Al excelentísimo señor don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, sumilier de Corps, caballerizo mayor del Consejo de Estado y Guerra de su Majestad, gran canciller de las Indias, alcaide perpetuo de los alcázares de Sevilla
Canto I
Gozaba, juvenil, el trace Orfeo,
de libre edad, la primavera ociosa,
dando a sus años regalado empleo
la lira dulcemente numerosa.
No al vínculo legal del Himeneo
afectos cede, ni a la cipria diosa,
cual si anteviera el ánimo presago,
ya por su medio, el venidero estrago.
Ama su voz, que, en dulce melodía,
de otro amor le divierte y le enajena;
bien que la misma voz, con tiranía,
toda hermosura libre a amar condena.
Así que en unas armas poseía
propia defensa, con ofensa ajena,
siendo el sonoro canto, mientras pudo,
del Amor flecha, y a su flecha escudo.
Mas, entre las beldades que atropella,
de inquieta llama causador y exento,
fue la excepción Eurídice más bella,
que impuso apremios a su libre intento:
ama, vencido, el que imperaba, y ella
juzga felicidad el vencimiento.
¡Ay cuántas veces aduló, engañosa,
la desdicha, con máscara dichosa!
En la ninfa gentil toda belleza
su imperio ostenta, explica su tesoro;
cielos cifra su rostro; su cabeza
vierte sobre los hombros pluvias de oro;
allí el halago y virginal terneza
gozo prometen y originan lloro;
allí, entre flores de vivaz semblante,
acónito mortal gustó el amante.
A Eurídice, ya numen de hermosura,
Cintia y Venus beldades inferiores
postran, como a la luz del sol más pura
plebeyos astros ceden esplendores,
o a la rosa, que el múrice purpura,
cetro oloroso las silvestres flores.
Su dócil genio, su pureza honesta
reciben culto de Minerva y Vesta.
Émulo varonil, hermoso opuesto
fue el joven de la ninfa generosa,
donde el mérito pudo, contrapuesto,
solicitar la unión más amorosa.
Un pecho y otro, a dominar dispuesto,
emprendió la victoria presurosa;
mas a un tiempo, en amar no precedidos,
se hallaron vencedores y vencidos.
A indisolubles vínculos estrechos
ya reducen alternas aficiones,
y en la especie de dicha satisfechos,
se consienten recíprocas prisiones.
Ya alberga un corazón en ambos pechos,
o bien un alma en ambos corazones,
sin que otorgasen al consorcio dino
piedad las amenazas del destino.
Cautelar pudo al advertido esposo
(mas al amor la providencia implica)
de azares el ocurso temeroso,
que ya en sus bodas breve llanto indica:
no asiste Juno; no locuaz y airoso
el dios nupcial su ceremonia explica:
de oscura antorcha, con desorden ciego,
arde en su mano, reluchando, el fuego.
Después, cuando la dulce, prevenida
hora nocturna al tálamo los llama,
y, a ocultos regocijos, encendida
luz grata admiten el amante y dama,
de causa procedido no advertida,
súbito incurso arrebató la llama:
ni el discurrir contra el anuncio fiero
halló evasión a desmentir su agüero.
Así temió en su origen la mudanza
el fiel consorcio, que repugna el cielo:
¡serenidad infiel, cuya bonanza
siempre asaltaron ondas de recelo!
Nunca allí se enterró la confianza;
nunca total prevaleció el consuelo;
bien que ignoraban siglos anteriores
tan regalado ejemplo de amadores.
¡Oh cuántas veces él, si la belleza
de Eurídice describe en dulce canto,
pudo en sus ojos la interior tristeza
de incierto origen provocar el llanto!
Turba la voz su liberal destreza;
embaraza a la ninfa un tierno espanto,
viendo del son la repugnancia ingrata,
que empieza elogio y llanto se remata.
¡Oh cuántas veces en igual desvelo
los vio la noche y los halló la aurora;
o, ya durmiendo, el vivo desconsuelo
perseveró en el alma veladora!
Sombras fabrica de estupendo yelo
trágico el sueño, en invasión traidora:
despiertan con temblor los corazones,
sin repeler turbadas impresiones.
Si en diversión alegre el florecido
campo les presta deleitable asiento,
de ave siniestra el lúgubre gemido
su gozo altera con infausto acento.
Uno y otro en el ánimo ofendido
dolor concibe; y simulando aliento,
de su verdad y engaño daban señas
llorosa risa, o lágrimas risueñas.
Suspendido el rigor no espacio largo,
mayor que los anuncios fue su efeto;
precipitó el recelo en llanto amargo
ley preordinada de fatal decreto:
la sierpe agreste ya cedido el cargo
ejecutivo al superior preceto,
la esposa noble, en trance inopinado,
fue sangrienta lisonja al fiero hado.
Bastardo incendio de garzón lascivo,
mientras vagaba en plácida floresta,
quiso opugnar, sacrilego, el esquivo
justo desdén de Eurídice modesta.
Al curso la defensa fugitivo
ella encomienda, temerosa y presta,
y agravios juzga del ausente Orfeo
que el pie no se adelante su deseo.
En sus huellas reincide el torpe amante,
dado a insano deleite en precipicio;
si bien le agrava, tímido, inconstante,
la misma ya ponderación del vicio.
Lejos precede al ofensor distante
la ninfa, huyendo aun su remoto indicio;
fuera intervalo a asegurarla escaso
el que divide al Indo del Ocaso.
En cuanto el miedo casto, diligente,
a anteceder el viento la dedica,
en círculos de lívida serpiente,
que el prado oculta, el pie veloz implica.
Hiere improviso el venenoso diente
la ebúrnea tez, y su candor rubrica:
letal contagio penetró en la herida
hasta el íntimo centro de la vida.
Mortal, en breve, el eficaz veneno
a inmortal sueño a Eurídice traslada.
Florido ornato finge al campo ameno
la sangre, entre la yerba matizada.
Vierte infección al esplendor sereno
la sierpe, de su triunfo asegurada.
¡Oh Alcides! ¡Oh Titán!, flechas y arpones
aquí expended, no en hidras y pitones.
Vengad, ¡oh vos!, la adúltera osadía
del garzón torpe, con igual trofeo,
agresor de más impía alevosía
que Encélado, Mimantes y Tifeo.
Cielos más puros éste presumía
violentar, inflamado, cual Briareo.
Obra es digna, ¡oh Tonante!, a tu decoro
que en Etna le sepultes o Peloro.
Así desvaneció la flor hermosa
donde ya la beldad reinó lozana,
donde aprendieron la azucena y rosa
tersos desdenes de la nieve y grana.
En el consorte fiel la dolorosa
nueva excedió la tolerancia humana:
le admira que de Eurídice la herida
en él cediese parte de la vida.
Como sus ojos siente enajenados
del que interior adora dulce objeto
que dio a su fe solícitos cuidados
y a inmortal llama destinó su afeto,
suspiros pierde al viento derramados;
disuelve en llanto el corazón inquieto,
y, maquinando inútiles engaños,
reparos busca a irreparables daños.
La dulce voz, cuyo nativo acento
supo, libre, ostentar blandos errores,
y luego, más ceñida al instrumento.
siguió preceptos y aumentó primores,
hoy, concitada de amoroso aliento,
destrezas sutiliza superiores,
y más despierta el raro contrapunto
del divorcio fatal el tierno asunto.
Nunca elección del músico destino
pudo así modular sonoro labio,
que, opuesto al nuevo cántico divino,
no padeciese numeroso agravio:
el concento de esferas cristalino,
que percibió sutil ingenio sabio
y admira el Pitagórico, es trofeo
y convencida emulación de Orfeo.
Hijo era noble el generoso amante
de la Musa mayor y el dios de Delo,
que el furor le duplican elegante
con que el ingenio diviniza el vuelo.
El castalio licor tan abundante
le inunda, que su labio enlabia al cielo,
prescribiendo a su verso en Helicona
siempre el laurel y la mayor corona.
Tristezas canta, que en el alma ofenden,
en metros tan acordes y süaves,
que el vuelo y la carrera le suspenden,
condolidas, las fieras y las aves.
Buscan su voz, y su terneza aprenden
los troncos yertos, los peñascos graves;
las corrientes al métrico lenguaje
se impelen con retrógrado vïaje.
Su inmensa actividad reconocida,
asunto ya de prodigioso espanto,
pues los objetos sin sentido o vida
se animan al impulso de su canto,
el joven, que su industria reducida
tiene a inquirir alivio al ciego llanto,
contra la angustia que su paz destruye
conspira intentos y, animoso, arguye:
«Si el vigor —dice— de mi lengua pudo
rendir los brutos, de inclemencia armados,
e introducir en el peñasco rudo
racionales afectos animados,
¿cómo, en virtud de sus alientos, dudo
(aunque la fuerza impugne de los hados),
si el reino inquiero del eterno luto,
mover piedad en Radamanto y Pluto?
«A tanto examen su eficacia atreva
mi doloroso canto y ruego tierno.»
Dice, y comete a la experiencia nueva
el revocar su Eurídice de Averno.
Sólo intentada, la estupenda prueba
a osados pudo ser ejemplo eterno;
y niega, ejecutada (bien que en vano)
su imitación al ardimiento humano.
Canto II
En la fragosa Ténaro, que inunda
el Lacónico ponto, en sitio incierto,
rudo taladro de canal profunda
rompe el terreno cavernoso y yerto.
Intonsa breña con horror circunda
el rasgado peñón, y esconde abierto
cóncavo tal, que a la tartárea estanza
por las entrañas del abismo alcanza.
Tan denso allí de rústica madeja
asombra el sitio pabellón herboso,
que aun lo exterior a la espelunca deja
de la estorbada luz siempre invidioso;
ni cuando el sol a su cénit se aleja
allí introduce rasgo luminoso;
presta a la noche la caverna umbría
seguro lecho al imperar del día.
Desde que fabricó la vez primera
naturaleza el bosque, le aborrece;
no le matiza de verdor; no altera
su tosca rama, ni sus hojas crece.
Cuando repite abril la primavera,
y en vario esmalte el prado reflorece,
allí le niega su dominio alterno,
siempre reacio, el escabroso invierno.
De ciegas ondas lago ponzoñoso
bate en la peña y riega su boscaje,
que al basilisco y áspid venenoso
aun fuera su licor mortal brebaje;
humos exhala que en el viento ocioso
no otorgan a las aves hospedaje;
y ellas buscan, huyendo el vapor ciego,
antes arder en la región del fuego.
Nunca, por yerro de accidente, en esta
palude o risco o selva retejida,
vil pece, tosca fiera, ave funesta,
gruta o cueva recoge, árbol anida;
el denso evaporar el aire infesta;
toda la estancia es odio de la vida;
y en su distrito con silencio advierte
que se origina el reino de la muerte.
Nunca en la breña la segur tajante
violó de añoso tronco seca rama,
ni pie mortal, a orilla del undante
lago, imprimió jamás la espesa lama.
Previene de escarmiento al caminante
la ya esparcida voz que el sitio infama;
lejos se mira y, con espanto y miedo,
el pie lo huye, y lo demuestra el dedo.
Desta espelunca a la estación tremenda
el sobrado sentir condujo a Orfeo,
que aun el Amor se admira de que emprenda
tan desperada acción mortal deseo.
Ya excluye el lago y, por oblicua senda,
al bosque arriba en áspero rodeo;
ya en los breñales que la cueva ofuscan
posible entrada sus alientos buscan.
Riesgos tropella con audaz semblante,
anhelando desprecios de la muerte,
que si con ella lucha Amor constante,
produce Amor actividad más fuerte.
Aun hasta allí la voz del tierno amante
los peligros opuestos no divierte,
porque la causa que le impele a tanto
deba más a su esfuerzo que a su canto.
Ya que penetra al margen de la sima,
que es del abismo exordio primitivo,
a la lira sonante el plectro arrima,
y del aire el vapor templa nocivo.
El blando acento de la voz se intima
en las entrañas del peñasco vivo,
que antes sólo admitieron en sus huecos
del tartáreo gemir ásperos ecos.
Sale de sí el gran monte, que apetece
vecino el canto; y como crespa goma
que en lo bronco del árbol aparece,
en cada risco nuevo risco asoma;
por el canal en torno inquieta crece
la peña, que a la voz se ablanda y doma;
y tal se estrecha en la caverna el Tracio,
que apenas halla a su camino espacio.
Ya enmudece su canto, y la rudeza
experimenta del taladro corvo:
que en jaspes y pizarras la aspereza
siempre le opone escrupuloso estorbo.
Ya ve delante el sueño, la tristeza;
el de pálida tez, lánguido Morbo;
la guerra atroz, las Scilas y Quimeras,
y otras del Orco antecedentes fieras.
Todas le erigen temerarias faces,
afectando terror su inútil ira;
mas los ímpetus él vence minaces
con el menor acento de su lira.
Los campos ya del Tártaro capaces,
en sombra tintos, reconoce y mira
a luz incierta, que de mustios fuegos
débil se opone a los horrores ciegos.
Túrbido incendio, entre borrados lejos,
aborta infame luz caliginosa,
mal retratando en hórridos espejos
la bruta faz de la región umbrosa.
Rige el paso a los trémulos reflejos
el joven, y la indómita, espantosa
habitación que, infausta, le ocurría,
vencer emprende, armado de armonía.
Olas de voz inundan el Erebo,
y en deleite se anega la tristeza;
triunfa el regalo en el concento nuevo,
y a ser glorioso lo infernal empieza.
No tan plácido triunfo induce Febo
cuando a la noche vence su belleza,
y Filomela en cánticos süaves
cambia gemidos de nocturnas aves.
Al margen de Aqueronte, algoso río,
tiene la voz mil sombras elevadas,
en quien ya de la vida faltó el brío,
y existen aparentes y animadas;
todas atienden el bajel tardío,
y a prescrito lugar ser colocadas;
maravíllanse viendo el joven fuerte,
sin muerte, introducido con la muerte.
Llega a Aqueronte y en su orilla espera,
las cuerdas corrigiendo y consultando.
Ve la grosera barca a la ribera
opuesta conducir copioso bando.
Del instrumento y de la voz esmera,
de nuevo entonces, el acento blando:
gime la cuerda al rebatir del arco,
y su gemido es rémora del barco.
Resonó en la ribera tiempo escaso
el canto, que humanar las piedras suele,
cuando atrás vuelve, y obedece el vaso
más a la voz que al remo que le impele.
La conducida turba, al nuevo caso,
se admira, se regala, se conduele;
y las réprobas almas, con aliento,
se juzgan revocadas del tormento.
Sólo el piloto rígido concibe
furor, porque, decrépito, su oído
la suavidad sonora mal percibe,
y el bajel mira discurrir torcido.
Mas antes que la prora al puerto arribe,
de insólita obediencia apetecido,
sintió la voz y, con piadoso espanto,
también rindió su admiración al canto.
Templa la dura faz, descuida el remo,
y al raro monstruo, tácito, se humilla;
llega la barca al procurado extremo
y en el alga tenaz hunde la quilla.
Entra el amante, y el lugar supremo
ocupa, en tanto que la adversa orilla
repite el leño; obedeciendo, leve,
canoro nauta que le rige y mueve.
Ya en lo terreno, el músico imperioso
del vencido Aqueronte se desvía;
el vulgo se difunde temeroso
de espíritus que el vaso conducía:
déstos, parte se oculta en bosque umbroso,
y parte a Flegetón tuerce la vía;
al suplicio mayor se entregan unos,
y a la mayor felicidad algunos.
Oye un vario lamento el Trace noble;
ve travesar el campo almas errantes;
y a portentos flamígeros inmoble,
la voz despende en quejas elegantes.
No hay en lóbrega selva áspero roble
a los halagos áspero sonantes;
y en cuanto espacio su cadencia extiende,
todo le aplaude y de su labio pende.
Viole de lejos el voraz Cerbero
y de tres bocas intentó ladridos.
hasta que el dulce son llegó ligero
a informar de regalo sus sentidos.
¡Oh cuánto se agradece el monstruo fiero
tener entonces tríplices oídos,
pues aún quisiera, por espacio largo,
se acrecentaran a los ojos de Argo!
La sonora embriaguez luego sepulta
al Can trifauce en soñoliento baño,
que suple y vence su eficacia oculta
las confecciones de meloso engaño.
En latitudes de su cueva inculta
se relaja, incapaz de ajeno daño,
la bestia inútil, y concede abierta
del reino interno la difícil puerta.
Ésta penetra, y se adelanta el Tracio
(cuyo amor y valor igual compite),
y el pie dirige al íntimo palacio
que, al de Jove emulando, alberga a Dite.
Mira a la diestra, en dilatado espacio,
el gremio elisio, que feliz admite
posesores heroicos, nobles almas,
que ornan sus frentes vividoras palmas.
Bien presume de Eurídice el amante
que allí inmortal su domicilio alcanza,
y allí le impele con fervor constante
ímpetu opuesto a la sagaz templanza.
Mas el pie revocando vacilante,
en el temor suspende la esperanza:
teme, si entra los límites amenos,
que, atreviéndose a más, consiga menos.
Vencer antes propone compasivo
(tanto en vigor de sola voz emprende)
la gran deidad, de cuyo ceño esquivo
el ínfero gobierno unido pende.
La vista encumbra al edificio altivo,
y a su muralla y puerta el paso tiende;
cuando, admirado, ve y admira, tierno,
el más bronco espectáculo de Averno.
Ve en siniestro lugar el espantoso
presidio y posesiones del tormento,
donde es lago la tierra lagrimoso;
y a los gemidos incapaz el viento.
No consintió la lira el arco ocioso,
ni se negó la voz al instrumento:
que serenaron, dulcemente unidos,
la tempestad horrísona de aullidos.
Allí la inquieta pena y el suplicio
respiraron alivio; alzó la mano,
mansa, el flagelo y punición del vicio,
y cupo en el dolor semblante ufano.
Hambriento el buitre que devora a Ticio,
ya sustituye paz, huésped humano,
y se alimenta del canoro acento,
en vez del pasto, que dejó, sangriento.
Sísifo, que su cargo ha fenecido
tantas veces y nunca le fenece,
porque el peso del hombro sacudido
vuelve a subir, y el padecer recrece,
ya se reclina al risco detenido,
y el que imprimió dolor, descanso ofrece;
operando en los dos tregua sonora
la dulce lira, de su paz fiadora.
La rama y frutos, que con ansia ardiente
el avaro opulento casi toca,
no se elevan entonces de su frente,
ni Erídano fugaz sed le provoca;
dellos puede gozar, pues obediente
ve el agua y árbol a su mano y boca.
Mas no consiente, no, la voz de Orfeo,
en quien goza su canto, otro deseo.
En círculo voluble padecía
el que fue de Junón amante insano,
cuando venció al rigor el armonía,
quietando al móvil el girar liviano;
así el aspa rodante, que regía
áspero mármol disipando el grano,
pierde la furia y calma el movimiento
si viene el aura y se retira el viento.
De fogosa raíz sulfúrea vega
produce, en punición perseverante,
selva de llamas, que con llamas riega,
y espigada de fuego mies flamante;
donde al tormento más enorme entrega
la eternidad, sin tregua relevante,
espíritus por fruto reprobado,
no en longitud de siglos sazonado.
Otros allí las llamas apetecen,
que, en prisiones de nieve congelada,
son ya, por la intensión con que padecen,
partes también de la materia helada;
en algente espectáculo se ofrecen,
como en la bruma scítica obstinada
muestra el arroyo, en sus escarchas gruesas,
guijas y troncos y hojarascas presas.
Fueron al yelo torpe y llama fiera
los acentos piadosos adversarios:
su ardor nocivo el fuego refrigera,
el yelo se disuelve (efectos varios).
Así, con una causa, el barro y cera
siguen discordes fines y contrarios:
una se ablanda y otro se endurece,
si a un tiempo el sol en ambos resplandece.
Canto III
Ya que en las penas dominó infernales
el canoro milagro de la lira,
vuelve el paso el amante a los umbrales
del alto alcázar, que a celeste aspira.
No ven su extremidad ojos mortales,
y porque no se mira, más se admira.
El menos arduo capitel desdeña
venir su origen de terrestre peña.
Materia tal explica la entereza
del friso y arco y la pilastra y perno:
que es frágil semejanza a su dureza
el pórfido tenaz, el bronce eterno;
con la que ostenta el muro fortaleza,
aun el diamante y el acero es tierno,
porque, alevoso, el tiempo, áspera lima,
allí no atreva, ni su diente imprima.
Severos miembros la labor comparte
desde la cima y timbre al pavimento,
donde atendió la austeridad del arte
más a la duración que al pulimento.
De gran peña en la más nervosa parte
se interna profundísimo el cimiento,
centros taladra y, lejos de sí mismo,
nuevos abismos busca en el abismo.
No fue causa la excelsa arquitectura
de que en ella el amante se divierta;
sólo inquiere de toda su estructura
el ancho limen de la regia puerta.
Pondera allí la hazaña que procura,
y en su recelo se figura incierta,
representando al ánimo suspenso
del vecino peligro el riesgo inmenso.
Mas el varón intrépido corrige
del sutil miedo el discurrir sobrado,
y por caudillo a la esperanza elige,
que alienta y asegura lo intentado.
Ya introducido al pórtico, dirige
la audace planta al centro retirado,
donde en solio inmortal reina imperioso
de Proserpina el robador y esposo.
La voz redunda más sonora en tanto
que por el ancho albergue el paso mueve;
cede la guardia militar al canto
y, suspendida, los acentos bebe.
Ya del que impera al reino del espanto
la faz descubre, que a mirar se atreve;
y con él la consorte, aunque dichosa,
eterno lloro a la materna diosa.
Con derramada adoración se inclina
al rey feroz, que, armado de aspereza,
de inquietos ojos, rígido, fulmina
rayos de ira, eclipsados en tristeza.
Obsequio no menor a Proserpina
rinde, y colige, atento en su belleza,
que, tácita, concede al ignorado
ruego lo que deniega el dios turbado.
No lejos ve de Radamanto el trono,
regio ministro, que, legal, escribe
con fiel decreto la exclusión o abono
de las almas que el Báratro percibe.
La más piadosa voz y dulce tono
que jamás pudo, el joven apercibe,
habiendo ya, con oloroso electro,
exasperado la tirante al plectro.
Resulta suavidad de la aspereza
que al delicado nervio el arco aplica,
cuando, pulsado con veloz destreza,
de la estudiosa mano el arte explica;
con mayor elegancia y ligereza,
los concentos armónicos duplica
luego la voz, que, desatada al viento,
los preludios siguió del instrumento.
Dime lo que lloró, cantando, Orfeo,
y los efectos de su ruego, ¡oh ¡Musa!,
cuando su voz, seguida del recreo,
fue en el palacio cóncavo difusa,
y, dulce, consiguió mayor trofeo
que, acerbo, el duro rostro de Medusa;
pues suspensión en piedra convertida,
da a las deidades y a las piedras vida.
«Numen del orbe y sus abismos —dice—,
que gozas con glorioso magisterio,
por feliz suerte y mérito felice,
igual con Jove, el dividido imperio:
yo, el más de los humanos infelice,
deciendo a ti del ártico hemisferio.
Si estoy vivo no sé: sé que la suerte
trajo mi vida al reino de la muerte.
«Mas cuando viva muerto, o muera vivo,
siendo estos miembros mi sepulcro humano,
ni aquí me induce presunción de altivo,
ni curiosa ambición de estudio arcano.
No, cual Teseo ni Piritoo lascivo,
tu afrenta inquiero conspirada en vano,
ni, como Alcides, cumular espero
el hurto a mis hazañas del Cerbero.
«Sólo cobrar mi espíritu procuro,
en Eurídice bella vinculado,
en quien la muerte el esplendor más puro
robó, antepuesta a la intención del hado.
Quejas de amante, no diamante duro,
visten mi pecho, a la conquista armado:
el ruego humilde, el súplice lamento
por mis pertrechos bélicos presento.
«Ya en la terrena faz, que alegra el cielo,
contra la ausencia presumí, industrioso,
fingir alivio leve, no consuelo,
o ser a mis tormentos poderoso.
Yélame, ardiendo, el sol; ardo en el yelo;
el descanso me ignora, y el reposo;
cuanto los hombres juzgan luz y día
es a mis ojos tempestad sombría.
«Así, aunque vine de región serena
al negro centro, no distingo horrores.
Y si juzgas mi osar digno de pena
porque tus reinos penetró inferiores,
ya Amor, por su derecho, me condena.
No intimes a mi mal nuevos rigores:
que no me añadirá tu abismo ciego
ni tormento mayor, ni mayor fuego.
«Mísero yo, que, con la voz cansada,
al reino del dolor descanso ofrezco:
todos su pena sienten mitigada,
y solo la de tantos yo padezco;
de mi tristeza el gozo se traslada,
abundo de lo mismo que carezco;
canto al alivio ajeno, al propio callo,
y lo que a tantos doy, en nadie hallo.
«Tal causa solicita mi cuidado,
que en lo amante se absuelve lo atrevido.
Cuanto mi acción te provocó indignado,
te merece mi mal compadecido;
ni a exceso debes referir sobrado
el de amoroso impulso procedido:
que si culpas mi acción y mis extremos,
en mí a los dioses culparás supremos.
«Por su Europa verás al gran Tonante
en brutas pieles de animal extraño;
cisne después, cuando de Leda amante,
para lascivo ardid, cándido engaño.
Tú mismo, ¡oh rey!, sin ejemplar distante,
ser puedes en mi abono desengaño,
cuando excediendo esfuerzos de Mavorte
fue triunfo tuyo tu feliz consorte.
«Yo, imitando tu amor, busco la mía.
No impidas a tu empresa semejanzas.
A ti deba sus glorias mi osadía,
su posesión a ti mis esperanzas.
Francos regresos al abierto día
nos permite: serán tus alabanzas,
dando a la lira eternizado empleo,
único asunto, única voz de Orfeo.
«No con designio te defraudo aleve
la posesión de Eurídice adquirida.
Pido que al mundo, por espacio breve,
vuelva a animar dos cuerpos una vida.
A todo plazo en feudo se te debe
toda viviente esencia producida;
sólo será este alivio de mi suerte
intermisión, no estorbo, de la muerte.
«Si toda no, la parte más amada
del alma que gocé tu reino incluye,
y la porción más corta, abominada,
sostengo, en tanto que el dolor la excluye;
no muera un alma en partes desatada:
ésta admite, o aquélla restituye;
antes seré despojo de tu abismo,
que en la tierra sepulcro de mí mismo.»
En cuanto así dilata el blando ruego,
toda aspereza de la faz destierra
al bronco numen, y penetra luego
al corazón con la sonora guerra.
Ya el dios admite, plácido, el sosiego,
y al turbado rigor la entrada cierra;
ya dominar en sus entrañas deja
la primera piedad de humana queja.
Así el bronce, que indómito parece
en el intenso ardor de seca rama,
depuesta su dureza, se enternece
al obstinado incendio de la llama;
con obediencias líquidas se ofrece
al arte, que lo funde y lo derrama;
y el que era ejemplo de metales duros,
ya es blanda imagen de licores puros.
Con semblante Prosérpina lloroso,
desde el primer acento el canto oía,
sobrando al pecho femenil piadoso
el vigor de la acorde melodía.
A contrastar su inexorable esposo
la intercesora voz apercebia;
mas no intercede: que, en su faz propicia,
ya la piedad que procuraba indicia.
El rey, justificando su gobierno,
consultivo se vuelve a Radamanto;
ve al rígido ministro, entonces tierno,
que afecta disimulos contra el llanto.
Leyes, al fin, deroga de su Averno
por conceder la súplica del canto;
su efecto abrevia, en diligente oficio,
duplicando el valor del beneficio.
Al tropel de ministros circunstante
que le anticipan obediencia, ordena
se restituya Eurídice al amante,
y ambos después a la región serena.
Manda apenas el dios, cuando delante
el bello origen de su gloria y pena
el Trace mira, y dilatando el pecho,
aun a su gozo presta albergue estrecho.
Bien que el sitio desecha venturoso
de opulencias amenas Eurídice,
juzga, el cobrarse en el amante esposo,
de su felicidad cambio felice.
¡Oh vínculo de amor poco dichoso,
tu consistencia el cielo contradice:
siempre son tus inútiles contentos
prólogo impropio a trágicos tormentos!
Precepto fue imperial, impuesto en vano
(pensión ligera) al sucesor de Febo,
no a mirar vuelva con error liviano
la vista a su consorte ni al Erebo,
hasta que asciendan al abierto llano;
a cuyas luces, con aplauso nuevo,
gocen halagos que jamás permite
la severa región, reino de Dite.
Seguido, pues, de la inocente bella
el prodigioso vencedor, en tanto
ya retrocede la triunfante huella
y espanto crece al reino del espanto,
festivo elogio, en vez de la querella,
consagra al dios, reconocido, el canto;
en himnos dedicando al beneficio
la gratitud sonoro sacrificio.
Acreditar el corazón no acierta
(hábito es ya del padecer prolijo)
la nueva dicha que recela incierta,
ni albergar en el alma al regocijo.
Asi trasciende a la tenárea puerta,
siempre la vista con talante fijo,
firmada en los objetos anteriores,
sin revocarla a fuegos o clamores.
Cauto, replica el lóbrego camino,
v el pie usurpa a las ínferas prisiones,
donde ministra el cántico divino
de nuevo regaladas suspensiones.
Ya reduce distancias, y vecino
se mira de las célicas regiones;
cuando el dolor, por accidente fiero,
logró en su pecho el golpe más severo.
El músico infeliz reconocía
extremos ya de la superna entrada;
y si el efecto no, la fantasía
gozaba el fin de la triunfal jornada.
Rindióse a recelar si le seguía
su prenda del abismo revocada,
o si, en los riscos de la sima, acaso
oblicua senda la retarda el paso.
Turbó el recelo acciones al sentido;
cegó prudencias al discurso inquieto,
tal que tradujo la memoria olvido
que violó de Plutón el gran preceto:
vuelve la vista (¡ay dél!), inadvertido;
y apenas mira el procurado objeto,
que, anhelando los ojos su presencia,
siglos fulminan de llorosa ausencia.
Los centros braman del abismo ciego,
vastas cumbres blandiendo titubeantes;
crecen volcanes y vomitan fuego,
trémulas ya, pirámides flamantes.
De furias, que aborrecen el sosiego,
se oyen ladridos rimbombar tronantes;
denotan los portentos que el Averno
padece mismo otro mayor infierno.
Sigue a los fuegos, truenos y temblores
lóbrego nublo en aparencia ingrata,
que, a los horrores implicando horrores,
por las fauces del Orco se dilata;
en sus humos envuelve voladores
a Eurídice, y bramando la arrebata,
como en turbado mar, con furia oculta,
errante leño el huracán sepulta.
Desvanece con ímpetu la dama,
V en cuanto sigue la profunda vía,
con altas quejas a la suerte infama,
clamores arduos al amante envía.
Huye al centro la voz, que en vano clama;
más y más débil cada vez se oía:
oye el Trace (o le informa su deseo)
lánguido el nombre repetir de Orfeo.
Al tremendo espectáculo insolente
la sangre inquieta por las fibras huye;
en vez de vida, el ánimo doliente
helado pasmo al pecho sustituye.
Tanto abunda al sentir, que ya no siente;
de lo templado lo eficaz se arguye;
con faz serena, es índice la calma
de la borrasca que zozobra el alma.
Por seguir y aclamar su fugitiva,
el pie intenta mover, y lengua muda:
en el terreno, aquél, temblando, estriba;
ésta, su voz a la garganta anuda.
Al sobresalto, al fin, la primitiva
fuerza quebranta; y de su muerte en duda,
tras las nieblas fugaces y veloces,
pasos dilata intrépidos, y voces.
Del gran dolor a la inclemencia fiera
se entrega; y provocando en sí la ira,
aun el tormento aseverar quisiera
cuando actor de su pérdida se mira.
Revuelve de Aqueronte a la ribera,
y rudos forma acentos a la lira;
no obedeciendo, en el turbado llanto,
la cuerda al plectro, ni la voz al canto.
Ni cuando recupere allí el amante
su actividad sonora, no oprimida,
será a cobrar su Eurídice bastante,
segunda vez al Báratro ofrecida.
Dará su labio y cítara sonante
gozo al dolor, a los peñascos vida:
no así podrá, piadoso, ni obstinado,
firmes decretos revocar del hado.
Huye, impaciente, el reino aborrecido;
¡oh cuán diverso de la vez primera,
cuando el triunfo amoroso conseguido
creyó ostentarle a la solar esfera!
El dolor y tristeza, que, rendido
el mustio cuello en opresión severa,
sus triunfales despojos fueron antes,
ya indómitos le oprimen y triunfantes.
De aquel pecho al antiguo señorío
se restituyen con rigor más fiero:
tal se conduce del lugar sombrío
al superior espléndido hemisfero.
No el cambio de lugares, no el desvío
mudanza fue del padecer primero,
antes continuación, no interrumpida,
de infierno igual y sombra aborrecida.
Canto IV
Así, por flébil y funesta vía,
al patrio albergue reducirse pudo;
tan hórrido la faz, que se leía
su historia acerba en el aspecto mudo;
facciones elegantes confundía
suelto el cabello con desorden rudo,
donde estragos comete la tristeza
y pálida repugna a su belleza.
Mas la nativa gracia mal se oculta,
en el dolor envuelta macilento;
bella existe, y del ánimo resulta
en ella impreso el interior tormento.
Así su gentileza rinde inculta
ninfas mil a piadoso sentimiento;
y esta piedad y femenil cuidado
que él mueve compasivo, logra amado.
Amorosas (¡oh cuántas!), de piadosas,
viendo en Orfeo el fuego más constante,
proceden a indignadas, e invidiosas
de la que mereció al mayor amante;
y todas, con ofertas cariciosas,
que explica mudo femenil semblante,
intentan conseguir (asunto ciego)
de Eurídice victorias, fuego a fuego.
Ni oferta admite, ni caricia siente:
que sus sentidos a la antigua gloria
sólo dirige, y al dolor presente,
embarazo total de su memoria.
Todos objetos a su bella ausente
le representan en amarga historia,
y a toda parte, o célica o terrena,
que mueva su discurso, halla su pena.
Su dulce lloro observan repetido
las Horas todas con aplauso atento;
vele llorar Apolo, convencido
que fue menor por Dafne su lamento;
vele la Luna, y el garzón dormido
deja, usurpada del piadoso acento;
no ya risueña en su luciente salva,
lágrimas nuevas le tributa el Alba.
Como en desierta rama canta y llora
por sus hijuelos tiernos Filomela,
despojos de asechanza robadora,
mientras del caro nido ausente vuela,
que en la dorada luz gime canora,
cuanto en las sombras a su llanto vela,
compartiendo, en funesta melodía,
iguales quejas a la noche y día.
Así lamenta el mísero sus males
y del robado pecho los despojos,
dando a las Horas lástimas iguales,
y a la luz y la sombra iguales ojos.
Su voz, para los hombres y animales,
en dulzura convierte sus enojos;
a cuyo llanto y músicas tristezas,
son las piedras piedades y ternezas.
A yermos campos el amante un día
daba su voz, y en muda recompensa,
de oyentes copia el sitio le ofrecía,
silvestres y volátiles, inmensa.
Viendo que a sus acentos prevenía
el bruto bando elevación suspensa,
en renovadas voces y concetos,
la esperanza venció con los efetos.
Al pecho aplica la admirada lira,
que en ligero cendal del cuello pende;
alguna, luego, de sus cuerdas mira
si a la precisa consonancia ofende;
áurea clave, tenaz, un nervio estira,
otro relaja; y, mesurado, atiende
el joven cada acento dividido,
siendo al examen árbitro el oído.
Ya que la lira, en corregidas voces,
precursora del canto se adelanta,
y en perezosos puntos o veloces
suena la firme o trémula garganta,
fieras voraces, áspides atroces
tierno mitiga, sonoroso encanta;
llega su voz, en riscos y montañas,
a infundir vidas, a humanar entrañas.
Del pecho arcano, que amoroso archivo
es de miserias trágicas, traslada
quejas al viento, que, a la voz cautivo,
cambia su soplo en aura delicada.
Lo que dice el amante, a ingenio altivo
se niega referir; no en dilatada
copia se incluye, ni en aliento nuevo:
acción apenas consentida a Febo.
De los efectos sólo se presuma
lo que cantar Melpómene recela.
De fieras, pues, la inmensa y varia suma,
tácita, ocurre a la sonora escuela;
flores del viento, ejército de pluma
al Tracio aplaude, y a sus ojos vuela;
coro de cisnes, que su canto abona,
cual círculo de lirios le corona.
Dada la espalda a un tronco deshojado,
con fácil ademán, con planta leve,
sereno el rostro, de beldad labrado,
donde venció al clavel pálida nieve,
la voz y aliento esparce organizado,
y el labio apenas pronunciando mueve;
ni cuando más el canto se acelera
vicia semblante, ni facción altera.
La franca, airosa diestra, en tanto, oprime
cuerdas, aunque disímiles, aunadas,
que son a veces, cuando el arco esgrime.
de inquietud velocísima ultrajadas,
y cuando el son colérico reprime,
le da un nervio sonancias dilatadas;
los trastes pulsa la siniestra, y sella
con tropel atinado y limpia huella.
La voz se ajusta a la concorde lira,
y la lira, a la voz, atenta, sigue,
cuya estudiosa respondencia admira
que en duplicado coro un fin consigue.
Bien que a tiempos el arco se retira,
quieto, y la voz su entonación prosigue,
sin que la cuerda, aunque padezca agravio,
ose imitar la erudición del labio.
Así del verso la sutil sentencia
logra en el canto; que el rumor violento
no esconde la palabra en la cadencia,
ni sílaba defrauda a su lamento.
Mas ya que, articulada sin violencia,
cesa la voz, se atreve el instrumento;
y, libre, en cuanto el músico respira,
a emulaciones de su lengua aspira.
Alto resuena entonces, porque anima
la mano el arco; y dulce y rigurosa.
la fibra más sutil rasga y lastima,
e inquieta corre hasta la más nervosa.
Es el plectro veloz sonora lima,
que con las cuerdas juega, nunca ociosa;
porque también, negadas al sosiego,
ellas respondan, métricas, al juego.
Dominando a la lira, emprende el canto
cláusula nueva con sereno aliento;
luego se esfuerza válido, y en tanto,
hinche de voz y de milagro el viento;
ya con celeridad se eleva tanto,
que imprime gozo al último elemento,
y de las fugas altas y ligeras
sonoridad aprenden las esferas.
Ya se reforma a entonación mediana,
y en recatados puntos perezosos
la garganta solícita y liviana
de allí acomete lances presurosos;
ya en voz igual, suspensa, soberana,
sólo describe rasgos sonorosos;
en lánguida cadencia al fin se oculta,
y el dormido silencio la sepulta.
Voz firme, de repente, resucita,
próspera de galantes suavidades
no reiteradas, que jamás se imita,
mas eterniza al canto novedades.
Siendo en caudal y galas infinita
la variedad, ya ignora variedades;
ya, despojada su riqueza y copia,
se queja el Arte que padece inopia.
De galas fértil la invención recrea;
cauta la voz de repetir se abstiene
glosa anterior; huye de sí; no emplea
acto en que alguna agilidad no estrene;
mil quiebros debilita, mil falsea
puntos; tal vez se vibra, y tal sostiene
su aliento; ya se arroja, ya se aguarda,
ya en veloz fuga, ya en sonancia tarda.
Aun cuando toda variación concede
faltarle modos y elegancia nueva,
el portentoso artífice la excede;
aun a la misma novedad renueva;
al Arte exhausta, que a su labio cede,
de primorosas diferencias ceba,
cual fuente que derrama de su abismo
licor perpetuo, y no repite el mismo.
Tal es el canto que difunde Orfeo.
Dulces mares profiere su garganta,
donde nadan, bañadas en recreo,
la fiera, el ave, el risco, el monte y planta.
Rebosan los halagos al deseo.
La inmensidad de brutos, mientras canta,
tasladando a su voz los corazones,
le consagran pasmadas atenciones.
No interrumpe rumor, silbo o bramido
la voz, en el concurso innumerable.
Parece sólo que le presta oído
mudo el silencio, en yermo inhabitable.
No con ala violenta es sacudido
el aire inquieto, a la sazón estable:
que las aves atentas, sosegadas,
libran el vuelo en puntas niveladas.
Las fieras todas, en el ocio grato,
al can imitan fiel, cuando delante
siente improvisa la perdiz su olfato,
y allí se fija, inmóvil y constante.
Las sierpes y culebras su recato
añaden al sosiego circunstante:
ni escama arrastran, vacilando, inquietas,
ni de sus lenguas vibran las saetas.
En sitio llano, y de árboles exento,
su canto el joven comenzó piadoso,
y le fenece, no mudando asiento,
en alta selva y suelo peñascoso,
porque siguieron el activo acento
vecinas plantas con verdor frondoso,
y de cumbres incultas, no remotas,
enteros riscos y montañas rotas.
Vieras, pues, ocurrir de toda parte
los árboles errantes, desparcidos,
como escuadrón solícito de Marte,
y en el llano fijar sus pies torcidos.
La plebe mal distinta se reparte
en las humildes hojas escondidos;
y los nobles, pomposos y compuestos,
del sitio eligen preferidos puestos.
El laurel y la palma (o preminencia
fuese, o que el Trace de honorarios gusta)
inmediatos ocupan su presencia,
y le coronan de su rama augusta.
Más ambición afecta y diligencia,
la inquieta yedra, que tenaz se ajusta
al pecho juvenil y el cuello abraza,
trepa a las sienes y su frente enlaza.
El taray y el enebro, al luminoso
progenitor del joven consagrados,
su canto admiran, en concurso honroso,
de la délfica cítara olvidados.
El ciprés melancólico al piadoso
lamento se avecina, y los poblados
ramos dilatan, desde el tronco enhiesto,
fúnebre pompa al cántico funesto.
Así las plantas, en consorcio mudo,
piadosas, cuanto plácidas y ledas,
honran la voz agrícola, que pudo
plantar, sin mano, bosques y alamedas.
Ya, el que siglos fue páramo desnudo,
es selva revestida de arboledas,
donde opondrá el invierno y el estío
sombra al calor y resistencia al frío.
Riscos y peñas, con igual estilo
(si bien más perezoso), el son compele:
del sitio ameno al propagado asilo
tardas caminan, cual a veces suele,
moverse flota que, en el mar tranquilo,
céfiro manso con halago impele.
Firma cada peñón el tosco asiento:
quieto, cual piedra; como vivo, atento.
A oyentes de peñasco, en breve, hizo
la voz poblar la ya frondosa tierra,
y al montaraz concurso advenedizo,
el llano se erizó de crespa sierra.
Hay gran monte que arranca, movedizo,
su inmenso pie, que en el abismo entierra,
y con vaivén gravoso y alta frente,
se añade al circo: ¡formidable oyente!
Aceleraba el curso a su camino,
cerca del sitio, el Estrimón undoso,
cuando, a la voz suspenso, el cristalino
hombro opuso al torrente impetuoso.
Ya sus arenas hasta el mar vecino
al aire se registran luminoso,
y el mar se admira que su lecho enjuto
le haya negado el líquido tributo.
Siendo en sí tan opuestos los sujetos
que en infinita copia el canto aúna,
ya en lo interior, unánimes y quietos,
es uno el corazón, la acción es una.
Allí naturaleza sus precetos
rompe, no se limita en ley alguna:
ondas, peñascos, plantas, animales,
de voz conciben almas racionales.
A pacíficas tigres y leones
seguro se avecina el corzo y gamo;
hacen las aves míseras y halcones
alcándara común de un solo ramo;
no cautelan asaltos los dragones
del conejuelo tímido al reclamo;
halla la liebre, con arrimo estrecho,
junto al galgo veloz guardado lecho.
Indiferente de los riscos yertos,
todo animal reduce los sentidos
sólo a la voz, con ánimos despiertos,
si bien los juzga la atención dormidos.
Alto el cuello, los párpados abiertos,
sutileza afectando en los oídos,
reprueban toda acción, todo deseo,
que ya ocuparon en distinto empleo.
El que esparció sonoridad más pura,
bando leve de pájaros cantores,
ya de si mismo, tácito, murmura,
despreciando sus gárrulos clamores;
recientes galas observar procura
del fértil canto, y elegir primores,
porque después, al saludar la Aurora,
se explique en elegancia más sonora.
La que, en arrullos tristes y gemidos,
muerto el consorte, en vano se lastima,
si no observa primores escondidos,
dolientes quejas imitar estima.
La fiera que, con íntimos bramidos,
el parto informe del hijuelo anima,
ya invidia de la voz la sonorosa
fuerza, a animar los bronces poderosa.
El álamo gentil, que presumía
ser más grata la música del viento,
cuando templado céfiro sentía
entre sus hojas dulce impedimento,
su engaño le corrige la armonía,
que, superior de céfiro al concento,
pasa a vencer las mórbidas y ledas
voces que exprimen las celestes ruedas.
Canto V
Con fuerzas preferidas a inmortales
la música imperaba portentosa,
cuando los filos incitó fatales
contra el amante la traición furiosa.
Fortuna opuso a méritos iguales
la desdicha mayor, más poderosa;
ella alcanzó su triunfo pretendido:
fue en breve lucha el mérito vencido.
Entre las ninfas que, en afecto ciego,
áspero el joven, y rebelde, inflama
era el de Lisis más afecto y fuego,
Etna de amor, compendio de su llama.
Bella infeliz, que el despreciado ruego
no rinde a olvidos, y desprecios ama;
siendo a despecho del desdén esquivo,
siempre secuaz del siempre fugitivo.
No aquella vez la soledad distante
privarla pudo del aspecto amado,
ni el desvelo permite de la amante
centro oculto a los ojos del cuidado;
bien que informada a término distante
ser pudo del copioso vulgo alado
y de la selva incógnita que mira:
señas de Orfeo, imperios de su lira.
Llega, y su vista al músico ofensiva
le indigna y fuerza a enmudecer el canto:
crueldad no fue, no fue arrogancia altiva,
en pecho tan cortés, desprecio tanto.
El ser amante le reserva y priva
de ser amante; y aborrece en tanto
insidias contra Eurídice, no aquella
acción rendida de la ninfa bella.
De su desprecio, Lisis, advertida,
también traslada ceños al semblante,
y su arenga alterando prevenida,
licenciosa, le dice, bien que amante:
«¡Oh tú, de vivas almas homicida,
y de la muerte idólatra ignorante;
a los dioses adverso, y a ti mismo,
por adorar fantasmas del abismo!
«No sólo adoras una sombra ausente,
mas ausente con muerte duplicada;
donde ni ya tus sentimientos siente,
ni ser puede por ellos restaurada;
y la beldad te ofende floreciente
en aras a tu amor sacrificada;
no mi beldad, que si lo fue algún día,
ardió en tu fuego; ya ceniza es fría.
«Víctima inútil, sacrificio vano
a tu fiereza, que en el hondo Averno
desnudando tu ser del ser humano,
vestido vuelves de inhumano infierno.
Mas si tu pecho infierno es inhumano,
¿cómo reserva en la memoria eterno
de Eurídice el amor nunca oprimido?:
debiera Lete introducir su olvido.
«Sola su llama incluyes y tormento,
y es la memoria su tormento y llama,
que en tus entrañas buscan alimento,
y en las de aquella que en tu ardor se inflama.
No usurpes, no, la voz al instrumento,
que si tu enojo mis ofensas ama,
también ofende y mata, cuando admira,
la cuerda, el plectro, el cántico, la lira.
«Eres de Amor trasunto sonoroso:
la voz es flecha que penetra y clava;
lazo la cuerda; el arco armonïoso
arco es de Amor, como la lira aljaba.
Tu suavidad es acto riguroso,
falsa sirena abona quien te alaba.
No infundas vidas en peñascos vanos,
si privas de vivir pechos humanos.
«Tú, con arbitrios de rigor infieles,
das a las piedras vida, das terneza,
por trasladar a ti (cambios crueles)
su despojada rústica dureza.
¡Tirano imán, que toda forma impeles
a que siga tu sólida entereza!
¡Rígido imán, que, por instinto fiero,
de acero vives, te alimenta acero!»
Así se queja Lisis, alternando
ya el rigor, ya el afable vasallaje,
siempre el amor de Eurídice impugnando
su lengua y voz. Mas al osado ultraje
se enciende el fiel idólatra, juzgando
impia la voz, sacrilego el lenguaje.
Huye de Lisis, huye su impaciencia,
con el cuerdo silencio y con la ausencia.
Ya entonces trueca en amenaza el ruego
la ninfa, en quien expira la esperanza.
Ira la rinde a su dominio ciego;
exclúyela del suyo la templanza;
es ya furor su amor, rabia su fuego,
traición su fe, su gozo la venganza.
«¡Venganza!», exclama; en su rigor se alienta:
¡alivio atroz, felicidad sangrienta!
En Tracia, a la sazón, se repetía
el juego bacanal, que de Rifeo
las ninfas, en traviesa compañía.
tributan holocaustos a Lieo;
por cuya acción el memorable día,
si fausto a Baco, fue funesto a Orfeo;
y quien solemnizaba el sacro rito
le permutó en sacrílego delito.
En baile inquieto las Bacantes suenan,
que, ya furiosas, con diversos plectros
cítaras pulsan, tímpanos atruenan,
tirsos vibrando y florecidos cetros.
Entre albogues y pífaros resuenan
himnos al Dios en ditirambos metros;
mas de rumores tantos confundido,
si es vario el son, es único el sonido.
Al estrépito bárbaro cercano
llega, anhelante, Lisis, donde opone
tan firmes voces al tumulto insano,
que a su atención los ánimos compone.
Del amante, cual rústico inhumano,
quejas armadas de traición propone:
persuadir pudo el cauteloso labio
por agravio común, el propio agravio.
Era el insigne Trace, era su gloria
noticia universal; no el precedente
caso infeliz de su amorosa historia
ignora ninfa, no el desdén presente.
En el desdén se ofende su memoria;
toda hermosura su desprecio siente:
así de Lisis al disignio ciego
halló dispuesta introducción el fuego.
Los pechos, pues, del escuadrón bacante,
del Dios y su licor ya estimulados,
percibieron, con áspero semblante,
de nueva insania estímulos doblados.
Las aras dejan, y al adverso amante
vuelven los pies, de ligereza armados;
y le aclaman con bárbaro apellido,
de Venus adversario y de Cupido.
Al sitio llegan, cuya selva admira,
en el que vieron antes limpio llano.
De su arboleda entonces se retira,
a paso lento, el enemigo, en vano.
Ya que su riesgo advierte, al plectro y lira
aplica dulce voz y docta mano,
y aunque suspende rápidas esferas,
los corazones no de humanas fieras.
Le acometieron en tropel violento,
formando al verle clamoroso espanto;
en roncas voces se confunde el viento,
y en su alarido se sepulta el canto.
Vence el bronco rumor, y el tierno acento
es sólo inútil voz, o es sólo llanto:
bien que con él, por fúnebre decoro,
honra su muerte el cisne más sonoro.
Cual suele, si a la luz del claro día,
se atreve la nocturna ave funesta,
que en cavernoso nido se escondía,
sólo al secreto risco manifiesta,
darle asalto veloz, con ufanía,
plumoso bando en agonal floresta,
y por lograr traidoras asechanzas,
no habiendo ofensas, cometer venganzas,
tal busca el femenil concurso estrecho
al amante, que, en trémulos suspiros
interrumpiendo el canto, es ya su pecho
destinada señal de adversos tiros.
Fuerzas suple el colérico despecho;
el aire cruzan, en rodantes giros,
piedras, leños y tirsos bacanales:
mas bacanales no, sino marciales.
El tímpano, la flauta, que volando
se arroja, y todo músico instrumento,
arma es allí mortífera, trocando
la suavidad en tan opuesto intento;
contra el joven se impelen, profanando
pluvia sonora el más sonoro acento;
su pecho buscan y su ofensa emprenden
(prodigio nuevo), pero no le ofenden:
que todo cuerpo, ora ligero o grave,
de los violentos brazos impelido,
cuando en el aire el canto oye süave,
quiebra el furor, se eleva suspendido;
y sin que el vuelo arrojadizo acabe,
de la intentada acción arrepentido,
cae a los pies del animado acento,
venia impetrando a su alevoso intento.
Mas ya la escuadra turbulenta y ciega,
que el dulce son confunde en sus clamores,
al grave insulto se adelanta y llega,
por deber a sus diestras los rigores.
Ya entonces Lisis a las ninfas ruega
(tarda piedad, inútiles favores)
templen sus iras; y en la acción traidora,
ser cómplice abomina, siendo autora.
¡Oh cuántas veces la ofendida amante,
si el asta o piedra arroja contra Orfeo,
tras el incurso demudó el semblante,
el golpe revocando en su deseo!
Su muerte aclama, y en el mismo instante,
promueve afectos a diverso empleo,
luchando así contra el oculto y vivo
piadoso amor, despecho vengativo.
Ya que progresos tan atroces mira
en la opresión del inocente amado,
prevalece el amor, huye la ira;
su vida es ya desvelo del cuidado.
Mas la turba, que, indómita, conspira
a su rigor, en parte ejecutado,
menos se abstiene que la tigre o lobo,
famélicos del pasto, de su robo.
Por sus diestras, con ánimos sangrientos,
reitera la impiedad brutas heridas,
donde ya los festivos instrumentos
son en sus manos armas homicidas.
La vida, entre los últimos alientos,
expira el labio, que inspiró mil vidas:
y el resonar «Eurídice» en voz clara,
fue el alma, que su pecho desampara.
¡Oh rencor femenil, qué horrible enseñas
a la crueldad incógnitas crueldades!
¿Cómo no ves los robles y las peñas,
y allí aprendes ternezas y piedades?
El tronco, el risco inteligentes señas
a tu aspereza dan de humanidades,
cuando tu pecho, con rigor más bronco,
les da ejemplares de peñasco y tronco.
La sacrílega acción vengar pudiera
el concurso de brutos ya obligados,
si el éxtasis atónito no hubiera
vencido sus alientos relajados;
ya toda fiera, a la sazón, no es fiera,
antes rinden sus cuellos inclinados
al yugo del pastor y a las amarras,
y al duro lazo las tremendas garras.
Ya que su acuerdo, de la voz cautivo,
los quietos animales restauraron,
no recobrando su rigor nativo,
la piedad aprendida conservaron;
y muerto viendo al que adoraban vivo,
de dolor, más que de furor, bramaron,
cual pueden, compensando, agradecidos,
dulces cantos con hórridos bramidos.
Luego, disuelto el rapto de las aves,
dellas fueron a un tiempo repetidos
clamores de dolor, bien que süaves,
y aquella vez del músico aprendidos.
De lenguas faltos, los peñascos graves,
emulando lamentos y gemidos;
bocas desgarran, y con labios huecos,
también profieren lamentables ecos.
Los vientos, que serenos y compuestos
tuvo la voz, ya al viento se derraman,
y en los peñascos áridos, enhiestos,
rompiendo el soplo, sibilantes, braman.
A su encuentro, los árboles opuestos
fraguan rumor, y como pueden claman:
ojos relievan de preñadas gomas,
llantos vertiendo, en lágrimas aromas.
No sólo aquellos impíos corazones
de su prisión el alma en que ha vivido
dividen, mas en mínimas porciones
fue el cuerpo de sí mismo dividido.
Recibe las sangrientas divisiones
la tierra, y con amor compadecido
ama el destrozo, huyendo las crueldades,
por darle en más sepulcros más piedades.
Próspero admite la cabeza y lira
el Hebro ismario en su ribera amena;
muerta la lengua, a Eurídice respira.
rota la cuerda, a Eurídice resuena.
Láminas de oro a su funesta pira
construye el Hebreo de su rica arena;
por cuyas prendas, sus cristales fríos
ya aspiran al imperio de los ríos.
Pero las Musas las troncadas partes
juntan del cuerpo, obedeciendo a Apolo:
cuanto esparció la furia a varias partes,
agrega la piedad a un sitio solo;
y como inteligentes de las Artes,
en opulento olvido de Mausolo,
túmulo erigen, que el terrestre asiento
se usurpa, habitador de otro elemento.
Luego subliman a mayor altura
la lira insigne, que, en impulso leve,
al cielo honró, creció la lumbre pura
del orbe octavo con estrellas nueve.
Al casto coro posesión segura
del nuevo signo el firmamento debe:
carácter que, en eternos resplandores,
consagra a nueve Musas nueve honores.
En tanto, el dios, de cuyas aras antes
las ninfas vio, con provocado aliento,
ausentarse rebeldes y bacantes,
y al sacrilegio proceder sangriento,
afectos de ira preparó constantes,
sobrio y severo más que vinolento.
porque llevase la traición consigo
en su delito el plazo del castigo.
Apenas, pues, el bárbaro trofeo
consiguieron las furias bacanales,
cuando aplicó venganzas Basareo,
bien que a traición tan desigual, no iguales:
ante el lugar que del eterno Orfeo
después guardó cenizas inmortales,
fue homicida de ninfas homicidas,
sus muertes propagando en verdes vidas.
Sus pies, al torpe error precipitados,
ya con tenacidad prende la tierra,
y en cepas y raíces transformados,
para silvestre vida los entierra.
Por libertar sus pasos estorbados,
mueve contra sí misma inquieta guerra
cada ninfa, y rehuye su embarazo,
cual avecilla presa en liga o lazo.
Cuanto forceja más, siente la planta
darse al terreno con mayor firmeza,
y el pecho, en que albergó dureza tanta,
ya de roble ostentar nueva dureza;
levanta el brazo y ramo le levanta;
la fresca tez ya es árida corteza;
seguido al tronco se prolonga el cuello;
ya es leño el rostro y hojas el cabello.
Cerca de la que obró el canoro llanto,
las ninfas su arboleda forman densa.
Así dos bosques a Pomona espanto
fueron, y al Trace honor y recompensa:
uno en memoria de su dulce canto,
el otro en fe de su vengada ofensa;
el bosque humano obró rusticidades,
cuando el rústico bosque humanidades.
Mas el heroico espíritu de Orfeo
venganzas contra ofensas no pretende,
que, en alma ya feliz, grave deseo
ni altera afecto, ni pasión enciende.
A las ínfimas ondas del Leteo
la vez segunda y última deciende;
los sitios reconoce de su abismo,
donde es también reconocido él mismo.
En los Elíseos reinos colocado,
a Eurídice investiga cuidadoso,
cuando su vista le atajó el cuidado,
y fue su vista el colmo a su reposo.
Burlando ya de la invasión del hado,
en sus abrazos se internó glorioso,
donde anteriores padecidos males
hoy le sazonan gozos inmortales.
- Holder of rights
- Antonio Rojas Castro
- Citation Suggestion for this Object
- TextGrid Repository (2024). Fábulas mitológicas del Siglo de Oro. Orfeo. Orfeo. Fábulas Mitológicas del Siglo de Oro. Antonio Rojas Castro. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-0013-BE4D-0