Cantar de Apolo y Dafne los amores,
sin más ni más, me vino al pensamiento.
Con licencia de ustedes, va de cuento.
¡Vaya de historia, pues, y hablemos culto!;
pero ¿cómo los versos dificulto?,
¿como la vena mía se resiste?,
¡qué linda bobería!,
pues a fe que si invoco mi Talía
que no le dé ventaja al más pintado.
Ya con ella encontré, mi Dios loado.
Señora doña Musa, mi señora,
sópleme vuesasted muy bien ahora;
que su favor invoco
para hacer esta copla;
y mire vuesasted cómo me sopla.
Érase una muchacha con mil sales,
con una cara de a cien mil reales,
como así me la quiero,
más peinada y pulida que un barbero;
y en esto que llamamos garabato
la gente de buen trato
tenía la mozuela gran donaire;
pudiera ser poeta por el aire.
Aquí es obligación, señora Musa,
si ya lo que se usa no es excusa,
el pintar de la ninfa las facciones,
y pienso comenzar por los talones,
aunque parezca mal al que leyere;
que yo puedo empezar por do quisiere.
Y aunque diga el lector de mi pintura
que por el tronco sube hasta el altura;
que a nadie dé congojas
que yo empiece la ninfa por las hojas,
supuesto que son míos
estos calientes versos o estos fríos;
y el poeta más payo
de sus versos bien puede hacer un sayo.
Era el pie (yo le vi) de tal manera...
¡vive Cristo, que miento; que no era!,
porque, por lo sutil y recogido,
nunca ha sido este pie visto ni oído.
Era, en efeto, blanco y era breve...,
¡oh, qué linda ocasión de decir nieve
si yo fuera poeta principiante!
Llevando nuestros cuentos adelante,
y haciendo del villano,
me pretendo pasar del pie a la mano,
cuyos hermosos dedos
(esta vez los jazmines estén quedos,
y pongámosles fines,
enmendémonos todos los jazmines,
y el que así no lo hiciere,
y ser poeta del abril quisiere,
probará de las gentes los rigores;
y a fe que allá se lo dirán de flores).
Era, en fin, de cristal belleza tanta...
¡Pues no monda cristales la garganta!
porque tiene la tal de bienes tales
hasta tente garganta de cristales;
mas, al contrario, su boquilla es poca...
(vamos con tiento en esto de la boca,
que hay notables peligros carmesíes,
y podré tropezar en los rubíes,
epítetos crüeles);
¡qué cosquillas me hacen los claveles!,
porque a pedir de boca le venían;
mas claveles no son lo que solían,
ni en los labios de antaño
no hay claveles hogaño;
pero, para decirles su alabanza,
conceptillo mejor mi ingenio alcanza,
y tanto, que con otro no se mide:
es tan linda su boca, que no pide.
Otro escalón subamos más arriba
y mi pluma describa
sus mejillas hermosas;
Jesús, Señor, ¡qué tentación de rosas!,
¡qué notable vocablo!,
tentarme de botica quiere el diablo;
Apolo sea conmigo,
y me libre de modos tan perversos.
Rosa, y no por mis versos.
Vaya la rosa, váyase a la selva,
sobre el prado se ensuelva;
porque pintar con rosas los carrillos
eso llega a ser treta
de poetas de teta,
y a la ninfa que pinto
a dos por tres cualquiera murmurara
que le echaba rosas a la cara.
No quiero en las mejillas rosas bellas;
que da cámaras sólo con olellas.
Por eso de las rosas no me valgo;
vayan las rosas a espulgar un galgo.
No las han menester estas mejillas;
porque, para decir sus maravillas,
basta decir que están, por lo encarnadas,
como de haberles dado bofetadas;
que es éste el arrebol que las colora.
Sin duda las narices van ahora,
cuyos bellos matices...
(Dios me saque con bien de las narices)
tienen buen colorido,
y aunque yo su medida no he medido,
hablando por barruntos,
calzará la nariz sus cinco puntos;
que ya por descarnada y por la hechura
tenía esta hermosura
(si tengo de decillo)
por narices el miércoles corvillo.
Ahora falta lo mejor de todo:
los ojos van ahora.
Yo seré un tal por cual si digo aurora,
ténganme por rüin si digo albas
y por poeta que nací en las malvas.
Los luceros también ya se acabaron;
en materia de ojos expiraron
modos tan lisonjeros;
tenga Dios en el cielo a los luceros;
que los ojos de Dafne, por mejores,
azabache me fecit, mis señores.
De la Etiopía son sus niñas bellas;
¿mas que temieron que dijera estrellas?
Paso adelante, y déjome las cejas,
aunque son extremadas;
dénlas vuesas mercedes por pintadas,
pues no es fuerza que yo lo pinte todo,
y ahora ignoro el modo
de dibujar su exceso,
y den gracias a Dios que lo confieso;
que pudieran, y es fácil, encontrarse
con poeta que no lo confesase.
Componiendo las tres ánades, madre,
a la frente he llegado;
gracias a Dios que no las he cantado,
y que las desdichadas
una vez han salido de cantadas.
En fin, tarde o temprano,
ya la frente tenemos en la mano;
díganme: Dios te ayude,
aunque lo quiten cuando yo estornude;
que hay su dificultad en lo que digo.
Vaya el lector conmigo,
y si no quisiere ir, que nunca vaya;
que, en efeto, hace raya
a cuantas frentes hay la frentecilla.
Ya me obligo a decirle maravilla
por sólo el consonante,
y por lo mismo la diré diamante.
Cuantas frentes yo he visto y cuantas trato
no son a su zapato;
porque la dicha está limpia y serena,
con sus ciertos humillos de azucena.
Dije azucena; en fin, no pude menos;
que el concepto me vino de a paleta;
y así, ningún poeta,
aunque sea el mejor de los mejores,
diga: «No beberé de aquestas flores.»
Llevaba su perico, y bien arguyo,
que no es poca alabanza decir suyo;
que hay perico tan vano, que blasona
que desciende de un muerto su persona,
y esto es de manera,
que, llegándome ayer a una mollera,
me dio un tufo de kyries el cabello,
con ponerme de lejos para olello,
y de responsos rancios y podridos
saqué encalabriados los sentidos;
mas, como la piedad en mí no falta,
a su lado me puse, y en voz alta
a todos les suplico
que den para enterrar aquel perico.
Mas vamos al intento:
Era la ninfa como se los cuento
y al modo que mi pluma la retrata;
¿quién le quita, si es bella, el ser ingrata?
Como quitarlo del altar sería:
tuvo una condición como una tía.
Pudiera un ermitaño, si quisiera
pasar áspera vida y muy austera,
buscando el mejor modo y el más cierto,
irse a su condición como a un desierto;
que tuvo esta hermosura
una madrastra en cada miradura.
Valía la suegra lo que pesa,
y en otro tanto oro,
al decirla cualquiera: «Yo te adoro»
la respuesta que daba
con sólo las palabras arañaba,
en una razón suya (y no es exceso),
yo vi rallar un queso.
No supo más de amor que aquella peña;
¡hideputa, qué arisca y zahareña!
Si alguno, que la rinde su albedrío,
la dice: «Dueño mío,
pues llegué a ver tus ojos, fui felice»;
no dijera una sierpe lo que dice,
respondiendo al que llega
como una labradora que es gallega.
A este Nerón de nieve,
a esta suegra de rosa,
a esta cruda niña,
a esta hiel y vinagre con basquina,
a este tigre encarnado,
la vio un día, saliéndose hacia el prado,
Apolo, un jovenete
de estos de guedejita y de copete.
Que, en vez de los cabellos, oro peina
pudiera ser querido de una reina;
mozo muy bien nacido,
de solar conocido,
y que viene de buenos...
Mas ¿linajes ajenos
me pongo a averiguar? ¡Qué desvarío!
Y si hay quien quiera averiguar el mío,
¿no me ha de dar enojo?
Así como la vio, llenóle el ojo,
y de verla se arroba,
y quedósele el alma hecha una boba,
los ojos boquiabiertos;
que con ellos no chista.
Muy adrede la vista;
que le dejó aturdidos
con un zas de belleza los sentidos:
manos de admiraciones.
De Dominus vobiscum las acciones,
cargado sobre un pie, y el otro alzado
y puesto a lo de paso comenzado,
columpiándose el cuerpo con vaivenes,
a lo de vas o vienes,
muy indeterminable de estatura,
y puesta de opiniones la postura,
sobre si ha de llegarse o no llegarse.
Comenzó don Apolo a desbobarse;
y de tanta hermosura satisfecho,
dijo en su corazón: «Aquesto es hecho,
esta rara belleza
será mi quebradero de cabeza.»
Íbasele acercando el mancebito,
haciendo con la boca un pucherito,
a medio declararse con la risa,
pronunciando jalea y canelones,
que pudieran beber con las razones;
el gesto con agrado
de los que llegan a pedir prestado;
zalamero el semblante,
como con su doctor un platicante;
y llegándose más a su presencia,
con la cara de oír de penitencia,
y el rostro tan indigno,
que parecía amante capuchino,
con retórica sabia,
que tenía el mozuelo buena labia,
comenzó el parlamento
con lo de «mi atrevido pensamiento».
Díjole: «Reina mía,
aquí tiene un esclavo vueseoría;
que esa rara beldad me ha cautivado,
porque es la Barbarroja de este prado,
y con aquestos bríos
es vuesasted cosaria de albedríos.
Muerto me tiene ya su rostro hermoso,
porque es de cuando ve roso y belloso,
y a trueque que me mire (aquesto es cierto),
yo me doy por bien muerto.
Admita esta fineza;
que en mí tiene un criado esa belleza;
y ninguno más bien puede agradarle,
porque tengo que darle;
y haré que vayan, si es que no se enoja,
por barquillos y aloja;
que tampoco de balde no la quiero,
yo quiero que me cueste mi dinero.
Mi dinerillo es bien que me socorra,
no quiero amar de gorra,
que es estarme cansando,
y es amar ad Efesiosen no dando;
pues de que no se cogen hay certezas,
a bragas enjutas las bellezas;
y ahorrando razones,
callen las barbas y hablen los doblones.
«Quiérame vuesasted, no sea perdida;
que pasará una vida,
si no es conmigo ingrata,
con más comodidad que una beata.
Y si no me tratare con desprecio,
pasaráse una vida como un necio.
Quiérame vuesasted, no sea avara
que también tengo yo muy buena cara.
Vuélvase cara mí, porque le cuadre,
no han aquí a su padre ni a su madre.»
Esto le dijo Apolo a espalda vuelta;
pero, ella resuelta,
revolviendo la cara con asombro,
y puesta de Agnus Dei por sobre el hombro,
cejando atrás la vista,
facinorosa de ojos y semblante,
miradura matante,
dijo, como si fuera un enemigo:
«Galán, ¿habla conmigo?
¿De cuándo acá conmigo en esos puntos?
Diga, ¿en qué bodegón comimos juntos?,
¿cómo me dice a mí esas picardías?,
¿hame visto en algunas puterías?
¿Miren con qué nos viene?
si por otra me tiene,
vaya a buscarla y diga su fineza,
y no me esté quebrando la cabeza,
ni con ese su amor me descalabre;
llame a otro amor, que aqueste no se abre.
Mire, no me amohíne,
y que soy no imagine
ninfa de por ahí ni de mal pelo;
vaya a querer al horno de su abuelo.
¿No hay más sino, perdiéndome el decoro,
éntrome acá, que adoro;
y venir estirándose de ceja,
con sus once de amor, como de oveja?
¡Oh que cosas donosas!,
¡amiguita soy yo de aquesas cosas!,
que vendrá por amor, y si me enfado,
volverá trasquilado;
miren con quién se toma,
señor Apolo, yo, horro Mahoma,
y no hay amor que tenga.»
Enfadábase Apolo de la arenga,
y viendo tan esquivo lo que adora,
la dijo: «Hará, señora,
dejémonos de cuentos;
¿de qué nos sirven tantos aspamientos?
Vuested me ha de querer, cuadre o no cuadre,
o mire en qué hora la parió su madre.
Dejarme de querer será cansera,
vueced me ha de querer, quiera o no quiera.
No con miquis aquesas zangas mangas,
haga un amor de haldas o de mangas,
y el amor, mi señora, en paz tengamos.
¿Parece que jugamos?
¡pues a fe, si me enojo!
¡pues a fe, si la cojo!
que yo la haga querer a más de a paso.
Vamos, señora, al caso:
que usted no me conoce,
y por menos que eso, lo eche a doce;
que soy la piel del diablo.
Diga, ¿empieza a quererme?, ¿con quién hablo?,
¿somos aquí o no somos?,
¡vive Cristo!, que trata de dar comos.»
Dafne le respondió, muy alentada:
«Ya he dicho dos mil veces que me enfada;
y con todos sus fieros y su enfado,
no tendré más amor así que asado;
porque doncella soy y soy bonica.»
Mas Apolo replica:
«Doncellear como querer es eso.
Vaya a otro perro usted con ese hueso,
mas no a mí, que las vendo.»
Y diciendo y haciendo,
embistió por un lado.
Ella, viendo el negocio mal parado,
las lio (como dicen los vulgares),
sin esperar a dares ni tomares;
pies puso en polvorosa,
y exhalación corrió de nieve y rosa.
Pesiatal, ¡que lindo verso he dicho!,
¿es barro aquesta frase?,
ya soy poeta de primera clase;
pues digo rosas y hablo primaveras,
que también hablo yo muy bien de veras,
y hace muy mal quien algo no me alaba.
Iba la ninfa que se las pelaba,
y mil que entienden desto, y que la vieron,
unánimes dijeron:
«Como un caballo vuela»;
digo, que era una ninfa Valenzuela.
A puto el postre Apolo la seguía,
y a voces le decía:
«Detente, fugitiva de mis ojos,
mira que vas descalza y hay abrojos,
y maltratando vas tus plantas tiernas,
y se te ven las piernas,
que son para doncella desacatos;
toma, que aquí te traigo unos zapatos,
mas, ¡ay!, que a ser ingrata te resuelves,
pues a un toma no vuelves.
No eres mujer sin duda,
si un toma no te muda;
pues ¿quién con una manda
su dureza no ablanda?
Que es el cátalo hecho en cualquier cosa,
¿no es posible que, dándote, no quieras?
Unas enaguas te daré de veras,
con que salgas al prado de mañana,
y en viéndote un poeta tan galana,
preguntará: ¿Quién es esta señora?»,
y él mismo se dirá: «Será la Aurora;
¿quién había de ser cosa tan bella?
O es en chapines bajos una estrella?»
¡Qué de cosas te pierdes!
Si me adoras, daráste lindos verdes,
y el mejor ha de ser que no te guarde,
dejárete salir mañana y tarde;
con esto no es posible que estés sorda.
Mucho holgara esta vez que fueras gorda
por poder alcanzarte.
Mucho corres, pues no te alcanza un darte.
Detente, fugitiva,
tente, rosa con pies y nieve viva;
que eres, por lo veloz y por lo breve,
mala nueva de nieve,
cobarde, de marfil o de azucena,
o corres con las zancas de una pena.
Mira que soy prudente, ninfa, tente;
y claro está, pues doy, que soy prudente.
¿Cómo tan sorda estás a mis doblones?
¿cómo tan sorda estás a mis razones?
Siendo yo tan discreto,
escúchame siquiera este soneto.
Ea, detente, ninfa de mi vida,
que tengo el alma por tu amor perdida.
No me dejes, ingrata e importuna,
siendo sol, a la luna;
siendo día, de noche;
mira que soy hermoso y tengo coche.
Coche le dijo apenas,
cuando, corriendo como Dafne iba,
volvió la cara, un poco compasiva,
y dijo sin pararse:
«Pues no me paro a coche, no hay cansarse;
un imposible labra,
atrás no ha de volverse mi palabra,
y ha de cumplirse, si una vez lo dije,
aunque aquesto del coche es quien me aflige.
Mas aunque rabie y muera, tijeretas.»
Con esto apretó Apolo las soletas,
y pescóle el coleto, aunque no quiso.
Ya el so letor verá que aquí es preciso
que Dafne diese aullidos,
mil voces y gemidos;
diolas, en fin, que se desgañitaba,
mas yo no quiero darlas, si las daba.
Paso adelante y déjome de voces;
que aunque estoy en la silva o en la selva,
no es justo que a dar voces me resuelva.
En fin, Dafne las daba,
y dada al diablo con Apolo estaba;
y de enojo impaciente,
diole un bocado y apretóle el diente.
Escocióla el bocado, a lo que entiendo,
porque Apolo le dijo muy gruñendo:
«Suelta la disoluta,
valga el diablo la hija de la puta;
¿ella sabe a quién muerde? ¿a quién enfada?
A fe que si le doy una puñada,
que yo le haga que de mí se acuerde.
¡Pésia con la bellaca, y cómo muerde!»
Y al punto le replica la señora:
«Como no diga zas, déla en buen hora;
que no se me da un sastre de sus fieros.
¿Piensa que trata aquí con sombrereros
o alguna gentecilla semejante?
Lindo escorrozo tiene el muy bergante.
Si es que intenta mi ofensa
porque me ve mujer, muy mal lo piensa.
Ráigansele del casco esos intentos,
que me vuelvo laurel y no hay más cuentos.»
Pues dicho y hecho fue como lo dijo.
Sin que supiese Apolo
cómo ni cómo no se convertía,
que mil cruces de verla se hacía;
y viendo que la ninfa renegaba,
y para lo del siglo se acababa;
viéndola con los ojos laureados,
y de laurel los dientes traspillados,
cuando estaba crüel, ingrata y fiera,
en el último vale de madera;
antes que diese con aullido ronco
la boqueada última de tronco,
y antes que diese el cuerpo transformado
al verde purgatorio de aquel prado,
con las voces muy flacas y en los huesos,
tono convaleciente y deslanguido,
a lo estar en ayunas el gemido,
tan metido en el centro,
que parece que hablaba desde adentro,
la dijo en aquel trance,
en vez de un «Dios te valga», este romance:
«¡Oh, qué verde necedad,
ingrata Dafne, cometes!
Disparate de la selva
será tu mudanza siempre.
«Ay, mozuela boquirrubia,
y ¡qué perdida que eres!
¿No sabes tú, cuitadilla,
lo que en tu hermosura pierdes?
«Mira que dineros valen
buena cara y años veinte,
y no quiero yo de renta
más raíces ni más muebles.
Aprende de tus vecinas
hermosuras genoveses,
que haciendo trato su cara
dan chento por chento el trueque.
«¿Quién te mete en ser laurel?
no es mejor cuarenta veces
salirte al prado encarnada
que estarte en el prado verde.
«No hay sino vivir, y ser
apacible con las gentes,
y quédese lo severo
para un turco matasiete.
«Lo esquivo se usó antañazgo,
y se usaban los desdenes
cuando los cabellos rubios
eran gala en los copetes.
«¿Eres tú jurisconsulto
que ser alcalde pretende,
y presenta por servicios
la condición de una sierpe?
«Sea laurel quien gustare;
que no es justo que te empeñes
en sazonar los pescados
ni engalanar escabeches.
«En victorias de aceitunas
sólo a ser corona vienes;
gentecilla tan soez,
que en zapateros se vuelven.
«Dirásme, desvanecida,
que adornarás muchas frentes;
pero un cuerno hace lo mismo
en muchas honradas sienes.
Esto Apolo le decía,
llorando de veinte en veinte
las estrellas como el puño;
y ella se estuvo en sus trece.
Y viéndola ya laurel,
les dio a sus hojas crueles
bula de absolver de rayos
cuando los nublados truenen.
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- Antonio Rojas Castro
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