre las hojas relumbrando.
«¿En fin te vas, ingrato dueño mío?»,
a Antímaco le dice suspirando;
y él responde sin lengua a sus enojos,
poniéndose las manos en los ojos.
Fílida hermosa, tiernamente asida
del fuerte Palamedes, también llora;
pero él tiene los ojos en Deifrida,
que por Filemo de secreto adora.
Filemo, que dio causa a la partida,
de celos en ausencia se mejora:
que donde para celos no hay paciencia,
de los dos males es menor la ausencia.
Andrómeda, que ya parece tanto
a la que atada al mar en alta roca
dio principio a sus perlas con su llanto,
las de la playa a lágrimas provoca.
Neofile, de Toante asiendo el manto,
esmalta los corales de la boca
de los tiernos diamantes que corrían,
por ver si el llanto y voz le detenían.
Con blancas manos cuello y pecho enlaza
de Alejandro también Nísida bella,
y si jamás la olvida, la amenaza
con que Circe sabrá volver por ella;
Lisis a Timo dulcemente abraza,
porque quedaba retratado en ella;
que, como temen que volver no puedan,
algunos que se van también se quedan.
Llora Antiflor; Polidamante siente
con más rigor la fuerza en la partida,
y Amarilis, discreta tiernamente,
no quiere que Partenio se despida.
La isla queda sola, Amor ausente,
donde no ha de volver dicen que olvida.
No soy testigo yo; que no se atreve
su fuego a penetrar mi helada nieve.
Tendida sobre el agua entre alga y nea,
calafetean la olvidada nave,
a los árboles dan nueva librea,
y ya la estrena el céfiro süave;
ya grita la zaloma, ya vocea,
ya siente el cano mar el peso grave,
ya suena mal conforme a las estrellas,
en ellos la alegría, el llanto en ellas.
Ara líquida sal la fuerte quilla
con los pinos y abetos de Tesalia;
ocupa con la aguja la alta silla,
lauro ya diestro en todo el mar de Italia.
No estaban una legua de la orilla,
cuando apenas tocando la sandalia
de Circe el agua, por la blanca espuma
cual cisne pasa sin mover la pluma.
Ata un cordero negro y una oveja
a la mesana, y entre dientes habla;
temblando Ulises, proseguir la deja,
y ella sus rombos mágicos entabla.
Vuélvese al mar, y cuanto más se aleja,
más vivos se descubren en la tabla
los caracteres rojos que escribía,
turbando esta tristeza su alegría.
«Más trabajos nos faltan, compañeros,
Ulises dice; no penséis que vamos
con velas y con remos tan ligeros
a la querida patria que esperamos.
Los reinos de Plutón, los reinos fieros
de Radamanto y Minos conquistamos;
que consultar me manda mi destino
el alma de Tiresias, adivino.»
Aquí todo placer prorrumpe en llanto,
y como van contentos y seguros
de los trabajos que sufrieron tanto,
por los pasados lloran los futuros.
Cerca una isla con horrible espanto,
helado el mar, entre peñascos duros,
de los fieros cimerios habitada,
digna de tales hombres tal morada.
Siempre cubierta de tiniebla escura,
en negro horror caliginoso yace,
donde ni fuente cristalina y pura,
ni flor de buen olor produce y nace,
ni Filomena canta en su espesura,
ni brama toro ni cordero pace;
húyela el sol, y apenas amanece,
cuando se cubre el rostro y anochece.
A la diestra del Ponto está sentada,
no lejos de su Bósforo, en la nieve,
de quien eternamente coronada,
frías el sol exhalaciones bebe.
Aquí llegó la nave descansada,
que con soplo veloz céfiro mueve,
y de cipreses lúgubres cubierto,
halló entre peñas por la costa el puerto.
Saltan en tierra Ulises el prudente
y el belicoso Palamedes, cuando
desde las puertas del rosado oriente
estaba el Sol a Dafne contemplando.
Ulises, a la mágica obediente,
con la espada belígera cavando
la madre universal, al sacrificio
previene el agua y el piadoso oficio.
Hecho a las sombras, de los manes fríos
alrededor oyó tristes clamores,
que daban en los cóncavos vacíos,
viéndose de la luz habitadores.
Luego buscó los infernales ríos,
en cuya margen vio sierpes por flores,
por árboles también espinos secos,
y le dieron terror los tristes ecos.
Aquí, donde lloró cantando Orfeo,
a quien las liras trágicas imitan,
y templaron su pena en su deseo
las almas que en eterna noche habitan;
privado ya del resplandor febeo,
sin que lugar las sombras le permitan,
llegó el astuto Ulises por un monte
que se mira, sin verse, en Aqueronte.
Desotra parte, en una parda peña,
que de cárdeno moho le servía,
el tostado y nervioso cuerpo enseña
fiero Caronte, que a dormir yacía;
de sucio lienzo túnica pequeña,
parte adornaba y parte descubría
la cana barba casi azul pendiente,
con mil arrugas por la negra frente.
Culebra parda, cuando al sol se enrosca,
parece el fiero monstro, que al rüido
de humana planta tímida se embosca.
Así era el cuerpo infame, así el vestido,
y así también por la corteza tosca
a círculos estaba dividido,
mostrando tal fiereza el pardo bulto,
como suele cadáver insepulto.
Intrépido, le llama, y él desata
la horrible barca, a una cadena asida
de un seco tronco, y a los palos ata
dos viejos remos de haya carcomida.
No dividen cristal ni azotan plata;
que la turbia corriente removida
en negras ondas encrespó las aguas
que tiempla el hierro a las ardientes fraguas.
Apenas en la margen contrapuesta
aborda, y mira los valientes griegos,
cuando les dice (y la partida apresta,
brotando llamas de los ojos ciegos):
«¿Qué presunción, qué libertad es ésta,
donde las amenazas ni los ruegos
tienen lugar? Volved, volved, humanos,
a la luz de los cielos soberanos.»
«Detente —le responde el elocuente
duque de Grecia—, oh gran Caronte, y mira
que la hija del Sol resplandeciente,
Circe, cuya hermosura y ciencia admira,
no con soberbia y ánimo impaciente,
como el esposo entró de Deyanira,
nos envía a saber futuros casos
del gran Tiresias con humildes pasos.
»Acosta el barco sin temor; que llevas
a Ulises y al valiente Palamedes,
no al gran Teseo, al Hércules de Tebas,
de quien agora recelarte puedes.»
«Ya tengo —dijo— de vosotros nuevas.»
«Pues ¿por qué —replicó— no me concedes
el paso libre al tártaro profundo,
si por desdichas peregrino el mundo?»
«Tengo —replica— en la memoria vivo
el duro estrago del tebano fiero;
rompió este muro eterno, y vengativo
ató las tres gargantas del Cerbero;
quiso robar a Proserpina, altivo,
y volverla otra vez al hemisfero
que baña el sol, huyendo sus injurias
las Euménides, Górgonas y Furias.»
Valióse el griego allí de su elocuencia,
y tanto pudo, que acostó la barca,
y después de prolija resistencia,
donde almas embarcó, cuerpos embarca.
El peso siente el barco, y la licencia
que no les dio la inexorable Parca;
parte el viejo feroz haciendo extremos,
y mueve en los escálamos los remos.
Salta en la tierra Ulises, llega al muro
de rígido diamante, y al Cerbero
dio sueño con el rombo de un conjuro
que Circe sabia le enseñó primero.
Por negras sendas sobre hierro duro
llegó al palacio del horrible y fiero
amante de la bella Proserpina,
y con humilde paz la frente inclina.
Era todo el palacio de un escuro
diamante, que no claro, fabricado
dentro de un fuerte inexpugnable muro,
de jaspe y negro pórfido labrado;
en un rojo sitial de bronce duro
estaba el rey flamígero sentado,
con el hórrido ceptro que gobierna
sin tiempo y luz la confusión eterna.
Cercáronle los manes infernales
por ver un cuerpo y admirarle mudos,
donde jamás tocaron pies mortales,
sino solos espíritus desnudos;
y vinieron las sombras desleales,
que en vida fueron animales rudos,
a ver por novedad un casto ausente
que nuestra humana condición desmiente.
Entre ellos mira el griego a Clitemnestra,
y así le dice, en lágrimas bañado:
«¿Qué fortuna tan mísera y siniestra,
oh reina, te ha traído a tal estado?
Que si el castigo los delitos muestra,
graves deben de ser, pues no has pasado
al Campo Elisio, en que descanso tiene
quien a los reinos de la noche viene.»
«Ausente Agamenón —(responde, ¡ay triste!,
la sombra, en sangre y en dolor bañada)—,
con quien a Troya por Helena fuiste
mi hermana, más dichosa y más culpada;
la ausencia, que mujer tan mal resiste,
me dio ocasión de amar, de Egisto amada;
volvió mi esposo de la guerra, y luego
la privación de amor aumenta el fuego.
»Matámosle los dos, con esperanza
de gozarnos mejor; pero creciendo
mi hijo Orestes, que de Electra alcanza
la vida, que yo andaba persiguiendo,
ejecutó de suerte la venganza
de Agamenón, su padre, que volviendo
ya con adulta edad, nos dio la muerte.»
Dijo, y de sombra en aire se convierte.
Ulises, admirado del suceso,
tembló el peligro de su ausente esposa:
que se debe temer cualquier suceso
de ausencia larga y de mujer hermosa.
Con este miedo en la memoria impreso
pasó temblando la ciudad fogosa,
hasta llegar al fiero Radamanto,
jüez del reino del eterno llanto.
Allí tuvo licencia, y libremente
fue mirando las almas inmortales,
que en privación del sol eternamente
padecen penas a su culpa iguales;
vio la Soberbia, de ánimo impaciente,
cercada de gigantes desiguales,
que haciendo al hombro de los montes alas,
pusieron al celeste globo escalas.
No lejos vio tendido un nuevo Atlante,
y conociendo a Polifemo, huyera,
si no viera ponérsele delante
el fuerte vencedor de la quimera.
En pie se puso el bárbaro gigante,
diciendo: «Espera, Ulises, griego, espera;
vengaré la traición que me ha traído
desde el reino del sol al del olvido.
»No me mataras tú si no trujeras
el vino, que ya fue muerte de tantos,
para veneno de mis fuerzas fieras,
decreto oculto de los cielos santos.»
«Polifemo —responde—, si tuvieras
en tu cueva piedad de nuestros llantos,
si fueras noble huésped, hoy gozaras
de los rayos del sol las luces claras.
»Tú tienes el castigo que merece
tu villano rigor inhospitable.»
Diciendo así. se aparta y desvanece
con un suspiro horrendo y miserable.
La Ira luego en forma se aparece
de un tirano feroz, inexorable,
y cerca la Ambición y la Codicia,
la injusta Deslealtad y la Malicia.
La Desvergüenza vio con rostro infame,
y la Lisonja y Amistad fingida,
tan digna de que el mundo la desame
por perjura, engañosa y fementida.
No hay áspid de la Libia que derrame
mayor veneno, ni la humana vida
tiene de qué guardarse más castigo
que del engaño vil de un falso amigo.
El Amor deshonesto, el Odio injusto
estaban juntos, siendo tan contrarios;
la dormida Pereza, de robusto
cuerpo, entre topos y animales varios;
los fieros Celos con mortal disgusto,
de la cobarde Ausencia tributarios:
que en vano el nombre imitan a los cielos,
si en el infierno han de vivir los Celos.
La Ingratitud, que al mismo cielo asombra,
la Ignorancia, preciada de discreta,
lo que servir, ¡qué extraño mal!, se nombra,
y la Crueldad, a la Traición sujeta;
la fiera Envidia, de los buenos sombra,
en figura de bárbaro poeta;
la Confianza, el Ocio y el Desprecio,
la Gravedad de un poderoso necio.
Allí la melancólica Tristeza,
a quien la muerte de su engaño avisa,
y la Necesidad con la Bajeza,
que a coces el honor deshace y pisa;
allí la Necedad con la Simpleza,
naturales del reino de la Risa;
la Vanagloria vil, Pompa y Locura,
y el Juego, indigno de honra, en cárcel dura.
Con miserable voz y compasiva
entre uno y otro anhélito y singulto
un espíritu vio que se derriba
de un pardo risco, donde estaba oculto.
Detúvose la sombra fugitiva,
formando un blanco, aunque sangriento, bulto,
y el corazón de Ulises, vivo apenas,
previno a horror el alma de las venas.
«Cualquiera, oh fiero espíritu, que fuiste
en el orbe luciente que habitaste,
—Ulises dijo—, ¿a qué ocasión veniste,
que con tu propia sangre me bañaste?»
«Palamedes —responde con voz triste—,
que a tan horrible muerte condenaste,
Palamedes soy yo, mas no el amigo
que al reino de Plutón viene contigo.
»Cuando por no dejar moza y hermosa
tu querida Penélope en Zaquinto
fingiste la locura cautelosa,
efeto vil de tu valor distinto;
viendo que Agamenón con imperiosa
mano te daba término sucinto
para partir, yo descubrí tu engaño,
y a Troya te llevaron por mi daño.
»Airado tú, después que me escribía
con Príamo dijiste, y afirmabas
que Agamenón y a Menelao vendía
con la fingida carta que mostrabas;
con esto y tu elocuencia, que podía
persuadir cuantas cosas intentabas,
con piedras me dan muerte, y me sepultan,
mi error publican y tu infamia ocultan.
»Mas yo pienso que estoy de ti vengado
en los grandes trabajos que has sufrido,
sin los que esperas de Neptuno airado,
por la muerte del Cíclope ofendido.
Tú, Palamedes menos desdichado,
y a mí sólo en el nombre parecido,
huye de su amistad, que en muchos años
tendrás por grande amor grandes engaños.»
«Por ti —responde Ulises—, Palamedes,
por ti me veo en tanta desventura;
si no lo estás, de mí vengarte puedes
en que tiene Penélope hermosura;
pero en quejarte la razón excedes,
pues, contra la amistad sincera y pura,
descubriste el secreto que sabías,
causa fatal de las desdichas mías.»
En estos monstros ocupado estaba
el astuto elocuente peregrino,
cuando sabiendo ya que le buscaba,
el alma sabia de Tiresias vino.
«Oh tú —le dijo—, sin hercúlea clava,
sin escudo de Marte diamantino,
transgresor de las leyes infernales,
¿cómo pisas los tártaros umbrales?
»¿Qué me quieres a mí, que no tenía
de hablar con hombre vivo pensamiento?
¿Qué privilegios tienes? ¿Quién te envía,
exceso del mortal atrevimiento?»
«Oh Tiresias —le dije—, ¿quién podía
venir a tal lugar sin fundamento?
Deidad me envía, que movió mis pasos
para saber de ti futuros casos.
»Yo soy Ulises, hijo de Anticlea
y del viejo Laertes, que el estrago
de Troya me conduce, donde vea
las negras sombras del Estigio lago.
Entre Italia y el golfo de Malea,
entre el cimerio Bósforo y Cartago
pasé grandes fortunas. Mas, ¿qué digo,
tan olvidado de que estoy contigo?
»Circe me envía, Circe, aquella hermosa
hija del Sol; responde al ruego suyo,
movida de mi mal, alma piadosa,
que estoy pendiente del remedio tuyo.»
«La mar —le respondió—, la mar quejosa,
a quien tus desventuras atribuyo,
contraria al fin de tu esperanza temo,
porque diste la muerte a Polifemo.
»Mataste, griego, al hijo de Neptuno,
sagrado emperador del Oceano,
¿cómo te puede dar favor alguno
mientras habitas por su imperio cano?
Con sacrificios a la diosa Juno
pide favor, que no serán en vano;
ella te llevará, mas tarde, creo,
al término que tiene tu deseo.
»CeIosa Circe de la hermosa Escila,
vertió veneno en una pura fuente
que el Lilibeo sículo distila,
y bañóse una siesta en su corriente;
de suerte entre las aguas se aniquila,
que sólo desde el pecho hasta la frente
quedó mujer, que lo demás es fama
que en pez ligero se vistió de escama.
»Por ésta has de pasar, temiendo en frente
de la voraz Caribdis el veneno,
a quien con el ignífero tridente
Júpiter hizo escollo al mar Tirreno
Primero que vengado se contente
el fundador de Troya, de ira lleno,
para gozar la patria que deseas,
las sirenas verás partenopeas.
»La isla Ogigia entre los mares yace
Fenicio y Sirio; allí Calipso vive,
allí sus rombos y conjuros hace,
y en la hermana del Sol letras escribe.
Siete veces verás que en Aries nace,
y que la blanca plata le recibe
de los peces del Éufrates, en tanto
que te detiene con su dulce canto.
»Istmos, islas, penínsulas y rocas
varias verás entre las ondas fieras,
monstros marinos, cetos, altas focas,
antes de ver las ítacas riberas;
pero todas serán desdichas pocas
cuando llegues a ver el bien que esperas,
y tu mujer con alma compasiva
entre sus castos brazos te reciba.
»Ella te aguarda, aunque deshecha y triste
de tu ausencia y de ver tantos amantes,
que dos años después que a Troya fuiste
la sirven y pretenden arrogantes;
con ingeniosa castidad resiste,
con esperanzas firmes y constantes,
su loco amor: que es alta resistencia
en pecho de mujer y en tanta ausencia.
»De rendir su constancia a su porfía
para el fin de una tela dio palabra,
mas deshace de noche cuanto el día
de oro y varias colores teje y labra.
Al hermoso Telémaco, que cría,
le obliga siempre a que los ojos abra
para ver tu valor, y con recato
le provoca y enseña tu retrato.
»El joven como el águila le mira,
sin perturbarle el sol, y a la venganza,
si tardas tú, con arrogancia aspira,
que ya sabe empuñar espada y lanza;
en el fuerte bridón el vulgo admira,
de tus vasallos única esperanza:
que en tantas desventuras quiere el cielo
que estas nuevas te sirvan de consuelo.
»Este amor debes a tu casta esposa;
no vence su firmeza la distancia;
mira que has de volver a Circe hermosa,
guárdate de ofender tanta constancia.
Con esto, queda en paz; que la forzosa
ley deste centro a mi perpetua estancia
volver me manda; tú la lumbre pura
goza del sol, y yo la noche escura.»
Dijo; y volviendo Ulises a la barca,
si bien en tiernas lágrimas bañado,
del vil Caronte, que a los dos embarca,
de verlos tan pacíficos templado,
en la opuesta ribera desembarca,
y vuelve al puerto, donde ya turbado
lloraba su escuadrón su larga ausencia:
que no sabe el amor tener paciencia.
Con esto al mar el capitán se alarga;
«Vira», dice el piloto, y todos «Vira»,
donde con mano impetüosa y larga
el blando viento los trinquetes gira;
ya siente el mar undisono la carga,
y del peso parece que suspira;
ya llegan donde Circe los recibe,
que aun tiene amor, y en esperanzas vive.
Vos, honor de las letras; vos, Mecenas,
aliento de las musas, que expiraban,
por quien están de aplauso y gloria llenas,
cuando sin voz, cuando sin alma estaban;
en tanto que la sangre de mis venas
los elementos de mi vida acaban,
seréis mi sol, sin que otra luz alguna
respete en sus tinieblas mi fortuna.
- Holder of rights
- Antonio Rojas Castro
- Citation Suggestion for this Object
- TextGrid Repository (2024). Fábulas mitológicas del Siglo de Oro. La Circe. La Circe. Fábulas Mitológicas del Siglo de Oro. Antonio Rojas Castro. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-0013-BE77-0