Fragmento I

Del mar Panfilio en el profundo seno
yace abrigada Chipre
-si bien su planta d'él siempre besada
con sus ondas lascivas,
del aire regalada
con mano generosa,
su cabeza apacible y deleitosa-;
mira con eminencia
septentrional Silicia,
meridional Egipto,
Siria oriental, occidental Panfilia;
presidio es de Amaltea,
de Priapo cultor, huertos pensiles,
de Pomona, decoro,
orgullo y pompa del rapaz alado,
exaltación de Venus,
rubia altivez de Ceres,
tálamo en que, tendido,
se muestra Baco, de Minerva asido.
D'esta, pues, isla hermosa
tuvo el rico gobierno
-bien que por sus efetos desdichado-
el rey Cinaras, hijo
de aquel sincel valiente,
sincel Pigmaleón y de la estatua,
milagro de sus manos,
a quien Venus piadosa,
de su amor condolida,
porque a su perfección sólo faltaba,
le impuso el alma, le inspiró la vida;
por hija este rey tuvo
la bella Mirra, Mirra más hermosa
que el Sol luciente al despuntar del día.
¡Oh veneno embozado!,
regalando los ojos, le bebía
el padre enamorado;
que pudo quebrantar tanta belleza,
ley de naturaleza,
y el amor paternal, casi invencible,
pudo ser quebrantado
del torpe, del lascivo,
que apetito es su nombre,
propio al irracional, indigno al hombre.
Disimulado el rey sus penas siente,
que amor disimulado penas causa:
creció y alimentóse
en el tirano corazón doliente
de las dulces palabras de una boca,
de los orgullos de una altiva frente.
Por natural vergüenza,
mas que no por el cuerdo sufrimiento,
el padre indigno su pasión celaba;
y la honesta doncella
-sol que le abrasa y que le influye estrella-,
en ejercicios lícitos pasaba
el tiempo, si quedaba
absuelta de domésticos cuidados.
Un apacible día,
en sus cultos jardines,
por divertirse hacía
el dulce efeto que la blanca Aurora,
no porque perlas llora,
mas porque su presencia generosa,
daba vida a las plantas,
a todas ramas sazonado fruto,
bellos matices a las varias flores,
y con su aliento suavidad de olores;
que alegra, si conquista,
cuanto es objeto de su dulce vista.
Llevarse deja en movimiento manso
de la murmuración mal explicada,
que un alegre arroyuelo
con su discurso natural hacía
por entre verdes murtas
y frescos arrayanes,
dando lugar, tal vez, a que le usurpen
sus cristales hermosos
humildes juncos y espadañas verdes;
siendo presidio de sus claras linfas
y albergue a pececillos temerosos,
que, entre raíces de árboles torcidas,
pretenden sólo conservar las vidas,
sin llegar a un estanque dilatado,
donde mil sus iguales
eran, por temerarios,
de otros mayores mísero sustento;
y hallaban contento
en la agua moderada en que vivían,
sin querer, ambiciosos,
mares solicitar dificultosos.
Sigue la hermosa ninfa sus pisadas
y al espacioso estanque
llega, donde, llamada de las olas,
con dulces lenguas del silencio a solas
y aconsejada del calor estivo,
se muestra persuadida
a dar sus mimebros de cristal luciente
al agua divertida,
enamorada ya, más que corriente.
Parece el cuerpo hermoso que se mueve
entre las aguas claras
cándida copia de nadante espuma.
¡Oh qué ventaja a los cristales hace!,
ventaja generosa,
como entre lirios nacarada rosa.
A esta sazón luchando, y aún rendido,
con insultos estaba pensamientos,
entre determinado, entre dudoso,
el padre enamorado
que, algo siempre apartado,
la dulce causa de su error seguía.
Llegó tan cerca della,
que fácilmente pudo una centella
ser traída del viento
al pecho fulminado,
donde, de la ocasión fiera atizado,
el corazón doliente
descubre ya su incendio dilatado.
Ya siente que discurren por sus venas
exhalaciones de lascivo fuego;
ya la razón se aflige y desvaría
con la temeridad del accidente
que el apetito cría;
ya -¡cuán en vano!- reducir procura
siquiera a lucha nueva
el ánimo en errar determinado
del pervertido padre
que su lustrosa calidad le lleva:
mas queda desmayada
y vergonzosamente atropellada.
En tanto, pues, la descuidada ninfa,
usurpada del baño
entre un, si avaro, delicado paño,
la plata de sus miembros escondía,
por ellos deslizándose caía
la agua templada y pura,
cual por mármoles tersos
o columnas de cándido alabastro;
y a la linfa menor que se escondía
rehacía en sus molduras torneadas,
perezosa en sus hoyos
-abismo, si abundancia de hermosura-,
dulcemente la apura
aplicando la mano delicada
-el cendal interpuesto-
hacia la parte que sintió mojada.
Fuese apartando un poco
del ordinario paso,
que ya la esperan con placer no escaso
rústicas almohadas de tomillos
sobre tapetes verdes y amarillos.
Recostóse do el pueblo de las flores,
besando alegre sus piadosas plantas;
en aras naturales,
aromas mil le ofrece,
porque gozar su vecindad merece;
y allí, con el celebro humedecido,
los miembros delicados,
del gustoso ejercicio fatigados,
entregaron del alma las espías
al blando hermano de la amarga muerte
que, con sus alas de piedad movido,
dulce sombra le hizo al sol dormido.
Ya de la lucha bárbara, dudosa,
el falso padre, el desmentido amante,
a su conceto, vencedor se estima;
juzgaba vitoriosa
la determinación, infame esclava,
y el adúltero paso apresurando,
llega a su hija, que durmiendo estaba.
Llega atrevido, calla temeroso,
quiere embestir y queda desmayado,
intenta acometer y atrás se vuelve;
de una mujer dormida
tiembla determinado,
que es cobarde la fuerza del pecado;
mas el poder, el cetro, la riqueza
-carga del alma, espuela del sentido,
disolución infame, descarada,
si en ignorantes toca-,
los autos justos del temor revoca,
y le arroja en el suelo
a chupar los claveles de una boca.
No de otra suerte susurrante abeja
calar se deja al romeral florido
tras su goloso humor que está escondido.
Salteada la ninfa
en el paso lascivo,
aun de su pensamiento no tocado,
despierta y duda si será soñado
caso tan peregrino:
ve su padre mudado,
no de hombre en fiera, más de fiera en monstro,
en el acto y el rostro;
duda, suspensa, y, en su duda extraña,
el falso que le arguye,
por amado, o temido,
el silogismo de su error concluye
y, pisada la cándida azucena,
vïola negra ya quedó de suerte
que concibió, cual víbora, su muerte.
El bien contento amante,
viéndose poseedor de su esperanza,
a su resolución reconocido,
daba las gracias y a su buena suerte;
ya deja de ser padre y es esposo,
galantea solícito y cuidoso
con máscara de amor su hija y dama;
ella, con sus fatigas vueltas gusto,
dulce le corresponde,
dulce se enlaza del paterno cuello
y por lo vergonzoso, o por lo bello,
purpúreas rosas deshojadas llueve
-triunfo de amor, y de su madre fama-
de entre el jazmín, ejemplo de la nieve.
Pide licencia al padre de vestirse
y el amante le sirve la camisa
torciendo el cuello al inclinar la cara,
para gozar su hermosura rara
no sólo en acto feo,
pero con ciegos ojos;
que le ponen demanda los sentidos
viéndole casi muerto
sobre la parte poca
que en un deleite temporal les toca.
Pusóse, al fin sus galas al descuido
que tuvo su cuidado
en nueva acción entonces ocupado.
Calza coturno de oro en pie de plata,
hacia su real palacio el paso inclina
y, con tanto dulzor la hierba trata,
que por no serle esquiva, o serle ingrata,
al suelo se reduce
y copias mil de flores le produce.
Duplica los requiebros implicados
a cada paso el amador sediento;
duplica los abrazos añudados
en conquistar una esperanza larga;
quisiera ver el tiempo detenido,
que le parecen soplos
-y en esto sólo acierta-
las horas que regalan el sentido.
Llegaron a su alcázar sumptuoso
los dos nuevos amantes:
él, cual galán del gusto de su dama
se aparta cuidadoso,
como rey se presenta a quien le espera
y, mientras suelta la madeja hermosa,
a solas retirada,
con blanco peine en mano regalada,
y con nuevo discurso,
en nuevo caso,
la legítima infanta respetada
bastarda oculta reina;
más que cabellos, pensamientos peina.
En recíproco amor pasaron juntos
-felicidad de amantes-
algunos dulces, pero breves días.
Aviva el apetito
y el gusto se dispone
con la agridulce salsa
que el recato les sirve
por la curiosidad de los criados,
rigurosos censores
de la mejor acción de sus señores.
Llegado, pues, el tiempo, siempre corto
en casos semejantes,
Mirra, fecunda, la opinión desmiente
que de su castidad tantos tenían.
Sus doncellas lo sienten, y lo callan;
sus criados lo miran, y enmudecen;
los ancianos se espantan,
mancebos la mormuran,
niños la satirizan cuando cantan.
Quisiera el padre hacerse no entendido
por no mirar concluso
el pleito criminal que honor le puso,
mas ya no valen pruebas de Cupido
que, mirando los ojos de su gente
-bien es que está engañado-,
imagina que saben su pecado.
Quiérelos desmentir con fiero enojo,
cúlpalos con equívocas palabras;
de uno que a todos toca
finge que está ofendido;
brama cual toro del rejón herido,
ruge como león ensangrentado,
bufa cual jabalí que el perro siente.
Quitar quiere la vida
el tirano homicida
-por la materia de su mal estado-
a quien había quitado
la más durable que la fama ofrece.
Su culpa infame olvida
-por fuerza de amor propio-,
a sí mismo se engaña y persüade
con elocuencia muda;
niega sin que le imputen su delito,
dejando falso su descargo escrito
con inocente sangre,
y determina, en su discurso errado,
salir del duro aprieto
matando a esposa y hija, a hijo y nieto.

Fragmento II

Tras una exclamación que al cielo intima
-después de estar el mísero juzgado-
sale fiero, el semblante alborotado,
el paso descompuesto
y empuñando el acero; vinculado
a su real corona,
ministro vil su deshonor pregona;
que quiere, en vez del cetro generoso,
constituir del más verdugo infame
el filo más cobarde, riguroso.
Busca la tiranía conjurada
a la casi inocente, bien segura,
que aguardaba a su esposo,
llena, si de vergüenza, de hermosura.
Las puertas que conquista, así las hiere,
que dan temor dudoso
a la ninfa confusa.
Pregunta a sus doncellas:
«¿Qué voces portentosas son aquéllas?»
Y la que más decírselas rehusa,
por amor o por odio que le tiene,
la avisa del peligro
y de su error la acusa.
Entra la fuerza el enemigo fiero,
y ella, que en hoja de fulgente acero
y en el semblante airado
ve la sentencia escrita de hijo y madre,
por redimir las dos amadas vidas
del enemigo y padre,
en tiempos diferentes recebidas,
-y en actos tan distantes,
por la dispensación de su apetito-,
calza las plumas que el temor le presta
y, dejando su alcázar lastimado,
dejando atrás el viento fatigado,
con su voz lastimosa,
la hermosura funesta
fatiga con sus plantas la floresta.
Vése Atalanta allí, sin buscar pomas,
huyendo el rayo del veloz cuchillo,
término que es fatal de su carrera.
No se aflige el amante en la conquista,
brama el verdugo, en verla tan ligera,
y en modo de venganza,
cuando más se fatiga y no la alcanza,
si queda imagen de su planta hermosa,
la rompe airado con el pie grosero.
¡Oh, qué infeliz agüero!
Ya Mirra desdichada
oye la voz, que la llamaba airada.
Siéntese sin aliento y desconfía
de hallar huida al obstinado alcance
que persevera tanto;
y así con interior, si dulce, canto,
invocando a los dioses, les decía:
«¡Oh sagradas deidades,
que gozáis sin mudanza dignamente,
en trono eterno, eternas majestades,
los que en ricos palacios
de inmensa arquitectura
medís zafiros y pisáis topacios,
absueltos siempre de tiniebla obscura,
y en mesa dilatada,
de apetito mortal jamás tocada,
con hartura y reposo
bebéis néctar sabroso,
tras los dulces bocados,
de soberana duración guisados.
¡Oh tú!, jüez a todos eminente,
que si el rayo en la mano,
tienes de amante el corazón humano.
Tú, que con luz prudente
ves las miserias de la humana gente,
oye mi triste querellante voz.»
Aquí, en un punto fue la voz turbada
de la ninfa cansada,
sin que impetrar pudiese
auxilio alguno más que la valiese,
término tuvo el fugitivo vuelo,
penetraron sus lástimas el cielo;
que aunque dista a los ojos,
a efectos tiernos y a piadosos casos
está siempre vecino.
Los delicados pies, ya no ligeros,
por la admirada tierra se clavaron
y en torcidas raíces se tornaron;
las blancas piernas de cristal bruñido,
juntas, retortijadas,
de robustez con aspereza armadas,
se oponen firmes al burlado acero.
Los tiernos, lisos brazos,
tálamo dulce al regalón Cupido,
vueltos en gruesas y velludas ramas,
palestra son del viento embravecido.
Los dedos torneados
en renuevos se ostentan delicados;
los dorados cabellos,
lucida afrenta del honor del día,
en algo crespas, verdinegras hojas;
las dulces y conformes coyunturas,
en nudos descompuestos,
y, al fin, quedó cubierta su belleza
sutil, cándida y lisa,
en resquebrada y áspera corteza
de un mal derecho tronco
que en seis o siete codos de estatura
disfrazó su gallarda compostura,
cuyas amargas gomas
heredaron su nombre
y en teatros funestos representan,
con su triste amargura,
la tragedia de tanta desventura.
Ya llega, ya, la vergonzosa espada,
ya ejecuta en el tronco,
que casi dentro se quejaba ronco,
la justa cuchillada,
si fuera, en quien la forma, ejecutada.
Mas los cielos piadosos
-que conservar una inocente vida
con dos venenos saben rigurosos-
producen de la herida,
entre cuajada sangre desteñida,
un peregrino infante,
confusión de crepúsculos hermosos,
piedad de airadas fieras,
de los dioses cuidado,
decoro de las ninfas regalado
y altiva calidad de sus riberas.
En sus robustos y velludos brazos
de verdes hierbas, de esmaltadas flores,
con dulce amor le recibió Cibeles;
a los leones duplicó los lazos,
que, por insignia de piedad y amores,
en plumas blancas permutó las pieles
y adornó con pelícanos su carro.
El padre incestuoso,
cruel, bárbaro abuelo,
viendo su infamia que la ostenta el suelo,
desesperado, con mortal desgarro,
solicita el castigo riguroso
debido a sus delitos.
Su conciencia feroz le fiscaliza
y, cual verdugo, a la memoria atiza,
brasero ya encendido,
con bastardas centellas de Cupido,
y, al presente, infamado
con los dolientes gritos
que dilata el infante delicado,
huye de sus ministros forajido,
solicita los fieros animales,
no para darles leyes
-que es ya vasallo vil; las fieras, reyes-,
mas porque, en garras llenas de braveza,
se ejecute el castigo de sus males
y se halle en su historia,
para ejemplo y memoria;
que por tener corona en la cabeza,
aunque fue rey injusto,
pronunció el auto de su muerte justo.
Y ya que mide a un monte la aspereza
-la luz mísera en él, aún no distinta-,
ministros de rigor salieron tales
que, dejando la hierba en sangre tinta
y la tierra manchada,
la sentencia ejecutan fulminada.
Al camino común de los mortales,
con pequeñas fatigas de Lucina,
salió el infante libertado apenas,
cuando Setún solícito y Vituno,
que a tal piedad se inclina,
le inspira el alma con su aliento el uno
en las templadas venas,
y el otro, en sus asientos naturales,
los sentidos le imprime corporales.
Veloz Lenona parte, mas con paso piadoso,
a alzar del duro suelo el niño hermoso,
prisión de Venus y expulsión de Marte.
Júpiter mira con piadoso agrado
tanta hermosura, en término tan breve,
y casi se le atreve
traidor Cupido, a vueltas del deseo
de verle bien logrado;
y así, por su apetito o su cuidado,
resuelve providente
en su infalible mente
que el trato de los dioses y su empleo
sirva al bisoño infante
-desarmado y desnudo, mas triunfante-
de sueldo rico y disciplina honrosa
en aquesta milicia rigurosa.
Juntos los vicedioses en las salas
que ilustra el rubio aspecto de alegría
y atemoriza el fulminante rayo,
de su mejor acción hacen ensayo.
Ya la cándida voz que proponía
el suceso piadoso
del brótano de un árbol prodigioso
toda deidad pendía,
y, mientras calzan obedientes alas
los piadosos fervores,
Júpiter les confiesa
que es de la tierra universal amparo,
y debe -aun con su vida- dar reparo
-precisa obligación de superiores-
a la necesidad, que más se expresa.
A cada cual en su eminencia ocupa
el mandato obediente.
Parte Cunina al amoroso arrullo
con plantas de algodón, con su voz süave,
con mano diligente,
y la blanca Rumena
de blanco humor, con abundancia llena,
copias ministra en el pezón que chupa
el tierno labio con lascivo orgullo.
A su sabrosa facultad, Potina,
de método no escrito,
términos proponiendo al apetito,
templadamente al nuevo gusto inclina
con el comer sabroso
y el beber insaciable, deleitoso.
Otra deidad ligera le reserva
sin aceite ni hierba,
con celo manso y pío,
de toda opilación, de todo hastío.
Y, con semblante alegre, Vaticano
de ordinario le asiste
al tierno llanto lastimoso y triste,
porque no se le atreva
y, en vez de dulce humor, lágrimas beba.
Con firme pecho, con igual semblante,
Penencia se oponía
a las formas que trae la fantasía
y a miedos alterados
que, sin causa bastante,
hieren los corazones delicados.
Mite, prudente anciana
-deidad mentida en la malicia humana-,
le corrige, le templa los deseos.
Y Conjus, con sus canas venerables,
contra los casos que se ofrecen feos,
sanos consejos le propone amables.
Sencia le pone el natural agrado,
hechizo no estudiado,
acetada libranza
que el costo ha de pagar de su crianza.
Otras sacras deidades se encargaron
de acciones de su vida diferentes,
y todas juntas ya sacrificaron
a los dioses consentes
que la ofrenda benignos acetaron:
el Júpiter tonante, la cabeza;
Minerva sabia, los prudentes ojos,
los tiernos brazos, la cuidosa Juno,
los blancos pechos vinculó Neptuno
y la cintura, el dios de la braveza.
Venus, llena de enojos,
las espaldas recibe con tristeza,
quizá porque le dicen sus antojos
que cuando de su amor esté encendida
ha de volverlas a la humana vida.
Y el dios facundo alado
-¡ay, qué gran desventura!,
mejor fuera calzar plomo pesado-
en pies veloces imponer procura
sus dos alas ligeras
para que pueda perseguir las fieras.
Desde su carro de cristal luciente,
-disipación de la tiniebla obscura,
primero honor del más alegre día
y émulo casi vencedor de Febo-,
en la venta común del huésped nuevo,
la encendida hermosura
Venus miraba con afecto ardiente;
a sus cisnes las riendas recogía
y en su carrera el curso suspendía.
Mirando estaba atenta
cuando, descomedido o descuidado,
el cisne, de su mano regalado,
despliega un ala, de la nieve afrenta,
que interpuesta a la vista se presenta.
Pudo causarle -como estorbo- celos,
y así, con fiero enojo,
sacude en cuello blanco azote rojo,
cuyo crujido retumbó en los cielos
y, amedrentado el tirador bizarro,
casi en el eje se ocultó del carro.
Vuelve el sabroso objeto
con nuevo ardor la vista penetrante,
y ya, de enamorada o condolida,
mostrar quisiera el necesario efeto
en la inocente vida,
dándole en sus palacios acogida
para que no se estreche;
y entre los labios del coral excesos,
tras dulces copias de lasciva leche,
dulce abundancia de lascivos besos; p
ero teme a su amante
que se le opone con su luz delante.
El colérico Marte conocía
de Venus el intento y, no celoso,
mas algo cuidadoso,
con su ardiente fulgor la entretenía.
Ella, disimulando, complacía
al adúltero amigo y fiero esposo,
hasta ver divertido
a Marte poderoso
entre cuchillas de rigor vestido,
y al astuto Vulcano,
con el martillo en la derecha mano.
El infante esperaba su ventura
que ya cercana viene
-porque no se le encarga
a corta vida una esperanza larga-,
cuando Venus previene
del carro hermoso la veloz blancura,
olvidando la red y las cadenas,
del sabroso delito, amargas penas,
que aun hoy publica el gallo temeroso
en cada giro del planeta hermoso.
Y, sacudiendo el temeroso azote,
bajan los hipocisnes las cabezas,
alzan las alas en conforme trote,
rechina el eje y los tiranos crujen,
tres murallas penetran de diamante;
si no de Venus los alados tiros,
de su artillero las volantes piezas
rompen los campos del bramante Eolo
do embravecidos sus ministros rugen,
entre cuyo ruïdo siempre solo
tristes dilata Venus mil suspiros,
hasta que el carro al tierno infante
llega donde se arroja entre las flores ciega.
Lenona caminaba diligente
-aunque partió primero,
que amor nace con alas y es ligero-
cuando alzaba la madre de Cupido
del duro suelo el encarnado oriente
y cuando la toalla que ceñía
en tres conformes partes dividía
-porque tres veces guarde
del animoso viento desabrido
al tierno pecho, sin temor cobarde-,
danle los cisnes priesa
para que vaya a acompañar el día,
y ella se embebecía,
después ya que le brinca, chilla y besa,
considerando en los futuros años
un talle airoso entre lucidos paños.

Fragmento III

Parados, los crepúsculos la esperan
-que ha de pasar delante-,
cuando entregó el infante
a la casera de una humilde choza,
en cuyas simples pajas
-mejor que entre brocados bachilleres
que la virtud discreta vituperan-
de dulce amor y de quietud se goza.
Encargóle el cuidado
y el premio del trabajo señalado
en los que el niño le dará placeres,
y de su rico templo en las ofrendas
crujió el azote y sacudió las riendas.
Casi distaba término imposible
para la voz humana,
cuando la ansiosa, fatigada, escucha
que, el nombre del muchacho preguntando,
con la aspereza de los vientos lucha.
Corrige, al fin, la confusión terrible,
dos veces dilatando
Adonis dulce por el aire blando,
en señal de la herencia
que hizo a la desdicha, la inocencia;
y en señal de alegría
-no de la posesión, de la esperanza-,
el aire y tierra que su voz alcanza
de olores mil con suavidad henchía.
A más velocidad su curso entrega
la precursora del siguiente día,
y a sus palacios llega,
donde los rayos de su luz despliega.
Hizo el rapaz en Venus tanto estrago
dejándose mirar -¡oh nuevo estilo
de ponzoñoso aspecto!- que pudiera
ser desterrada de su hermosa esfera
y condenada -cual mujer- al filo
del ofendido esposo,
que si una vez le mitigó el halago,
otra le incita al acto riguroso,
si no la disculpara
muda elocuencia de belleza rara.
Pero los rizos del dorado pelo
sobre el marfil lustroso de la frente
son rayos que disculpan su accidente,
que el oro agravian de Milán delgado,
y al sol que pende en la mitad del cielo
le vituperan su mejor trenzado;
el nácar interpuesto, bien partido,
con la reciente deshojada rosa
sobre las tiernas cándidas mejillas,
no vistas hasta entonces maravillas,
son caracteres sabios
que informan la violencia que recibe
hasta la posesión la amante diosa.
De la parte más pura y más hermosa
que del zafiro desgajó tercero
el Júpiter severo
con duro rayo de furor ceñido,
cuando hace al fiero Acroceraunia astillas,
son los rasgados ojos que apercibe
contra su madre el flechador Cupido.
El coral encendido,
si bien de tierno, congelado apenas,
forma los gruesos y conformes labios,
dulces ministros de mayores penas
y de mayores para el mundo agravios;
que ya codician, como son tan bellos,
todas las ninfas desmayarse en ellos.
La orgullosa garganta,
después de dos barbillas ternezuelas,
que pueden ser del apetito espuelas,
airosa se levanta,
casi del pecho juguetón sacando
cándidas roscas de alabastro blando.
Los miembros bien dispuestos, bien trabados,
de su gentil disposición señales,
son trabas, son cadenas,
términos son mortales
de amorosos intentos,
hijos desenfrenados de los vientos,
por natural estorbo mal logrados.
De las doradas flechas matadoras
es Adonis la hierba, y como crece
por oculta virtud más que por días
-que a él sólo se permite
con oraciones de su amante pías,
que en vez de meses le aprovechen horas-,
Cupidillo orgulloso se recrea
y, por probar la fuerza del veneno,
de cuando en cuando en el lascivo seno
de su madre querida,
abriendo nueva herida,
la aguda copia de su aljaba emplea.
Ya desde el cielo Adonis se parece,
que da cuidado al ama,
y la desprecia, cuando más le llama,
por ver los pajarillos en los lazos,
hechas las alas de batir pedazos.
Por oculto camino
de otro jamás pisado, Adonis llega,
de la infancia encogida,
a la lozana juventud florida;
el ánimo ostentando más gallardo
que en pecho humano encarcelarse pudo
y la mayor belleza
que dio con su pincel naturaleza.
Mira Venus el monstruo peregrino
más bien, cuando más ciega,
y aunque le agrada ver que el hierro agudo
en una fiera ensangrentó del dardo,
recela temerosa,
que es la caza en los montes peligrosa.
Venerador piadoso de Dïana
era el joven valiente,
aunque tal vez sus regalados ojos
se regalan mirando
de hermosas ninfas la lucida escuadra
que el monte más espeso
tras el herido jabalí taladra.
Y cuando llegan a la dulce fuente,
a la más vencedora y más ufana
a quien la fiera le rindió despojos,
si fatigada en la carrera ardiente
-el fresco sitio Adonis despejando,
que le llevaba del calor el peso--,
antes que la agua clara,
mil venenos le brinda con su cara.
La hermosa Venus con mortal recelo
y vivo afecto de gozar su amado,
en el gran tribunal de su cuidado,
de perezoso acusa al rapto cielo;
al minuto menor del tiempo acusa
de que el término usurpa dilatado
al año más tendido;
ella se aflije y huélgase Cupido.
Ya sólo de bajar al mundo trata,
ya sólo alumbra el paso de su excusa,
ya sólo en sí se incluye
y un apetito vehemente influye.
Al delincuente flechador se aplica,
porque la ayude, pues así la ultraja.
Toma el azote airada y significa
que con enojo a castigarle baja
a Chipre, donde vive destraído;
ella se aflige y huélgase Cupido.
Los cordones morados ondeando
con golpes tan süaves,
que a su sabor se van lozaneando
las tantas veces impacientes aves,
al lado izquierdo llama,
la mano baja, al mundo señalando.
Ya de la cárcel de zafir hermoso
desobligada -sin pagar- salía
a tanto disimulo mentiroso;
ya del seno lascivo, generoso,
copias dilata de amorosa llama
con que llena los campos de alegría.
Al sabroso compás que el carro mueve,
nubes de flores de sus faldas llueve,
montes de rosas de su luz derrama,
el dïáfano viento usurpa dellas
para hacer ostentación gallarda;
dellas conservan para honrar su aliño
el verde prado, la montaña parda,
y el dios cerúleo guarda
dellas para el cariño
que siempre crezca de sus ninfas bellas
entre las vivas de su amor centellas.
Suspiros dulces más, más que las flores,
porque su curso tarda,
baja esparciendo la deidad de amores.
«Levanta» -dice a el Austro regalado-,
«sopla» -al Favonio dice, entretenido-,
«llevad estos suspiros a mi amado,
traed su dulce oído».
Ella se aflige y huélgase Cupido.
Tan cerca de la tierra
el fulgurante carro se divisa,
que teme -y con razón- segunda guerra
de algún Faetón segundo.
Mas Amor, aunque ciego,
con las cenizas de su mismo fuego,
conoce que es la que le dio la vida
y, quitada la venda,
al camino salióle por la senda.
Con rueda ardiente de bruñida plata,
favoreciendo el mundo,
de Chipre el margen regalado pisa;
los fatigados cisnes ya desata,
que el ala y pierna cada cual dilata
y, sacudiendo los sudados cuellos,
se peinan, con los picos, los cabellos.
Mas porque no se entienda su venida,
a nube amiga encomendó su coche
que las cortinas de su horror le abroche.
En esto, discurrir por la floresta
mira a su hijo, con abiertos brazos,
dando señal de regocijo y fiesta;
sudando los ricillos de la frente,
llega al fin, estrechándola los lazos,
cerca del suvo natural oriente.
Ella, como Íe ve tan desarmado
-que el feroz arco y la temida aljaba,
con astuto cuidado los dejaba
en confianza al venenoso prado-,
del suelo le levanta
y el hechicero hijuelo,
sin venda ya y sin vuelo,
dándole besos mil en las mejillas,
se añuda en la garganta.
Venus, por verle el rostro, al tierno lado
-que nunca las consiente, sin sentillas-
la examina en sus dedos las cosquillas.
Luego el sudor con blanda mano apoca,
enjugando con soplos de su boca
la hermosa frente y el rizado pelo
del hechicero hijuelo;
a que se siente allí la persüade
sobre una tiernas preparadas flores,
dulce tálamo, digno a sus amores,
que trae donosos chistes que decille;
su madre, por cubrille
-cual si no la supiera-
la causa que la aflige,
sus afectos indómitos corrige
y alegre y placentera
se sienta luego, porque más se agrade
el hechicero hijuelo,
a más honor del apacible suelo.
Conocieron las aves
en los soplos del Austro comedido
los huéspedes del prado prevenido
y, al son de un ronco, bárbaro instrumento,
que un arroyo villano
con cristalina, aunque grosera mano,
entre unas peñas de rasgado toca,
mientras danzan los olmos con el viento,
una dulce capilla se convoca
con redobles y pasos tan süaves,
que todo curso enfrena,
si no el discurso que Cupido ordena.
Desata al fin el encarnado labio
el muchacho elocuente,
en todas ciencias sabio,
y ata a su madre, de su voz pendiente,
traidorcillo insolente:

Fragmento IV

«Madre, después que me picó la abeja,
piso con más cuidado
la verde grama al floreciente prado,
dilatando por ella mi sentido;
que aunque huye en picando rigurosa
y al romeral se aleja,
junto al dolor, el escarmiento deja.
Primero busco el áspid escondido
tras de la flor lozana,
que mi mano temida y temerosa
corte su cuello erguido.
Antes que llegue a la beldad temprana
de la más fresca rosa,
para huir su siempre aguda espina,
busco el curso veloz de la mañana.
Y a la cándida Naya que dilata
dulces coturnos de corriente plata
llego cuando unicornio se le inclina,
no cuando el torpe rústico camello
-señorazo entre fieras-
porque le dice las verdades claras,
su claridad enturbia cristalina.
Yendo por medio el más sutil cabello
yugo le impongo al más exento cuello,
con dulces lazos de coyundas caras.
Traigo los nudos flojos
de mi engañosa venda,
no hay dama presumida que no entienda
que ciego estoy de veras,
y mediante el cendal, que es mis antojos,
salteo un alma al paso de unos ojos.
Sólo el vil interés se me resiste.
¿Cómo se me resiste? Me atropella
y en asquerosos pies de bajo cobre,
socos calzando de metal luciente,
en la mejor escuadra de mi gente
los codiciosos corazones huella
del más rico al más pobre.
Ya descarado y satisfecho embiste
mis fuertes muros y elevadas torres.
¡Y tú, madre cruel, que le socorres!
En piezas del Pirú, balas de oriente
ejecutan la infame batería
que desmantela mi presidio honroso.
Cierra la puerta de mi herida ardiente,
hace servir mis armas de trofeo
a las que honoran su grabado escudo;
corta mi lazo, siempre generoso,
torpe cuchillo, codicioso, agudo,
en la fragua templado
de un vil, sediento, hidrópico deseo
y luce más que su voraz empleo,
cuando más atizado,
una centella mía
cuando más de su origen se desvía.
Peligros contingentes
huigo con pie ligero,
cual su regazo dulce madre agora.»
Y fiel imitando a voz traidora,
planta veloz, pequeña,
discurre halagüeña
sobre flores recientes,
hasta llegar do está la antigua aljaba.
Finge que corta una lasciva rosa
-¡oh traidor lisonjero!-,
y saca media flecha
do la potencia de su brazo estrecha,
con que a su madre hermosa,
que a la ofrenda süave, codiciosa,
la regalada mano dilataba,
el corazón le clava.
Sentida la deidad, al punto muda
la blanda mano de piedad en ira;
a cogerle se arroja,
y en propia sangre siente que se moja;
que en vez de asir el ala al ceguezuelo
-sierpe en un punto alada,
de ponzoña más grave
y más ligero vuelo-,
el pico aprieta de una espina aguda,
también como la flecha preparada.
Así sucede a cándida paloma
que, asida el pie plumoso
en lazo cauteloso,
grillos se impone más, cuando más tira.
¡Oh simple Venus!, mira
que todo el campo en que discurres toma
el veneno süave
que en tus entrañas se aposenta y cabe,
y que es rincón pequeño
para la pompa de su altivo dueño.
El pájaro rapaz que en giro vuela
a la paloma herida
sujetaba triunfante,
y ella asirle desea
porque sus fuerzas invencibles crea.
¡Oh embriagada ambición de sed crecida,
que entre un padre y un hijo poderoso
guerra introduces fea!
¡Oh riqueza ignorante!,
letargo a la razón siempre penoso
y al apetito azote cuidadoso
que le hace estar en vela,
casos solicitando tan terribles
-y aun fines prometiéndose imposibles-,
que de naturaleza los cuidados
se asombran y los huyen,
viendo que no se incluyen
en los términos suyos dilatados.
El Icarillo astuto
conducirse dejaba de sus alas
a las etéreas salas;
y para curso tan difícil toma
-a pesar de su madre y sus dolores-
plumas infatigables de paloma;
que con plumas de cera
mal se escudriñan rumbos de la esfera.
Y ella -viento calzada-,
dando a la tierra celestial tributo
con su sangre cuajada,
cual suele herida cierva
que el aire pisa perdonar la hierba,
de la floresta sale al monte erguido
persiguiendo a Cupido,
sin maltratar las presumidas flores;
antes se vuelve, en tanto vicio loca,
la que al pasar en sus coturnos toca.
Y apenas examina de lo alto
los rústicos testigos
que al volador condenan delincuente,
y a quien ella consiente
firmar su dicho siempre verdadero
que el humor más tinto
de sus azules venas,
cuando en las más serenas
ramas que son del monte laberinto
la saltea ladrón un sobresalto,
no de escuadra de fieros enemigos,
mas de un jabalí fiero
que del bufido que arrojó primero
le robó riguroso
el rico nácar a su rostro hermoso.
Tiende las velas del vestido al viento
la hija de la espuma
en la venera que el temor le ofrece;
que, según está ciega,
piensa, corriendo el monte, que navega;
huye a Caribdi en el mortal portento,
pero a Escila se llega,
donde antes mucho que su mal presuma,
entre agua no, se anega
entre el fuego que, exento,
en sus entrañas amorosas crece.
Rama descomedida
-no la perdone la segur primera-
usurpando el volante, ostenta el oro;
tronco no bien cortado
el cendal despedaza delicado,
mostrando de la plata no avarienta
el lascivo tesoro.
Los ásperos abrojos,
símbolo triste de pesar y enojos,
a la planta veloz, cuanto atrevida,
siguen de suerte que el humor revienta
por la -aunque no sentida
a tigres fieras-, lastimosa herida.
Desciende al fértil y apacible llano,
pero más peligroso,
por el áspid que esconde venenoso,
y su grama pisando
-que ya que no la cura,
dulce parece que la está halagando-
más fatigada o temerosa menos,
los peligrosos senos
de la inculta espesura
mira, volviendo atrás de cuando en cuando;
una apacible senda
dulcemente la advierte
-a ser posible- su temprana muerte,
porque Lampecia la cuidó sombría,
honrosa tumba en que reposa el día;
y no es mucho que entienda
que tumba que es del luminar primero
puede sepulcro ser de su lucero.
Beben los verdes álamos sombríos
-venerable compaña
de la senda huraña-,
de un fatigado arroyo, sudor claro
que, dejando las faldas de una sierra
-pródiga madre deste hijuelo avaro
y los pechos de humor jamás vacíos-,
de una piadosa fuente
llega a besar sus plantas, diligente;
cohechando la tierra,
que le da libre paso a su corriente,
con mil pedazos de cristal deshecho
del bullicioso pecho.
Y con la majestad que Alcides, ellos,
por si interés le mueve,
antes que el aura blanda se las lleve,
esmeraldas le dan de sus cabellos,
por si humildad se humillan,
tanto, que sus copetes levantados
entre las guijas brillan,
que los coturnos pisan argentados;
y los más empinados,
por si fueren de amor tantos excesos,
a darle bajan amorosos besos,
y abrazos, si no estrechos, regalados;
que un árbol sin sentido,
como puede, se muestra agradecido.
Sigue Venus, huyendo de la fiera,
la senda que se encubre
del presumido rústico arroyuelo
entre dos hermosísimas murallas,
campo que amor previno a sus batallas;
levantando del suelo
dulces parras, jazmines y mosquetes,
que a los sentidos tiran
y más regalan, cuando más se aíran.
Ya menos ligera,
perdiendo ya el temor, cuando descubre
un generoso sitio de alegría,
que hace a los sentidos mil banquetes
y que, sin ver el sol, goza del día,
porque una fuente clara
le muestra alegre su belleza rara.
Los verdes capiteles
del inculto palacio
que al cielo suben, aunque van despacio,
estorban a los vientos el camino;
y las paredes siempre sumptuosas,
honoradas de rústicos pinceles,
muestran cómo corrige
la madreselva con valor divino
las deshonestidades orgullosas
de enamoradas rosas.
Compungida se aflige,
puesto que no se enmienda,
que al apetito le soltó la rienda
y, corriendo pareja con los ojos
sobre el alfombra que tejió velluda
la mano oculta de la hierba ruda
al repelón primero,
tropezó con la luz de su lucero.
Durmiendo, Adonis fatigado estaba
de perseguir la fiera colmilluda,
y después en la baña le aguardaba
al pie de un arrayán, cuyos despojos
galanes son de la risueña fuente,
víctima son del culto de su amante,
y de su sueño pabellón galante.
Cuando, sin más reposo,
la hermosa Citerea dulcemente
aparta al pabellón una cortina,
con mano cuidadosa, cristalina;
y, otra en el muslo puesta,
recatada se inclina
-aunque espaldas le hace el grave sueño-
por mirar el dichoso
que sin amor -pues duerme así- se acuesta.
Bebe un incendio en cada aliento manso,
que el ardiente arrayán así lo envía
y un áspid halagüeño
con cada vista al corazón pequeño
entraba y no salía.
Crece así la fatiga, y no se advierte;
mas, ¿qué mucho, si nace en tal descanso?

Fragmento V

El semblante apacible del mancebo
mostraba, aunque dormido,
estar, a tanto amor agradecido.
Simple paloma, la deidad al cebo
se sienta y, sobre el brazo recostada,
le guarda el sueño blando,
cortés y enamorada;
aunque de cuando en cuando
-que le enjugaba la sudada frente-
le tomaba las manos mansamente.
No se halla entre las cuatro diferencia,
que todas son de nieve regalada,
y hurtan todas, aunque raro, el vello
del oro del cabello;
mas puso convenencia
la hermosura entre los dos, de suerte,
que sólo hace diferencia el mozo
en el dorado bozo.
Del más galán testigo de la muerte
y el más hermoso indicio de la vida
se halla en sus delitos convencida;
y así no niega que robar intenta,
en el cabello rubio, ensortijado,
que el más altivo de su crenche afrenta,
el oro que, sin cuenta,
sobre la hierba cae desordenado.
Antes confiesa que ocultar procura
la más cándida plata
de que es compuesto el ídolo que adora
en su lascivo seno,
aunque fue siempre de interés ajeno.
Confiesa que recata,
para más confusión de la hermosura,
copos de nieve pura,
tras de la rosa que su templo honora;
y que, en las faldas de su amiga Flora
-si la pasión le dura,
para cuando despierte-,
ha de hacerle espirar en dulce muerte.
Discreto ardid, aunque traidor, le enseña
el hijuelo atrevido;
y ella lo admite, dándole al dormido
fantasmas con que sueña
que sigue ninfa hermosa, zahareña,
del culto de Dïana,
que con alados pies los montes mide.
Toma doblado -aunque penoso- aliento
y como ya la alcanza el pensamiento
-porque el astuto sueño le propone,
que una espesura su carrera impide-
tiende los tiernos amorosos brazos
del falso vuelo cautelosos lazos.
Y en vez de asir el mentiroso viento
-premio común que gana
el que a tales batallas se dispone-,
de la mujer lasciva, el pecho blando
abraza, así hablando:
«Agora, fiera fugitiva, ingrata,
no has de poder burlarme,
como en los senos que tu fuente esconde;
antes podrás matarme
con la cruel que empuñas media lanza,
a quien la selva da tantos despojos.»
Venus, llena de amor, no se recata,
mas bien con mil caricias le responde:
«¿Cuándo fui fugitiva a tus deseos?
¿Supe burlar jamás justa esperanza?
Por ti, mi dulce amado,
dejo un trono de estrellas tachonado
y por éste que pisas
triste, aunque verde, aunque apacible suelo,
dejo las dulces risas,
dejo los campos de zafir del cielo.»
Ya despierto soñaba
lo que, soñando, con las manos toca.
Suspende el acto regalado y mira
con dislumbrados ojos
que no es su ninfa hermosa la que abraza;
del cielo, sí, la más hermosa estrella,
pues vierte luz tan bella.
Duda al crédito daba
cual crédito a la duda,
y no por eso de su intento muda,
que más dulce se enlaza
y más dulce respira
junto a más dulce boca;
mudos los labios rojos
pronuncian con su hielo sus antojos.
Y la entendida diosa,
que con sed le miraba,
a más vivos afectos le incitaba
con gustosas caricias que le hacía
entre palabras tiernas
-¡oh dulce ardor de incendios animados!-,
dándoles cuidados:
en fuego el ampo de la nieve hermosa,
con el descuido que se ven, lascivo,
sus miembros regalados,
afable emulación del trato esquivo.
Dulces requiebros cohechados dieron
-aunque a los dos amantes detuvieron-
breve lugar a que pasase el día,
y a que llegase la amigable noche
que, echando las cortinas de su coche,
les dio en su oculta popa asiento nuevo,
hasta ponerlos al umbral de Febo.
Crujió una rienda la fulgente Aurora
por cima el bermellón de sus cabellos,
no para despertallos
-que no estaban durmiendo-,
antes rompiendo treguas dilatadas
y aun paces deshaciendo
entre batallas dulces, fatigadas,
que para más reposo
el silencio les puso cuidadoso.
Entró en su albergue oculto
con encubierto azote vigilante,
que no hay muro valiente que resista
-no tiernas flores del pradillo inculto-
de la luz celestial la menor vista
y, hallándolos desnudos,
les sacudió con los postreros nudos.
Las mejillas de nieve les colora,
vergüenza desabrida
que, en acto semejante,
es el verdugo natural bastante
a verter sangre sin romper herida.
Pártense los amantes tiernamente
al modo de entender de los sentidos;
pero los ojos juzgan interiores
que agora están con perfección unidos
-si hay perfección alguna en sus errores-;
Venus dos almas lleva
en un corazón solo
y el bello Adonis, en su pecho ardiente,
dos corazones siente.
Con esto, el amor ceba
a las palomas de más alto vuelo,
y ansí, cuando vecinas más del polo
débiles lazos del caduco suelo
les impiden que gocen sin temores
la claridad del cielo,
ya Adonis sólo cuida lo que agrada
a su hermosa amada:
no lo que agrada al culto religioso
de la deidad serena
que en la carrera ardiente fatigada
el apetito desbocado enfrena;
no pisa el monte arisco
el ilustre mancebo,
ni al escollo empinado
del solitario risco
el seno más fraguoso
solícito examina,
si le usurpa la fiera
que el venablo le deja ensangrentado;
no de cueva enroscada
guarda boca mezquina
el brazo generoso,
expuesto el hierro nuevo
del asta vizcaína
al pecho de la tigre más ligera
que el trisLe albergue de sus senos quiera;
antes discurre con cuidado ardiente
por los montes prolijos
buscando competente
sitio para sus lances amorosos
y claros, bien que mansos, arroyuelos
que, en frescos escondrijos,
guarden selvas espesas,
para sustento de sus verdes hijos;
porque en sus aguas rústicas, traviesas,
se críen tan viciosos,
que, en dando dulce entrada
al primitivo honor del claro oriente,
hagan oposición, descomedidos,
a los rayos del sol más encendidos.
Con solícitos pies, no fatigado,
llega al vivar antiguo
de los más escondidos conejuelos,
y allí se pone a espera,
atinado el semblante,
el arco prevenido
tanto, que llega al cuidadoso oído
la flecha vigilante
y la cuerda veloz, cuanto tirante.
Lleno el cinto dorado
de los despojos que le dio el cuidado
-que no siempre temores,
ni huida ligera
al conejuelo estorbarán que muera-,
visita el sitio ambiguo,
donde vínculos mil antes impuso,
por ver si le han rentado
copia bastante de cautivos vuelos
que pueda regalar a sus amores.
Venus, entre las flores
del prado más ameno,
para su Adonis teje
-que eternamente de su amor se queje-,
con una trenza que sacó del seno,
esmaltadas guirnaldas
de alegre arquitectura,
dándoles fuerza nueva de hermosura
con el halago de sus dulces faldas,
con el contacto de sus manos bellas,
con la terneza de sus mansas huellas.
Diole al joven clavel su dulce boca
la porción más hermosa que le toca
y de lo puro más, y más lascivo,
las mejillas hermosas,
reciprocando deleitoso culto,
dan a las frescas rosas
el claro honor de su sereno vulto
y manso agrado a su principio esquivo,
Del ampo hermoso de su frente bella
el jazmín vigilante
aprende con cuidado
a dar regalo al venturoso amado
y la plebeya flor, menos brillante
es en el giro de su mano estrella
que el cielo ilustra y sus topacios huella.
Duraron los halagos
del falso ceguezuelo,
engaño de ignorantes;
duraron las fingidas alegrías
¡ay, cuán pequeños!, ¡ay, cuán pocos días!;
que una blanca paloma,
que los avisos toma
para seguridad destos amantes
en el supremo cielo
-seguridad de pluma,
¿quién hay que en ella duración presuma?-,
de una centella trae quemado el vuelo;
señal de los estragos
con que amenaza a la región serena
la fuerza vil de una celosa pena,
y afectos desbocados amorosos
que ánimos precipitan poderosos.
La paloma ligera, fatigada,
con alterado arrullo, a Venus llega,
y ella, aunque estaba en sus amores ciega,
no huye el grato oído
cual los hombres mortales
a las inspiraciones celestiales.
Cuéntale la jornada
del traidor mensajero,
y el canto -aunque süave- lisonjero
que al perspicaz cien veces avisado
pastor, no de ganado,
aún de segundo sueño, vio dormido
-¡oh canto de sirena!,
¡oh flechas de Cupido!-,
dícele, que es la paz constituida
por las deídas todas;
entre los dos casados,
siente cortar el lazo de sus bodas,
aunque a unir vaya lazos apartados,
cual si cortara el dulce de la vida.
Y antes de ver la amarga despedida,
muestra en llanto sus ojos dilatados.
Las manos con dos círculos de flores
y los ojos hermosos regalados
con otros dos de perlas coronados,
llega a su dulce Adonis que la espera
a la puerta cerrada del bosquete,
donde es portero venerable cano
un rígido mosquete
cuyos brazos tendidos
el mozo aparta ufano
con atrevida mano.
Advierte el llanto, pierde los sentidos
y en efectos mayores,
dulce le corresponde a sus amores;
saber la causa del dolor quisiera,
y antes que esté informado
-jüez apasionado-,
amenaza del monte
la más horrible fiera;
los semidioses faunos amenaza
y, aun sin temer ni respetar los cielos,
colérico, arrogante, desafía
-si no al actor del día,
que no le causa su hermosura celos-
al dios que escudo diamantino embraza
y escuadrones feroces despedaza.
Venus más se enamora
viendo juntos a Marte y a Cupido
en su Adonis querido,
y aunque interior más tiernamente llora,
luz le da de la causa tiernamente,
recogiendo las nubes de su oriente.
Dislúmbrase el mancebo temeroso
cuando hacerse presumió temido,
que, ausente su lucero luminoso,
la luz más eminente
muestra el campo de horror escurecido.
El tiempo la apresura,
la paloma la advierte,
la obligación la fuerza,
cerca los ejes chillan
del embozado carro
que trae cubierto la avisada nube;
y así, por fin, por despedida amarga,
que mire sólo por su edad le encarga.
Dale sanos consejos
y, porque no los tuerza
le representa desastrada muerte,
le representa infame sepoltura;
pero él valiente, el ánimo bizarro,
cuando su orgullo altivo más humillan
agrado superior ardiente sube
y mira los peligros desde lejos.
«¡Ay, mi querido Adonis -Venus dice,
viendo el joven que así se precipita-,
escucha en lo que fundo mis temores,
quede en tu corazón mi voz escrita,
pues a tu vida en nada contradice.»

Fragmento VI

«En aquel campo, regalado dueño
que por entre estos montes se descubre
-dijo Venus, el brazo dilatando
y a la parte del norte señalando-
fue Atalanta doncella,
y hoy con garras feroz los montes huella.
Su belleza alcanzaba al pensamiento
y su carrera al viento.
Por estos montes sola apacentaba
naturales cuidados
de un infeliz oráculo guiados
que, consultando el casamiento suyo,
decretó riguroso
su muerte amarga y de su dulce esposo.
Ilustres hijos de monarcas cubre
un pradillo pequeño,
lisonja alegre del arisco ceño
de aquesta sierra fría
hacia la parte donde nace el día,
que, de mi ciego hijo conducidos,
su rico alcázar cada cual dejaba
por la techumbre seca
y pobre albergue de una encina hueca,
queriendo dar sustento a los sentidos
de la porción que entró por los oídos.
Fue la ley constituida,
que el que en veloz carrera la alcanzase
con ella se casase
y, si alcanzado fuese,
por tanto atrevimiento, que muriese.
Salían los noveles amadores
todos con pies alados
y, aun todos engañados,
con loca presunción de sus amores;
hacia la muerte el más veloz volaba,
mas, en viéndola cerca, desmayaba
y, deteniendo el paso que movía
-aunque en vano-, su muerte dilataba.
Mas siempre no fortuna
igual está para la humana vida;
no siempre vence el riguroso brazo,
no siempre fuerza a sujeción un lazo.
Desátanse cadenas
y coronas se erigen;
no hay firme cosa alguna
en cuanto cerca el globo de la luna.
La voz del casamiento más hermoso,
y más dificultoso
a Hipomenes llegó, mancebo ardiente,
de heroica sangre ilustre decendiente.
Estos siempre se rigen
de lo que el apetito les propone,
sin que el discurso o la razón lo abone,
y así pagara de su error las penas
el joven peregrino
cuando se expuso a la veloz carrera,
si yo no le valiera
con mi poder divino.
De un árbol consagrado a mi decoro
cuyos renuevos y fulgente hoja
pomas producen de oro,
cogí tres globos lisos
-rica evasión de su mortal veneno-
y dilos a su seno
que, de la fuerza del temor rendido,
en la carrera estaba palpitando;
dile el forzoso ardid del vencimiento,
y a tres corren parejas con el viento.
Quédase atrás vencido
el ministro veloz del fuerte Eolo,
y la hermosa Atalanta,
activa más que el fuego, se adelanta;
no corre el joven porque va volando
como la flecha que despide airada
ardiente cuerda y brazo poderoso;
mas, con todo, le importan mis avisos,
que pierde un tercio de su vida amada;
y ansí, cuando ella vuelve el rostro hermoso,
despreciando la vana competencia,
una manzana arroja
que -aunque bastara con su lustre solo
a imitación tan bella-,
con los rayos del sol, parece estrella
que, vencedora en la mitad del día,
por los campos amenos discurría.
Parte al punto tras ella,
de mujeril codicia compelida,
aunque intente ayudarla su inocencia.
Tal pájaro en Noruega
-casi el sol no nacido, ya difunto-
que al nido vuela cual instante rayo
a su consorte junto,
viendo la simple presa,
por delante atraviesa,
y a cogerla se lanza,
pero, cogida, al mismo viento alcanza.
Alcanza al joven nieto de Neptuno
la bella ninfa, hija de Esqueneo
y, aunque de amores ciega
-¡oh fiero natural!-, no condolida,
otro tercio le quita de la vida.
Viendo tan fiero ensayo,
de su tragedia el nuevo amante reo
con otro pomo de oro el campo mide,
mas, sin temor de vencimiento alguno,
se arroja, simple pez, al cauto cebo
que el pescador despide
con esperanza y con aliento nuevo,
viendo con alas al metal de Febo.
¡Ay, que sin detenerse
-casi me mueve a lástima el contallo-
cogió el metal precioso,
y con pie riguroso
tanto como veloz salió ligera
va casi al fin de la fatal carrera!
Vela delante el fatigado mozo,
y teme infausto mal lograr su bozo,
que aquella ligereza
es el verdugo vil de su cabeza.
Tampoco el fin distaba,
que el cuchillo se vía ensangrentado;
aquí vieras el mozo enternecerse
y a los troncos más ásperos llorallo;
aquí vieras el vulgo alborotado,
que cada cual al joven animaba
del puesto donde estaba.
Más él a mí se vuelve
con tanto afecto interno,
que le correspondí con llanto tierno,
porque su pecho en lágrimas resuelve;
dile fuerza doblada,
hice ligera al despedir la poma,
que ya parece en espacioso llano
topacio vencedor, que corre ufano.
No repara Atalanta,
viendo el metal fulgente
en la cercana meta,
que pican acicates de oro vivo
a animal sensitivo.
Y así sale veloz, como saeta;
mas cuando llega y la manzana toma,
la halla muy pesada,
que está de mi potencia preparada;
ya soltarla quisiera,
porque su astuto litigante muera,
pero el pomo lustroso
se hace en blandas manos pegajoso.
¡Oh vil codicia, causadora infame
de tantos deshonores!
¿Qué fuerte muro resistió combate
por término de un día?
¿Do está tu cobardía?
Nace común sospecha entre la gente
y entre el rumor crecido se levanta,
que ésta es secreta acción del dios de amores,
pues ya que las manzanas dos cogiera,
fue ceguedad salir por la tercera.
Parece no estorbarle carga tanta,
según mueve la planta,
que casi le alcanzaba
cuando él la raya con el pie tocaba.
Manda el senado que vitoria aclame
y él se muestra rendido,
no a la carrera, a quien se dio en rescate,
a los vínculos fuertes de Cupido,
que siendo vencedor, quedó vencido.
La hermosa doncella corresponde
-más vencida de amor, que ligereza-
al dulce agrado de su nuevo esposo;
aljófares produce su belleza
cuando sembró fatiga,
que al oro exento sin prisión obliga
a darle hebras en que penda ufano,
mientras que las recoge,
cual blanca concha de cristal, su mano.
Un cabo del cendal que ciñe coge
-que en la atadura sobra por delante-
Hipomenes galante,
y hace a su rostro que en sudor le moje.
Llegan los dos, echándose los brazos
con estrecheza tanta,
que parecen sus lazos a la vista
parra amorosa, que laurel conquista.
La voz menor del vulgo se levanta
-cuando del joven la vitoria canta-
al cielo, aunque partida en mil pedazos,
que nada por pequeño se le esconde,
aunque en la tierra o en el mar se ahonde.
Aguárdalos el tálamo gozoso,
de flagrantes aromas perfumado,
de flores esmaltado,
y ostentativo con el rico empleo
de los epitalamios de Himeneo.
Pide a su esposa Hipómenes la mano,
y dale, haciendo cortesana salva,
una constelación tan blanca y bella,
que pudo hurtarle círculos mi estrella
con que las sienes coronar del Alba.
Diole también del vencimiento ufano
la merecida palma,
comunicando en su contacto el alma.
Camina a su lugar el vitorioso
joven que piensa en él entrar triunfando
a vista de su gente, que le espera;
mas iba dando rienda a su apetito
tan sin temor, que en la estación primera
el matrimonio consumó nefando
en el lugar, si antiguo, venerando,
que a un magnífico templo sumptuoso
será tiempo infinito,
sin moverse contrario,
de envejecidos dioses, sacro erario.
Troncos inanimados,
los cuellos carcomidos retorciendo,
a la pared los rostros van volviendo,
que se afrentan de ver en su presencia
deshonestos pecados.
Jüez me hicieron de la causa todos,
y yo, tan grande atrevimiento viendo,
pronuncié la sentencia,
y hice ejecutarla en mi presencia.
A ingratitud de duros corazones,
condiciones de fiera
que por injustos absolutos modos
quieren seguir los rumbos de su esfera
-perdona, no te ofendan mis razones-,
dos pieles di de rústicos leones.
La regalada voz que pronunciaba
amorosos concetos
es ya un fiero rugido
que admira el horizonte del oído;
verdugos son sus garras tan crueles,
que no perdonan a viviente alguno,
si no es que, por pequeño,
no le alcanza a mirar su horrible ceño.
Con duro freno -a su pesar- mitiga
la boca, al feroz nieto de Neptuno,
el brazo poderoso de Cibeles;
mas permitióle por la gran fatiga,
que al doble freno entre los dientes daba
o por otros secretos,
que en tres giros del sol le tasque el uno.
¿Quién duda que éste, que las selvas corre,
viendo escrito mi amor en tu hermosura
no intente -¡ay, triste!- por venganza dura,
que tu sangre le borre?
Bien es que el filo del venablo tuyo
de la fiera mayor es más temido;
bien es que puedes resistir un monte,
mas a las fieras, fieras,
a los hombres, los hombres,
no es trato de importancia
si no se igualan pérdida y ganancia.
Los antiguos renombres,
el blasón de tu casa generosa
no se adquirió con testas colmilludas,
ni con garras ligeras:
con cabezas de reyes coronadas,
vencidas en batallas polvorosas.
Sigue, pues, goza la grandeza della,
al gobierno disponte,
déjate conducir de blanda estrella,
con que al presente en tu grandeza influyo,
que no es bien que me vaya de la tierra
a poner paz, dejando el alma en guerra.»
Dijo, y Adonis, que pendiente estaba
de la dulce cadena de su boca
que el oído le ataba,
con amoroso llanto enternecido,
sus brazos dio a la madre de Cupido.
Ternezas mil nacían
del animoso corazón de roca
que en los mares de lágrimas del pecho
lastimoso naufragio padecían,
y así, al desembocar del dulce estrecho,
sólo tristes suspiros se veían.
La bella hija de la blanca espuma
exhortarle quisiera
antes que a manos destas hondas muera,
pero su lengua muda
entre sirtes de lágrimas se anuda.
Los cisnes, ya admirados, se alteraban
de ver pasión tan nueva en su lucero,
cuando desenlazaban
la coyunda amorosa
los dos tiernos amantes,
y cuando los cordones recogía
-el pie en el plaustro y la derecha mano
en su trono de luces soberano-
del sol la clara espía.
Un ¡ay! a un tiempo duplicado suena,
reciprocado efecto de igual pena,
y los cisnes volantes,
pensando que partía,
sacuden blanca pluma
por el aire ligero.
Tanto el joven estaba embebecido
en la acción rigurosa,
que le rasgó la orla del vestido
un eje -aunque de luz- descomedido.
Tener Venus intenta el rapto vuelo,
cuelga el azote en el siniestro brazo,
y con las manos tiernas,
asiendo los cordones, forcejea,
el cuerpo perfilado atrás cargando
en niñas plantas de cristal, si eternas,
tanto, que rompe de un coturno el lazo.
Coléricos los cisnes van graznando,
sintiendo sus afrentas;
las bocas sin temor al freno exentas
piden justicia al cielo,
de que el común derecho les prohiben,
que es acción natural correr ligera
luz que camina a su dorada esfera;
y los agravios que en el viento escriben
con pluma lastimada
a deshonor de la potencia airada,
porque los hace riguroso dueño
a súbdito pequeño,
caracteres en bronce los reciben
y el tiempo los descubre y los afea,
porque la eterna rectitud los lea.
Al palacio camina de la luna,
aunque veloz, forzada,
y, arrobado, el amante
mira el globo de luz que le desvía
su dulce compañía;
tiende las manos, y los ojos tiende,
su voz presume, que los aires hiende.
Mas, voz desamparada,
queda en su mesmo aliento sepultada.
Cayó en el suelo del dolor vencido
tras dos luchas mortales:
una, del cuerpo, abrazo ya apartado;
y otra del alma, a corazón partido;
a las flores -jüeces- da señales
del vencimiento honroso
en trofeos de llanto lastimoso,
sin esperanza de vivir alguna,
y así, acostado en su primera cuna,
mirando el verde prado
fértil después que le regó abundante,
se lamentaba el maltratado infante.
El amor, que en la hierba se escondía,
por si d'él murmuraba,
en los pedazos de la voz que hallaba,
estos tristes periodos leía:
«¡Oh amor cruel, tirano, mentiroso!
¿Dónde tienes tu vida?
Tu vida que prometes regalada,
¿a quién la das, avaro? ¿No es forzoso
que si a presentes das mortal herida,
has de ser con ausentes homicida?
¿Dónde tu gloria falsa desvanece,
que siempre el fuego del infierno crece?
¿Dónde está tu descanso halagüeño,
si a la inquietud milita quien te sigue?
¿Adónde tu riqueza está guardada,
si de la deuda que mejor te obligue
libre sales y absuelto por desnudo?
¿Dónde está tu elocuencia, si eres mudo?
¿Adónde tu fantástica alegría
que pasa como sueño,
sembrando llanto, amarillez y ceño?
¿Dónde tienes tu asiento?
¿Dónde tu monarquía?
¿En tus alas y el viento?
Tus deleites son penas,
grillos tus libertades y cadenas.»
De tanto vituperio está corrido
el bachiller Cupido,
y si con flecha de marfil se hallara
cuando le dijo avaro,
el corazón del joven traspasara.
Sale enojado el ciego dios de amores,
rompiendo el aire claro
como encendida exhalación ligera.
Adonis, al ruido que le altera,
opone el filo del venablo agudo
y encuentra un tronco rudo
do presumió la portentosa fiera;
alza el rostro con miedo escarmentado
y mira su entenado y su enemigo,
que le amenaza con mortal castigo;
baja los ojos al funesto prado,
ve que a su murmurar las flores daban
ojos que le miraban,
y las hierbas, orejas,
faltando, aun en los hombres, a sus quejas.
Por ver si fiera hallase
donde tanto rigor se ejecutase,
como se encierra en su encendido pecho,
a la montaña horrísona, secreta,
parte, de sólo su dolor guiado;
que no hay león herido de saeta
que tanto vencimiento se prometa.
El niño ciego, en lágrimas deshecho,
no de temor, de enojo,
llega a la esfera quinta
sobre zafir azul de sangre tinta
y a Marte busca de semblante rojo.
El agasajo que la luna hacía
-que fue a su alcázar la primer jornada-
a la lucida caminante hermosa
-más de su ausente Adonis temerosa,
que del largo camino fatigada-
algún tanto la pena suspendía,
si no por voluntad, por cortesía.
Olvidaron la noche tenebrosa
amorosos sucesos refiriendo
de Indimión y el hijo de Cinaras:
una, contaba con palabras claras
deshonestos sucesos;
y otra, los muy decentes
apenas destacaba de los dientes.

Fragmento VII

El fiscalillo ciego, apasionado,
halla al jüez colérico, indignado,
con ceño horrible y con aspecto ardiente;
que al salir de una bárbara batalla,
su condición desenlazando fiera
la celada de fúlgido diamante,
la frente le rompió con la visera.
Del escudo embrazado,
trinando estaba su tajante acero
que tantos miembros destrozó traviesos
en asalto tremendo.
A la venganza y a los celos halla
asesores al pleito del amante
a que él viene ligero.
Y así, disimulando,
llega, el aliento y plumas moderando.
«¡Oh tú, Mavorte horrendo,
del mundo asombro y deste cielo estruendo
-dijo el rapaz lisonjeando a Marte-,
de un Adonis infame adulterino
vengo a pedir venganza en mis agravios.»
Marte la voz de Adonis oyó sólo,
y de la suerte que estremece Eolo
en la montaña al más robusto pino
al querellante estremeció mezquino,
y con su estruendo le ocupó los labios.
De sus blasones los escudos raja,
los trofeos destroza,
dobles arneses hiende,
picas, venablos y martillos parte.
No tan soberbio el Aquilón sañudo
revuelve el monte de Venusia rudo,
ni el Euro así se enciende
cuando al peñasco de la antigua sierra
que amenaza a la tierra
del natural asiento desencaja,
sus erguidas pirámides desgaja,
y por el suelo sus orgullos tiende.
En un cerdoso jabalí que goza
la temerosa majestad del monte,
-ya que no por razón, por tiranía,
mientras por él Adonis discurría-
influye Marte airado rabia tanta,
que aún no cabe en la fiera,
pues la que sale por los dientes fuera
espanta al Can, que ladra en Flejetonte.
Al tiempo que la Aurora se levanta
al llorar tiernamente
el duro golpe del sangriento brazo
con que, enojado, el griego
de sus entrañas le quitó el pedazo,
iba Adonis tan ciego,
y con tan corta luz en su horizonte,
que le arrancaban el dorado pelo
de su lustrosa frente
las rústicas encinas.
Venus, en tanto, reposando estaba,
la luna se asomaba al primer cielo
con la forma menor de su hermosura,
cuyo rayo, si escaso, penetrante,
aquellas selvas visitó vecinas.
El verdugo de Marte se aprestaba,
que al joven ha sentido
-¡oh poderoso!, aguarda, espera, tente,
que es infame venganza
la que por mano vil del noble alcanza-;
desemboca un bufido
a amedrentar bastante
de las selvas la bárbara espesura.
La experiencia le avisa al fuerte mozo,
que es jabalí que venteando viene,
y ansí, los pies plantando, le previene
de su venablo el atrevido hierro.
Siente en su pecho ambiguo un alborozo
que la fuerza le dobla;
dudaba si es la cólera, si el gozo
quien discurre sus venas y no advierte
que es el temor de la vecina muerte.
Piensa vencer -es mozo- mas se engaña;
aguarda temerario
el duro encuentro de la fiera extraña;
el hierro licencioso a tanta saña,
rompe en cerdoso ijar postigo exento;
bufa, sacude el asta quebrantada,
pregonando escarmiento;
tomarle Adonis quiere,
pero, infeliz, escarmentando muere.
Ensangrentado el montaraz contrario
vuelve feroz a la segunda entrada,
fiando al filo de su diente agudo,
no sólo el joven tierno desarmado
que atrás el cuerpo dobla
haciendo amparo de un ciprés funesto,
mas del ciprés si lo estorbare el tronco,
que a mayor vencimiento está dispuesto
el hocico tajante, colmilludo.
¡Ay, qué dolor! Alcánzale en un lado
tan rigurosa herida,
que no la pudo consentir la vida;
antes sale huyendo por la boca
arrancando a los labios ya desiertos
el ¡ay! postrer que les quedaba ronco.
Al socorro venía
la infausta diosa amante,
de Dïana avisada,
que previó desventura
luego que visitó la selva obscura.
La voz ya sin aliento, desmayada,
en sus orejas cuidadosas suena,
tan mal articulada
como la luz del día
que, con pasos inciertos,
temerosa entre nieblas se escondía,
por no mostrarle a Venus tanta pena.
Deja el carro al instante,
sueltas las cuerdas de su tiro errante,
y derríbase al suelo,
fiada más en su ligera planta
que de los cisnes en el rapto vuelo;
corre con ansia, y con presteza tanta,
que a las secas espinas
que la hieren apenas las quebranta;
ve atravesar el monte en descubierto,
los pies ya sin concierto,
al feroz animal que bufa ronco,
y que si antes troncaba las encinas,
agora busca por amparo un tronco;
mas tanta sangre desperdicia infame
la herida generosa,
que antes de hallarle, acabará la vida.
Alas nuevas le puso
la fiera, aunque pesada,
si no al aspecto horrendo amedrentada,
al infeliz suceso temerosa;
la montaña penetra, aunque escabrosa,
el semblante confuso,
y en lo más encubierto
halla a su Adonis palpitando muerto.
Llégase cerca, y mira divertida
la sangre bulliciosa,
en partes no cuajada;
hierbas le aplica a la mortal herida,
la mano de piedad ensangrentada;
porque el precioso humor no se derrame,
junta su boca con la boca helada,
y, con voz lastimosa,
de Atalanta imitando los rugidos,
resucitarle intenta los sentidos;
engañada, imagina que respira,
y es que su mismo aliento
sale buscando la región del viento,
que en vaso ya quebrado, y tan pequeño,
porción no cabe de tan alto dueño.
Si se va deslizando
la mano yerta que en su seno abriga,
acción presume que es de gran fatiga.
Si se tuerce a una parte la cabeza,
entiende que es afecto de tristeza;
mas el presente día
la va desengañando,
y ansí, tierna llorando,
estas tristes palabras le decía:
«Luz de mis tristes ojos,
alma de mi sentido,
prisión gustosa de mi atento oído,
mitad del corazón que me animaba,
la muerte os ha rendido
y pretende gozar vuestros despojos;
mas no merece palma,
quitando a un cuerpo la mitad del alma.
Vuelva el bruto animal que al monte exhorta
a más horror con su fiereza brava;
vuelva, y su agudo filo
corte, si puede, Alaquesis mi hilo,
que mientras no le corta,
no vencerá la muerte
al hijo de Cinaras lastimoso,
pues triunfa poderoso
dentro el alcázar de mi pecho fuerte;
en mí será este flaco vencimiento,
pues era mi manida regalada
la que está despojada;
en mí es el vencimiento.
Volved, volved a mí, que estoy rendida,
volved, alma hermosa,
esos ojos serenos,
de agrado siempre llenos,
llenos siempre de pompa luminosa.
Volved, veréis la acción más lastimosa
que influyeron de Marte los deseos,
gozad de aquestas luces los trofeos
que en nieve derretida
van dilatando el curso de mi vida.
Volved, Adonis bello;
escuchen mis oídos
aquellos ya pasados
acentos regalados.
Volved, Adonis; gocen los sentidos,
a quien de ausencia tal el dolor toca
los regalados lazos de mi cuello.
Goce mi amarga boca el dulce sello
en que las armas del amor grabadas
almas mil me imprimían regaladas,
entre orlas de oro, de coral y perlas.
Mas, ¡ay de mí!, que voces doy al viento
y arroyos de mis lágrimas derramo
sin esperanza de jamás cogerlas.
Mi Adonis sin aliento,
¿y no responde, cuando más le llamo?
Tórtola soy en el desierto ramo
que ayer estuvo en tálamo frondoso,
gozando alegre de su dulce esposo.
Aver vi levantado
el laurel eminente,
señor del monte, de la selva y prado,
cubierto de armonía,
de pompa hermosa y majestad cercado
y, en un instante, su verdor marchito
hallo en la tierra sin sazón cortado.
Ya los cabellos que formaban día
alegre más que los del sol luciente
llegaron con su luz al occidente,
por el mar de mis llantos lastimoso;
los hermosos luceros de su frente,
de luces despojados,
otros rumbos caminan y otra esfera;
la confusión rosada de su oriente,
entre densos nublados,
amarillos y cárdenos, se absconde,
¡Oh rústico animal!, ¡oh infame fiera!,
que sin tocarte cual dragón celeste
con bárbara cabeza
eclipses causas de mayor tristeza.
Aborrecido Marte, dime ¿dónde?,
¿en qué brazo de héroe generoso
pusiste aguda espada, o fuerte lanza,
si de mi amado te ofendiste hermoso,
con que tomar venganza?
En este roble montaraz mi escrito
ostentará por término infinito
esta venganza tuya,
para que della tu valor se arguya
y para que despidas la esperanza
de que mi rostro enjuto
a mirar vuelva tu semblante bruto.
¡Ay!, ¿quién habrá que lágrimas me preste,
difunto amado mío,
con que aumentar un caudaloso río
que lleve a Tetis y a su escuadra undosa
alguna parte del dolor que siento?
¿Quién me dará tan poderoso aliento,
que con mi voz alcance lastimosa
la más ligera elevación del viento?
¿Son estos, dulce esposo, amada prenda,
los tálamos lascivos regalados,
que me estaban guardados,
para en la vuelta celebrar mis bodas?
¿Son las encinas deste monte todas,
los placenteros siempre convidados,
de tu sangre brindados,
y a ser posible, ahítos
de mis dolientes lastimosos gritos?
¿Son los epitalamios, dime, agudos
estos espinos rudos?
Tanta escabrosidad, ¡no hay quien la entienda!»
Suena el tropel en la vecina senda
de la hermosa Dïana con su escuadra
que contra el fiero jabalí venía.
Temiendo al joven solo en tal contienda,
corría venteando
Melampo perro y, viendo a Adonis, ladra
tan lastimosamente,
que líquidos aljófares sembrando
va el escuadrón ardiente,
sin ver el mal presente.
Venus al llanto desató la rienda,
mientras suena la triste melodía
que el monte amedrentaba y confundía,
y con las manos de cristal manchadas,
como maestra, los compases lleva
a la música nueva,
arrancando madejas de su frente,
de los cinco planetas respetadas
y del cuarto envidiadas.
Derrama la piedad con ancha mano
copias de perlas tantas,
que las recogen las silvestres plantas
y en forma las ostentan diferente,
orgullos mil verdegueando hermosos
en brazos generosos.
Ya falta humor a tan copioso arroyo,
el albo sobra al turbulento río,
y el rojo humor, ya frío,
descansa cerca en un pequeño hoyo.
Vuelta a Marte feroz y al torpe hijo,
despechada les dijo:
«A pesar de un infame y un deforme,
cómplices fieros deste caso enorme,
en los tesoros de mi amor pasado
vínculo dejaré constituido
que eternamente pague a la memoria
lo que usurpar pretenderá el olvido.»
Y en un brinquiño de cristal labrado,
néctar sacando eterno
por cima de la sangre rociado,
lo dilataba con semblante tierno.
Vueltas en torno daba
y, aunque mal y entre dientes, pronunciaba
palabras del dialecto nunca usado.
Luego se vio la sangre retirada
en diferentes partes arrugada,
en un pie cada parte levantarse
y en presencia de todos ampollarse.
En cada capullejo que se abría
alegre se veía
un cielo arrebolado,
que la flor avergüenza del granado;
traslado deja de su hermosa historia
recomendado a Ceres
que siempre le renueva en sus placeres.
Y porque allá en los campos del reposo
a tanto amante comunique gloria
el espíritu hermoso,
luego a su hija invoca,
a quien el reino de las almas toca.
Proserpina al momento,
con paso cuidadoso
hace que se trasmonte
-a pesar del barquero de Aqueronte-
el alma desta flor rompiendo el viento,
del campo Elíseo en el mejor asiento.
Otra escuadra de ninfas ya venía
los brazos con guirnaldas
y con flores bellísimas las faldas;
que al que triunfó de la deidad de amores
sepulcro quieren darle entre las flores.
Limpian el cuerpo, aun sin el alma bello,
y llévanlo igualado,
recogido el cabello,
a más hermoso y más vecino prado,
donde le canten honras cada día
pájaros mil con dulce melodía.
En urna levantada de diamante
-ya que el sol en las ondas se escondía-
el cuerpo colocaron del amante,
y Venus, despedida
de la escuadra de ninfas comedida,
en un vale postrero,
tomando con desgarro
a un serpentín del tenebroso carro
la confiada rienda
y -porque el alma su memoria entienda-
llamándola primero,
en el túmulo puso este letrero:
«En esta estrecha parte
yace, con pocos años, reposando,
el mayor triunfo del Amor y Marte;
todo mortal le rinde por despojos
miedo en el corazón, llanto en los ojos.
¡Oh tú!, que vas cazando,
ninfa inmortal: detén el paso, espera,
llora y después caminarás ligera.»

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Antonio Rojas Castro

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