A don Juan de Jáuregui, Caballerizo de la Reina nuestra señora, docto y admirado exceso de las musas y de los pinceles, etc.
Oh tú, que la madeja inobediente
de oro libre coronas con estrellas,
Melpómene inmortal, en cuya frente
su esplendor eternizan las más bellas:
díctame de tu espíritu elocuente
furor con que las almas atropellas;
hiere con tu marfil el nervio grave,
quéjese el nervio en cántico süave.
Dime de aquel intrépido y constante
joven la historia que olvidó el olvido;
dime de aquella virgen naufragante
más con el alma que el garzón de Abido,
por quien clama a las ondas de Atamante:
«Ondas, volvedme el líquido marido,
cuya amorosa llama se sospecha
en el mar, en el mar, aún no deshecha».
A ti, del Betis hijo prodigioso,
milagro por sus ondas humanado,
se prohíja este aliento numeroso,
y se conduce a ti, de ti inspirado.
Sola esta vez el alto ingenio ocioso
suspende, a tanto oficio destinado.
Mi voz inflama, mi instrumento inspira:
oirás afecto mucho en poca lira.
Huelgue asombros tu pluma, sólo en tanto
que le faltan aumentos a tu vuelo;
no averigües los números al canto,
¡oh tú, el menos mortal, mortal del suelo!
Deja alentar la envidia; calla en cuanto
te labra honor su artífice desvelo;
escucha en tanto que en su ciego abismo
eterno yaces, renaciendo el mismo.
En muda elevación, Jáuregui, agora
que tu nombre no más es tu alabanza,
calle el pincel que espíritus colora
y más admira en cuanto no se alcanza.
Mira que ya naturaleza llora
con el arte, confusa semejanza,
y en tus pinceles a envidiar empieza
más viva, eterna más, naturaleza.
Yace allí, donde más se ilustra el día,
la garganta voraz del Ponto aleve
que distingue con bárbara armonía
de Europa al Asia por espacio breve;
penado vaso de ponzoña fría
al navegante que sus ondas bebe,
después, en el Euxino mar, dilata
selvas de vidro o páramos de plata.
Enjuta habitación fue de la fiera
ésta que habita ya fiera escamosa;
tragó el marino monstruo su ribera,
y arado de cristal sufrió la rosa.
A peces y aves fue común la esfera;
huyó el delfín de la borrasca algosa
al alto abeto, y del ligero gamo
hendió las aguas el añoso ramo.
Entonces a inundar el sitio herboso,
claro ladrón, Neptuno se entremete,
a Ceres usurpando el delicioso
útil terreno por estadios siete.
Aquí sulcó después el temeroso
de Frixo y Hele lamentable Ariete,
por el precepto del piadoso padre,
contra las iras de supuesta madre.
Entró el Ariete, cual antiguo abeto,
a padecer agravios de Neptuno;
al arbitrio del Bóreas imperfeto,
sin nauta se fió, sin rumbo alguno.
Sintió en las aguas abrasado objeto
el dios helado, y anegó importuno
la casta ninfa, y por la ninfa el Ponto
goza el nombre adquirido de Helesponto.
El persa aquí, contra la griega gente,
escondió con la armada que hoy se honora
la mar, que consintió trémula puente
y, oprimida, no pudo ser traidora.
ni el Aquilón, calándose al tridente,
moverse pudo en tempestad sonora;
que los soldados, de vencer sedientos,
sujetaban también los elementos.
A la parte de Tracia, defendido
de eternas rocas, se levanta Sesto;
Narciso eterno, se derriba Abido,
siempre sobre la mar, en sitio opuesto.
Ambas ciudades penetró Cupido
con un arpón, a su rüina expuesto,
dando la muerte en codiciada copa
al prodigio del Asia, al de la Europa.
Hero en aquesta, y en aquélla vive
Leandro, de una fe, de una ventura;
yace cualquiera en sí, en el otro vive,
pero ninguno vive, sino dura.
Ninguno el golpe del amor recibe
en alma propia, en propia sí figura,
o cada cual, para dolor más fuerte,
aguarda con dos almas una muerte.
De la ninfa gentil bañan el cuello
hiladas ondas que produce el oro
de Arabia más feliz; de su cabello
se esconde el sol con célebre decoro;
matan sus rayos, y el morir es bello;
roban, y dan, robando, su tesoro;
vivifican sus ojos, y la vida
tiene la mayor parte de homicida.
Perla se anida en natural rudeza
de antigua concha, y, muro solitario,
sólo a Venus consagra su pureza
atenciones en culto voluntario.
Besa la torre el mar, y su fiereza
allí reduce a aplauso tributario,
y bien convino que le diese Sesto
al escollo de amor de escollo el puesto.
Tal entre rayos de nativa espina
en muda soledad vive la rosa
la edad de un sol y, cuando el sol declina,
no espira, aunque desmaya temerosa.
Si el zagal o la ninfa se le inclina,
enamorado él, ella envidïosa
con naturales puntas se defiende,
y aquello vive que a la mano ofende.
Discreto el joven es, sin artificio;
no afectado galán, bello sin arte;
valiente, mas valiente sin indicio,
que herir con la amenaza no es de Marte;
al talle la atención no arguye vicio;
libra todo el valor en cada parte;
por suerte natural en Asia excede,
por mérito también en dicha cede.
Vive en su rostro primavera amiga,
y, en el dorado campo de su labio,
el bozo en forma de dorada espiga
de agudo acero no sufrió el agravio;
sabio, de amor tolera la fatiga, ,
y la dicha tal vez tolera sabio,
que el amante se logra en la desdicha,
porque malogra el mérito en la dicha.
Hay en la parte donde Sesto acaba
templo grande, gran bosque y gran teatro;
del cielo pende y al abismo cava,
cuyo exordio parece anfiteatro;
con frecuente cristal el mar le lava;
líbrase al Occidente en basas cuatro,
cuatro da a los Trïones, ocho ofrece
al Oriente y al día cuando crece.
En orden circular hay cien colunas
en alto, que grabó mosaico vano
con adversas y prósperas fortunas
del griego, del egipcio, del tebano.
Relevantes estatuas hay algunas
que burlan la atención, después la mano;
finge el bulto vivaz artificioso
voluntario sosiego, no forzoso.
Osténtase en la inmensa pesadumbre
labrado friso, dibujada trabe,
dórico jaspe y, con pesada lumbre,
bronce que al oro debe lo süave;
de este metal se miran en la cumbre
selladas puertas donde el dios más grave
(tanto lucen y suenan) hace ensayos
de los horrendos truenos y los rayos.
No huelga espacio donde no se aclama
el gran cincel de Dédalo valiente;
en los metales que mordió derrama
cuanta sutil historia Grecia siente:
el que trocó su vida por su fama,
hijo del Sol, zozobra tan presente
que previniendo el arte nuestro espanto,
le libra al mar de compasivo llanto.
Del metal superior lámina rica,
vestido de su afecto, ocupa Orfeo;
en cuanto calla más, mejor se explica,
porque es muda retórica el deseo.
Su imperio en el divorcio significa
de la noche inmortal el padre feo,
y en vano aboga la consorte diosa,
bien compasiva, pero mal celosa.
En vivas ondas de funesta plata
en estampa diversa está Narciso,
que en su líquida efigie se desata;
tanto se aborreció como se quiso.
Ninfa vocal, inútilmente grata,
le imita casi en el furioso aviso;
él adoró su misma sombra, y ella
de su amado aplaudió la sombra bella.
Tres veces el gran Fabro la siniestra
fortuna quiso dibujar del hijo;
tres le quitó de la paterna diestra
el gran buril el gran dolor prolijo;
hurta el rostro a quien mira, con que muestra
pena mayor, y, al sol el rostro fijo,
por el joven parece que decía:
«La fuerza le faltó, no la osadía».
Tres veces grados diez están primero
que el trono que de nubes se corona;
su capitel, o cúpula de acero,
o los mobles impide o los perdona.
Del crédulo devoto el don sincero
esconde el muro y la deidad abona,
y en las ebúrneas aras siempre ondea
humo votivo de olorosa tea.
A ti, Venus, el solio se reserva,
a ti, Adonis, el templo se dirige;
tiñe tu sangre la funesta hierba,
y no eres a quien más tu muerte aflige.
Venus tu aliento con su boca observa,
muerte inmortal en tu desmayo elige;
tu labio con su mano cierra y toca
porque el alma no exhales por la boca.
Tal era el templo, ahora venerable
más por rüina que lo fue por templo;
jamás le retrató la mar instable,
porque ni aun de ese modo tuvo ejemplo.
El artificio fue más estimable
que el precio, aunque sin precio le contemplo;
sobre todos inmenso fue su espacio,
y aun la deidad no cupo en el palacio.
Era del año el lustro lisonjero
cuando el planeta, a quien se debe el día,
los cuernos inflamó del toro fiero
y luego de ellos el abril vertía;
sazón en que el nativo y extranjero
agreste pisa la ribera umbría
de Sesto, y a adorar su ceremonia
llega el cipro zagal, llega el de Hemonia.
Viene el frigio, no queda el citereo,
y el trace, aún más devoto que vecino;
cuanto escollo hospital tiene el Egeo
desampara el isleño cristalino.
Al templo acuden en devoto empleo
a celebrar de Adonis el destino,
de Adonis, digo, la fatal memoria,
fábula al tiempo, si al dolor historia.
Galas viste el descuido, y el afeto
cuidados; yace allí desnudo el arte;
libre goza el sentido de su objeto,
sin temer que malicia se le aparte;
donde nace no más vive el conceto,
y, si a la lengua da trémula parte,
es arbitrio de amor, que no cautela,
pues sólo en aire de suspiros vuela.
Huella el templo inmortal número amante
que deja todo número excedido.
Hero, sol de beldad mudo y triunfante,
su cielo ostenta, en vano pretendido;
no es el amor, mas es tan semejante
que, si tuviera amor, fuera Cupido;
rígida piedra que en la oculta llama
se hiela, mas también el hielo inflama.
Fuerza de luz intolerable abraza
su rostro, cuidadosamente inculto;
en sagrados retiros se disfraza,
cediendo a Venus ministerio y culto;
ya su mano la víctima embaraza
delante de uno y otro sacro bulto,
y, mientras el solemne oficio emprende,
la atienden todos, mas a nadie atiende.
Ya la ministra súplice en el suelo
la virginal y trémula rodilla
clavó, clavó los ojos en el cielo,
esgrimiendo tres veces la cuchilla.
El corazón, bañado de recelo,
la dibujó el afecto en la mejilla;
tiembla el brazo, la fiera le barrunta,
y el miedo por la víctima pregunta.
Las cejas arqueó y aró la frente
la admiración; ninguno respiraba;
disimulóse en la atención la gente,
y el silencio tan sólo se escuchaba.
Las aras salpicó rojo torrente
del animal que Venus más odiaba;
mira la sangre el crédulo adivino
y al pueblo expone triste vaticino.
Digiérese en la llama el sacrificio,
y la sacerdotal venda depone
la ninfa; luego, con afable indicio,
mezclada al pueblo, al pueblo se propone;
todos la miran, y el exceso o vicio
del que la mira mal muda y compone;
bien que, si en el delito persevera,
fiera se finge, mas agrada fiera.
No le dejaron ser vulgar, ni ajeno,
el mérito, el semblante y la estatura
a Leandro; bebió cuanto veneno
el áspid le brindó de la hermosura;
quiso hablar, y un suspiro como trueno
del rayo de la voz salir procura;
ninguno sale, que ambos se mezclaron
y después indistintos se escucharon.
Cual mariposa en lumbre imperceptible
con flaco aplauso el riesgo solemniza,
quiere morir, y duda si es posible
gozarse, sucediendo a su ceniza;
viendo ya que el vivir es imposible
sin la muerte, en la muerte se eterniza,
porque, resuelta al pretendido abismo,
bebe en su vanidad su parasismo.
Así el amante, hidrópico de fuego,
tácito se consume, como activo;
sirve la turbación de cauto ruego,
y el desmayo produce efecto vivo.
Viéronse al fin y se miraron luego,
como los que en reparo discursivo
dudan si se conocen, dudan dónde
se vieron ya, que el tiempo se lo esconde.
Sólo no dudan, que, conforme estrella
une dos almas —pero no, que es una—,
él es modesto cuanto hermosa ella,
ella hermosa y modesta cual ninguna;
de sus ilustres partes el ser bella
es la menor; el cielo y la fortuna
compitieron por ver cuál más podía:
Hero y Leandro fueron la porfía.
Traen el fuego de amor ojos audaces,
y débiles le entregan al deseo;
éste, que ve sus centros incapaces,
se le da a la esperanza por trofeo.
Amor hace las guerras y las paces,
y es en las paces mal seguro reo;
vuelan heridos ambos corazones
con las plumas no más de los arpones.
Presa aprisiona la dorada trenza,
¿qué hará después en libertad lucida?
Quiere la ninfa hablar, y se avergüenza,
de rudeza elocuente detenida;
pero acaba el amor, si ella comienza,
y habla el alma en la lengua enmudecida.
¡Oh inevitable amor, prodigio eres;
apenas naces cuando armado hieres!
A mudo campo de silencio impuro
ya la noche a la luz desafiaba,
la noche que, cual Argos más seguro,
de estrellas mil su vista fabricaba.
El sol, dejando su zafir ya oscuro,
en el mar su hermosura retrataba,
que, siendo dios, aún quiere que se siga
la lisonja inmediata a la fatiga.
A la mayor tragedia el arco oprime
amor, y, para el alto vencimiento,
es clarín el suspiro del que gime,
bombarda la cicuta del acento;
y, antes que a la batalla desanime
blando espirar y respirar violento,
a los amantes dos, que absortos halla,
amor presenta la mortal batalla.
«Ninfa por quien amor muere de amores
—el joven la intimó— y elíseo mayo,
cuando mi amor te dicen tus primores,
tarde te informa mi postrer desmayo.
Víctima muda fueron mis ardores;
el trueno escuchas de tu mismo rayo.
¡Ah, ninfa, escucha mi pasión, y luego
serás deidad!, que tanto puede el ruego.
Del mérito mayor alta asechanza
es tu valor sublime, el rostro tuyo;
amor te pide amor, y, si le alcanza,
el ser tuyo no más quiere de suyo;
quiere morir con sola la esperanza
de que te agrade si la vida excluyo.
Mira si tiene por vulgar su suerte:
¿quién su pena redime con su muerte?»
Esto el joven no más, porque se aleja
la voz al labio, al pecho el movimiento,
mientras amor por la virgínea oreja
difunde la cicuta del acento.
Como en lívida sierpe ninfa deja
el pie cautivo que volaba exento,
y no puede correr, parar no sabe,
que es el miedo veloz, la planta grave;
así de amor la ninfa salteada
después se halló advertida que, sujeta,
el áspid loca, de inocencia armada.
y, excluyéndole flaca, más le aprieta.
Cóbrase al fin de la pasión helada
que la dejó difunta, no imperfeta.
Tuvo en su olvido amor acuerdo largo
de esconder en el oro su letargo.
Cóbrase al fin, y el decorado manto
preso del joven y su mano mira,
vela de amor que, en golfo de su llanto,
hinchada a soplos de anhelar respira.
Tempestuosa beldad, fulmina en tanto
rayos que templa en oficinas de ira;
Leandro, mudo y a su vela atento,
el océano sulca del tormento.
«Huésped —le dice—, ¿qué locura inflama
tu amor, más afectada que precisa?
Virgen soy, virgen noble, y a quien llama
la Estrella Diosa gran sacerdotisa.
Ricos padres me ilustran, cuya fama
primero te amenaza que te avisa.
Huésped eres también, y, si fingido,
prisión tendrás donde imaginas nido.
En muda pompa y solitaria almena
sierva de antiguo pelo al sol me esconde.
Huye temprano, joven, de tu pena,
negativa piedad en mí responde.
Piadosa huye la que, huyendo, enfrena
amor que a lo imposible corresponde.
Salve, pues, que se enlutan ya las horas
y en el aire difunto al sol ignoras.»
Dijo, y el sol turbado de su cara,
con inmota atención, clavó en el suelo.
y el desdeñoso pie casi volara
si no durase enajenado el velo.
Respuesta más retórica que clara
previene el joven, desatando un hielo;
pende en su labio, adustamente frío,
del veneno de amor melifluo río.
«Hero (y perdona si te invoco humana,
no mortal, porque humana te pretendo),
ten piedad que te aclame soberana,
otórgame perdón si, amando, ofendo;
ídolo sordo de cristal y grana
con alma helada, y alma en que me enciendo,
detente, escucha, que excederte puedo
con alas del amor, alas de miedo.
Ya sé que yace por tu mano bella
cuanto a Venus conduce el hemisferio,
o tú, cobrando víctimas en ella,
confundes la deidad y el ministerio;
sé que eres sol, y Venus es estrella
que delante del sol pierde el imperio.
Por ti el ara y cuchillo, ¿quién lo duda?,
ámbar aquélla y éste sangre suda.
Sé que eres virgen única en belleza,
tanto que, por no darte semejante,
hizo diversa en ti naturaleza
amarga condición, dulce semblante.
Mira, si tú padeces tu fiereza
¿qué aguardaré de ti, mísero amante,
mísero amante que a perder la vida
anhelo y hallo sordo al homicida?
Arde en la mano de la Cipria hermosa
llama feliz que apoya nuestro empeño.
Bien soy mayor que el que gozó tu diosa,
hijo nefando de un fecundo leño;
mi estirpe, cual mi faz, es generosa;
agora el mar me retrató risueño.
¡Ay, cuántas veces liquidar me quiso
en sus cenizas de cristal Narciso!
Leandro soy de Abido; alguno apenas
me ignora; o tú me agravias o conoces.
Ni huésped soy ni huéspedes mis penas;
en ti nacieron; si las reconoces,
desde las tuyas, desde mis almenas
el aire quieto juntará las voces.
Nobles mis padres son cuya riqueza,
quien se atreve a contarla, sólo empieza.
Sigue a Venus amando, y, si te niega
tu anciano padre nuestro acorde empleo,
en tanto que al común ocaso llega
nos unirá clandestino Himeneo.
Fulminarás a la tiniebla ciega
con luz nocturna, norte a mi deseo,
que a Sesto me conduzca desde Abido,
ladrón esposo, intrépido marido.
No me verá jamás la Aurora en Sesto,
ni la noche en Abido, si tu lumbre
indicare con rayo manifiesto
a racional bajel su puerto y cumbre.
Por ti, ¡oh Venus mejor!, el mar molesto
me trocará su orgullo en mansedumbre,
dándote yo, mientras me das los brazos,
en las maternas conchas mil abrazos.»
Así se originó la boda infausta,
y, negando, la virgen la consiente,
por quien, ya del amor la aljaba exhausta,
ministra sólo amagos, flechas miente.
Présaga selva, por entonces fausta,
que fantástica gloria ve presente,
a cuantas voces oye, en los amigos
ecos, presta fantásticos testigos.
Apártanse en distancia indivisible
Leandro a Abido, la doncella al muro,
con acuerdo de arder fanal visible
cuando espire en el mar el sol futuro,
el joven de esperar (si le es posible)
en la patria ribera el aire oscuro.
En tanto estudia el rumbo y, mientras puede,
huye nadando; amor le retrocede.
Como se queda en extranjero prado
robado y solo errante peregrino,
que el cielo juzga sordo y retirado,
y espera inmoble el rayo matutino,
o, en muda tempestad el pie enriscado,
pregunta a algún relámpago el camino;
clama al cielo, y el cielo a sus desmayos
o se esconde o se muestra sólo en rayos.
Hero, robada más y más confusa,
a sí misma se ignora, y a su pecho
el pecho falta, pero ya le excusa
en blando incendio del amor deshecho.
Inquiere el sueño, el sueño la rehúsa,
el lecho busca, y desampara el lecho;
escucha al mar que, entonces silencioso,
dispensa el ruido del marino esposo.
Mas, ¡oh Musa!, mi labio baña ardiente,
que, Tántalo del mar, sulco y le ignoro;
báñale, amor; describiré, furente,
el alto triunfo de tus armas de oro,
porque un estrecho mar es indecente
si ya no de mi voz, de tu decoro;
y, si muriere yo, muera de suerte
que se acabe mi vida y no mi muerte.
Los confines a Abido le guarnece
huerto mayor, oh Hespérides, que el huerto
que defendisteis mal, y se agradece
al gran Alcides el haberle abierto.
Así de flor y fruto se enriquece,
que ciudades de olor labra al desierto
Dédalo abril de un verde laberinto,
ni sale de él ni de él se ve distinto.
Música turba de volantes flores
viste al aire dulcísimo concento,
mostrando inteligencia a sus amores,
con grato aplauso suspendido el viento;
aladas flores son los ruiseñores,
las flores, mudas aves; allí, atento,
se desvela el sentido, y aún no sabe
si es canora la flor, fragante el ave.
Aquí, en perennes lágrimas, traduce
Leandro firme las memorias de Hero;
a su ya odioso albergue se reduce,
y es adonde nació raro extranjero.
Atiende a Febo y, porque Febo luce,
le llama cruel y le parece fiero;
y, tardo el sol, envidias le repite,
que con Leandro sólo el sol compite.
Ya de puro sentir libre y exento,
se da al dolor, se ofrece a la tristeza,
que no hay naturaleza en el tormento
cuando el tormento es ya naturaleza;
lo que violento dura no es violento:
puede serlo no más mientras empieza.
¡Triste de aquel que, en un martirio largo,
le da un caduco bien veneno amargo!
Así vive Leandro, si es que vive,
lástima igual del sol y de su ausencia;
nuevo Fénix de amor, muere y revive
de su funesto mal, de su paciencia.
Ondas de fuego el suspirar describe,
de allí muda región, no muda esencia,
porque es ave el amor que se deshace
en propio incendio y del incendio nace.
Ya por el sol, que fenecido había,
el zafir celestial ardió diamantes;
ojos abrió, para llorar la impía
historia de los míseros amantes.
Hero, nocturno sol, amanecía,
y a su mano prestó sus rayos antes;
dejó a Leandro de la luz el coche,
idolatrando el templo de la noche.
Acuerdo de los dos fue que el ausente
no se permita al mar sino alumbrado
de firme antorcha, ni ésta se presente
sino al mar, sino al viento reportado.
¡Oh acuerdo de los hombres imprudente!
Tus aciertos son fábulas del hado.
¡Qué lejos de sus juicios, ay, qué lejos,
nos labramos ruinas en consejos!
Mira el joven audaz, mira y aún duda
el rayo amante amado de la torre;
para luego la vista, el paso muda
y a sus incendios breve el mar socorre.
No así el atleta por la arena muda
veloz al sitio de la lucha corre
como Leandro inquiere, activo y pronto,
averiguar las aguas de Helesponto.
Ágil se otorga al agua sosegada,
y cuanta arroja el brazo, el pie la hereda;
pavón cerúleo, deja dibujada
ojosa espuma en cristalina rueda.
Siempre invoca en su líquida jornada
dos estrellas que afrentan las de Leda;
hiende el agua, y él mismo al golfo frío
es vela, es remo, es nauta y es navío.
Hero distingue más y más el bulto,
y con la viva antorcha al mar desciende;
inquiere con la luz el sitio oculto
por ver si ve la lumbre que la enciende;
tal Ceres por el Etna, en traje inculto,
buscó el robo filial que aún hoy pretende,
y, por la tea que honoró su mano,
Tedífero se llama el siciliano.
Menos del mar que del amor desnudo,
el amante la playa ve tranquila,
y el mezclado sudor, o tibio, o crudo,
con cuantas plumas bate amor ventila;
la virgen, digo, que enjugarle pudo
en linos que, sutil Aragnes, hila,
y, donde falta el lino, su cabello
le ensarta en oro aljófares del cuello.
«Esposo —dijo—, ¿quién te contradice,
si el cielo te me intima por esposo?
Mucho duraste al mar, él te eternice,
si no humanado pez, hombre escamoso;
pieles te abriguen que dejó infelice
gamo a los dientes de león furioso.»
Dijo, y el cuerpo penetrado abriga,
sepultando entre halagos la fatiga.
Así se venga del marino ultraje,
y los requiebros oye interrumpidos
de robos del amor, de tal linaje
que agradan, no explicados, sucedidos.
Al tálamo dirigen el viaje,
bien que los valles, como prevenidos
de lo que han de durarles los amores,
lecho les daban de caducas flores.
Él las señas del mar todas sacude,
de aromas süavísimos lavado;
ella a adornarse del silencio acude,
el secreto a la noche encomendado.
Nada quiere que el joven de ella dude,
ignórase si amante más o amado.
Muere la luz cortés, y Venus arde
lumbre mayor en tenebroso alarde.
Calza Himeneo la siniestra planta
con lazos negros, no con áureos lazos;
no el coro juvenil teas levanta,
ni Juno extiende los legales brazos;
no el padre alegre el Himeneo canta,
que la madre acredite con abrazos;
no aromático aguarda ya el consorte
que el no cortado pelo alguno corte.
No al consorcio legal culto poeta
festivo entona epitalamios graves;
de aves canta no más turba imperfeta,
que fueron ya tragedias y son aves,
cuando del ocio de la noche quieta
nace la aurora, y las doradas llaves
de la prisión de Febo, ya impaciente,
a las puertas aplica del Oriente.
Deje la vid el olmo a que se ajusta;
deje la hiedra el muro a que se abraza;
deje la llama su materia adusta
y el ciervo la corcilla a que se abraza;
la tórtola el esposo que la gusta;
y, en sitio fértil, cazador, la caza;
deje el cisne sus aguas en Meandro.
Todo es poco, esto es más: Hero a Leandro.
Ya prueban a ser dos (alto imposible,
que cuerpos y almas son un alma sola);
él se entrega a Neptuno que, apacible,
la primera le dio, la postrer ola;
ella de su balcón, mientras visible
es el amante, el corazón tremola;
hurta el cuidado a celadora fea,
que, cantando, engañaba la tarea.
Viéronse veces mil, y mil la aurora
los dividió, envidiosa como fría;
tantas Hero engañó su celadora,
a la noche mujer, virgen al día.
Su observación ninguna estrella ignora,
que el amor le enseñaba astrología;
Leandro su fatal estrella atiende,
que está en la torre, y de la estrella pende.
Ya de los verdes árboles derriba
la posesión y la esperanza Eolo;
sólo en su desnudez el prado estriba,
y de su precipicio pende solo.
Gime el agua el desdén, que antes, estiva,
se regalaba en piélagos de Apolo;
trueca el suelto novillo su nevado
monte al costoso abrigo del arado.
La magnánima ninfa, sorda y ciega,
porque sólo su amor mira y escucha,
la tea funeral al aire entrega,
en cuyas iras se contrasta y lucha.
Ya el amante la mira, ya la ruega;
dúdala débil y la aguarda mucha;
arma de fuego su veloz intento
por que elemento venza al elemento.
Algo se enfrena el mar, porque del trato
aleve siempre fue lo afable indicio,
o porque suele ser principio grato
la máscara de oculto precipicio.
Tres veces se desnuda; tres, ingrato,
Neptuno repudió su sacrificio.
Al fin, resuelto a la postrer fortuna,
exclama al mar, al viento y a la luna:
«Escucha, Eolo (¡ay, triste del que espira
y al viento le encomienda su esperanza!);
favorece, Aquilón, a quien suspira,
porque con simples voces no te alcanza.
Amante soy, tú amaste. Aún hoy admira
Atenas en Ortigia tu pujanza.
¿Qué hicieras, di, si entonces en tu abismo
te obstara el viento, armado de ti mismo?
Y tú, inconstante Cintía (pero estable,
si atiendo a mi discurso), tu horizonte
argenta, baña el mar; por mí te hable
no soñoliento Endimión al monte;
un sol me enciende, por quien excusable
daré a las aguas nuevo Faetonte,
un sol que, cuanto excedes las estrellas,
las de sus ojos te aventajan bellas.
También, Neptuno (a quien postrero invoco,
porque te tiemblo más), te vio Melanto,
galán cerúleo, transformarte loco,
armándote de halagos a su espanto;
fuego soy mucho a tu elemento poco.
Océanos me ensayan en mi llanto.
¡Ah, déjame volver, si es que la suerte
los piélagos me enseña de la muerte!».
Dijo, y a la región se arroja clara,
con rasgado ademán y acción severa;
ya se le huye la ribera cara
y la vida que estaba en la ribera;
duerme Láquesis, y Átropos prepara
al estambre fraterno la tijera.
Hero navega en golfo más incierto,
y más peligra en dudas desde el puerto.
Del renaciente invierno entonces era
madre la tempestad y padre el hielo;
cuando el piloto aún teme en la ribera,
enfrena el curso y escudriña el cielo;
cuando el pastor se viste de la fiera,
la fiera y ave encogen curso y vuelo:
en todos es tirano el yerto frío
y en dos amantes almas el estío.
De la horrísona cárcel salen, varios,
Céfiro, Bóreas, Aquilón y Noto,
y, aunque en naturaleza son contrarios,
se conforman en ser contra el piloto;
teme el cielo gigantes temerarios
de agua, y quisiera hallarse más remoto;
hiérele el mar sacrilego; mil veces
nadar pudieron los australes peces.
El agua lucha con amante fuego,
cada cual con su adverso enfurecido;
ábrese el mar, y del infierno ciego
salen las Furias y se toca el ruido;
la tempestad sonora tronca el mego
del joven, muy devoto y nada oído;
vuelve la media voz a su despecho
a rimbombar los cóncavos del pecho.
Vuela la ardiente arena y se traslada
a ser del aire momentánea sierra,
que tahta tempestad busca morada
(que es poca la del mar) sobre la tierra;
la luz, que a la tiniebla estar mezclada
suele, de la tiniebla se destierra.
¡Qué hará de aquel que viere entre su furia
el mar, si él mismo brama de su injuria!
Cárdeno el joven, contrastado y laso,
llevar se deja ya, más no se mueve;
bebe la muerte en proceloso vaso,
y bebe sed de vaso que no bebe
de aquella ninfa que, al farol escaso,
contra los vientos da socorro leve;
aplica el manto y la nevada mano,
mas la nieve a la luz se opone en vano.
Muere el hacha indefensa que, encendida,
émula fue del ceño de Dïana;
fiero presagio de una y otra vida,
por más que le desmienta la mañana,
cuya luz, a la luz sustitüida
mostró la selva de Anfitrite cana,
los amantes mostró, que, insensitivos,
ni muertos yacen ni consisten vivos.
Los objetos se libran del objeto
de la noche que, negra, los mezclaba;
el escuadrón de vientos imperfeto
al monte que los sella respetaba;
en carro de cristal Tritón, inquieto,
los rencores del Ponto sosegaba,
y, sacudiendo la borrasca fea,
cada marino dios buscó su dea.
Inútil peso, por el mar delira,
patente al Norte suyo, el naufragante,
que el nombre amado con el alma espira
(partes que no son dos en el amante);
no puede pronunciarle y le suspira,
porque cabe la voz en un instante,
o ya por que, si el nombre no saliera
(que es alma de Leandro), no muriera.
Delincuente Neptuno, más que pío,
el cadáver expone al tracio puerto,
o fue el amante que, difunto y frío,
muestra que la buscó después de muerto.
Ella le mira sin acción o brío,
tal que se duda bien cuál es el muerto.
¡Oh, cuánto al muerto el vivo se prefiere,
que a cuenta del dolor viviendo muere!
Igual a seco fulminado roble,
Hero contempla el tronco inanimado.
¡Oh, cómo es mucha en el cadáver noble
la muerte, todo de ella dibujado!
¡Oh, cómo en Hero ejerce furia doble!
¡Cuánto a lo vivo cede lo pintado!
Rasga, a pesar de no poder, la calma
del silencio, y así profiere el alma:
«Oh tú, que a mis arenas infelices
Leandro partes y cadáver llegas;
que muerto estás, pero difunto dices
que el alma diste a quien el cuerpo entregas;
tiempo es ya que tus daños utilices,
gozando juntos de las horas ciegas.
No sé dónde mayor vida nos llama,
al reino del dolor o al de la fama.
Agradézcote el lauro postrimero
que me das con tu muerte de constante;
aunque pisaste el Báratro primero,
mayor le miro en tu fatal semblante;
menos si dulce, mas tan vivo y fiero,
gozo en tus ojos el incendio amante;
y ya, para imitar muerte tan alta,
no fenecer, sólo faltar me falta».
Primero que le entienda juzga el daño,
pues le pesara de poder consigo
alivios aguardar al desengaño,
donde el dolor se ofrece por testigo;
precipitarse quiere, que su engaño
la promete gozar del yerto amigo,
por que sepan los términos de Apolo
que no pudo morir Leandro solo.
Buscar quiere en el viento su esperanza,
librando al viento el corazón seguro;
funesto paraninfo, se abalanza
desde la almena que termina el muro.
Ya es cadáver también; sigue y alcanza
al triste esposo en el Averno oscuro;
todo el mar los sepulta, todo el viento,
y al mérito aún le falta monumento.
Sesto después, en funeral oficio,
himnos mil sobre el féretro derrama,
y hace que vivan en su precipicio
los amantes la vida de la fama.
Allí murió Cupido, que ya el vicio
le sustituye y su noticia infama,
donde tendrán, en merecido templo,
lástima el libre y el amante ejemplo.
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- Antonio Rojas Castro
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- TextGrid Repository (2024). Fábulas mitológicas del Siglo de Oro. Fábula de Leandro y Hero. Fábula de Leandro y Hero. Fábulas Mitológicas del Siglo de Oro. Antonio Rojas Castro. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-0013-BE71-6