Dice Ovidio en sus consejas,
que allá en el tiempo de marras,
cuando había doncellas puras
por no haber tantas enaguas;
cuando no se hallaba un don
por un ojo de la cara,
y andaban de madre Eva
las pícaras y las damas;
cuando era en dos Crispín
cerote lo que hoy es ámbar,
antes que perdido hubiese
aquella fregenal gracia;
cuando los que se me venden
por muy grande cosa estaban
en las malvas que nacieron
y aun peores que en las malvas;
cuando era nada el que dice
que ha levantado su casa,
y era el pícaro albañil,
y con equívocos habla;
entonces, que estaba, dice,
en el prado una mañana
(que las mañanas también
en aquel tiempo se usaban).
Siringa, una ninfa bella,
del Amor arma vedada,
un jifero de jazmín,
belleza de cachas blancas,
con quien se la pega de ojos
a quien es más zaino de alma,
y a quien el «Dios te perdone»
va siguiendo las miradas;
la cándida mors de todos,
la doblen ya las campanas,
la mátote de azucena
y la muérete de nácar;
la Atila de corazones,
del alma la Diocleciana,
la Escanderbeya de vidas
y la Nerona de entrañas.
A la margen de un arroyo
(ya se entiende lo de plata
y lo risueño también),
en su margen, pues, sentada,
diz que cantaba Siringa,
sirviéndole de guitarra
el arroyo: lo sonoro
esta vez no se me escapa.
No había más que pedir
como oír lo que cantaba,
con tan dulces pasos, que
no eran pasos, sino pasas.
El rubí del manducar
y el clavel de las viandas,
muy de par en par abierto,
armonías exhalaban.
Revolcábanse la voz
lindamente en la garganta,
y enjugábase de solfa
con diversas consonancias;
con novedad de armonías,
ya se ensordece y se baja,
y, volviendo a rempujar,
por los vientos se encarama;
transtornándose en la letra,
hace diversas marañas,
y en garrapatos sonoros
los sentidos enredaba.
Sin chistar ni sin mustar,
con las orejas tan largas
y con el dedo en la boca,
muchos dioses la escuchaban.
Era entre tanto concurso
mosquetero de mohatra,
aplauso de dos de queso
y víctor de ciento en carga,
Pan, un cierto satirillo
y deidad tan desmedrada,
que, en lo menudo del cuerpo,
no era Pan, sino migaja;
tan mozuelo de estatura
(aunque era su edad muy larga),
que, como a otros el bozo,
a él el cuerpo le apuntaba.
Con testa de cimenterio,
lampiño de calabaza
(que sin duda arrojó al mar
los pelillos de su calva),
sólo, si mal no me acuerdo,
en las sienes le quedaban
de pelillos de maridos
unos rizos de Jarama.
Zampuzados en dos cuevas
del talle de cerbatanas,
tan angostas que la vida
mira en ellas puesta a gatas,
viven dos ojos tan flacos
que su vista es una estatua,
y, abstinentes de mirar,
hacen la vista muy larga;
tan hacia el cogote viven,
y a el colodrillo tan hacia,
que preguntan: «¿Quién ve allá?»,
los que por sus puertas pasan;
con párpados derrengados,
hacia fuera las carnazas,
era befo de los ojos
y desierto de pestañas.
Para ir de un ojo a otro
(según la nariz se alarga)
se rodea por delante,
no es tan lejos por la espalda.
Por lo grandes y bermejas,
parecía con las barbas
un letrado del infierno,
todo barbado de llamas.
La bacía de un barbero
en vez de espalda llevaba:
espalda de castañeta,
con un pespunte de tabas.
Si no de buey, por lo chicas,
eran de un cabrón sus zancas,
más que un pretendiente y más
que un filósofo barbadas;
con chinelas de pesuñas,
era letrado de cabra,
y pisaba de marido,
pues como algunos pisaba.
Era el satirillo, en fin,
un diablo de filigrana,
un minique del infierno
y algún dij de alguna diabla.
Preciábase de ser dios,
y que era publicada
(si hay cuchara entre los dioses),
del cabo de su cuchara.
Vendíase por deidad
si al forastero encontraba,
y de natura deorum
decía sus pataratas.
Presumiendo, pues, de noble,
y también de buena cara,
dio en festejar a Siringa,
que su beldad le picaba.
Yo, decía, he de quererla;
podrá ser que sea blanda,
que no está de Dios que sean
las hermosuras ingratas.
La bellaca de Siringa
(si fue Siringa bellaca),
que tuvo por condición
ásperos montes de Arcadia,
cruel como un mayordomo,
noramala lo enviaba,
y él en la gorra, a lo amante,
se puso la noramala;
y haciendo mil reverencias,
del desdén haciendo gala,
cortés como un pretendiente
con los criados de casa,
le responde: Poco importa
que me desprecies, tirana,
que amor tengo yo bastante
aunque vengan otras tantas.
Yo te quiero por quererte,
porque los sátiros aman
también a lo de Palacio,
y a lo de sin esperanza.
No fío de esos quereres,
Siringa le replicaba
no hay tus tus a ninfa vieja,
a las bobas esa chanza.
No me ha de querer, ni quiero,
sátiro que Pan se llama:
gente honrada no es paniega,
y yo siempre he sido honrada.
Ese mendrugo de talle
delo a un pobre que demanda,
y ese mollete de huesos
delo a sopas avahadas.
Pan es cosa de muchachos,
no quiero yo sus hornadas,
que mujer que adora pan,
mucho más que adora, amasa.
No soy año estéril yo
para que el pan me haga falta;
a la alhóndiga del pueblo
puede ofrecer esa manda.
No quiero Pan que es más duro
que un miserable de casta,
negro más que suele ser
la maldición de las Pascuas;
más pequeño que un consuelo
de mala nueva esperada,
donde entra el «Placiendo a Dios,
pienso que no será nada».
Tate, tate la Siringa,
Pan replica a voces altas,
calledes, Ninfa, calledes,
no digáis la tal palabra;
si vos no estáis para ello,
esa excusa es excusada:
quien enamorarse quiere,
con muy poco pan le basta,
esos son descomimientos,
pues, si vos tuvierais gana,
a la hambre no hay pan duro,
no hay pan feo si hambre hay harta.
Yo me voy rabo entre piernas
a llorar mi suerte amarga,
de noche por los caminos,
de día por las montañas;
y como dice el romance,
yo diré con muchas ansias:
¡Ay verdades que en Siringa
siempre fuistis desdichadas!
Con esto los dos se fueron,
y él en su pecho trazaba
(aunque Tarquinos no había)
de hacer una tarquinada;
y allá a sus solas decía,
lleno de cólera y rabia:
A malas lanzadas muera,
si acaso hay buenas lanzadas;
a manos de un zapatero
pierda la vida y el alma;
un sastre me dé la muerte
porque sea desastrada,
si no cogiere a Siringa,
aunque esté más encerrada
que rosario en gente moza,
que dinero entre beatas.
Yo le certifico que
llevará, si no se escapa,
del pan y del palo, y
aun del pan y de la tranca;
si a falta de pan sospecha
que ha de haber tortas, se engaña:
miente el refrancillo, miente
por en medio de la barba;
yo le juro que si a otros
les cuesta grandes desgracias
la torta un pan, que a Siringa
le ha de costar una hogaza.
Con estos discursos, pues,
Pan a solas lo pasaba,
armado de perro muerto
y de la ley de la trampa;
hasta que Siringa un día,
sin dueñas y sin criadas,
y sin vergüenza también,
salió al prado a comer habas
cuando el Sol quería nacer,
y la comadre del Alba,
con el lucero Miguero,
le prevenía las papas.
Mas Pan, que no era muy necio
ni se dormía en las pajas,
y puesto con tanto ojo
como un vecino atisbaba,
así como la miró,
deseando que se alargara,
chite callando de paso
le seguía las pisadas;
y al tiempo de hacer su hecho,
cuando a echarle iba la garra,
y cuando de embestidura
iba a darle un cierra España,
volviendo el rabo del ojo
cayó Siringa en la maula,
y cogiendo haldas en cinta,
la bola escurrió y volaba.
Siguióla Pan, y en la orilla
del Ladrón, río que anda
tan callando que parece
que lleva hurtadas las aguas,
echóle mano a la moza,
y ella, que se vio pringada
entre los brazos de Pan
cual torrezno en rebanadas,
dio voces, y anduvo el ¡ay!,
el ¡déjame!, el ¡ay cuitada,
que puede venir mi madre!,
y pidiendo en mil plegarias
favor a los dioses, dijo:
Así tengáis dicha tanta
que el sastre el remojo olvide
si hiciereis alguna gala;
así no hayáis menester
a ningún rüin, que basta
a mataros, con ser dioses,
el verle cómo se ensancha;
así, cuando seáis poetas,
los dioses de vuestra patria
hablen de vosotros como
hablan las tierras extrañas;
así tengáis tan buen gusto
que, cuando necios se cansan
en murmurar, os estéis
desperezando la gamba,
tendidos en vuestro lecho,
y con cada acción, con cada
meneo de vuestra pluma,
un mentís deis a la fama.
Dijo, y apenas los dioses
oyen la clamoreada,
cuando en un decir ¡ay triste!
la convirtieron en caña;
y quedóse el dios amante
(como dicen) del agalla,
a escuras con tanto naso,
y a buenas noches de dama.
Él, que vio de chifladura
la belleza que adoraba
vuelto el marfil en cañutos
y en madera las carnazas,
para no perderlo todo,
desabrigó de la vaina
cierto mohoso metal
de tizona y de colada;
no quise decir alfanje,
porque si alfanje nombrara
sin decirlo damasquino,
los alfanjes se enojaran;
con la de Ioanes me fecit,
de las cañas maestresala,
sin lo del ángulo corvo,
lindamente las trinchaba;
y juntando algunos trozos,
con cera y hilo los ata
para meter alfileres;
mas los supiros que daba
él, haciendo estos cañutos,
tan métricamente hablan,
que sirvieron los suspiros
de spiraculum de flauta.
Pan, admirado el suceso,
dijo: Por Dios que me agrada
la música, que los males
dizque cantando se espantan.
La medicina me dé
quien me dio también la llaga,
y si Siringa me pica,
también Siringa me rasca.
¿Qué más quiero yo que andarme,
muy a lo gascón mi capa,
tocando de caponar,
que a todos tiemblen las barbas?
Que si esto vale dinero,
más que amor, quiero ganancia:
Vaya al mar lo suspirado,
y lo siringado vaya.
- Rechtsinhaber*in
- Antonio Rojas Castro
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- TextGrid Repository (2024). Fábulas mitológicas del Siglo de Oro. Fábula de Pan y Siringa. Fábula de Pan y Siringa. Fábulas Mitológicas del Siglo de Oro. Antonio Rojas Castro. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-0013-BE7A-D