A la ilustrísima señora doña María de Guzmán, hija única del excelentísimo señor conde de Olivares
Hermosa Venus, alma Citerea,
a quien la fiera patricida mano
dio vida, que los cielos hermosea,
con el cándido humor del Oceano;
así tu sacro altar, filomedea,
adore el más inculto bracamano,
que se digne de dar tu luz hermosa
vida a mi voz para cantar tu rosa.
Tu rosa blanca, que no fue cantada
de lira humana, griega ni latina,
para ofrecer a una beldad guardada,
aunque en mi ruda voz, beldad divina;
la que nácar vistió, rosa encarnada,
o púrpura bañó (sacra Ericina),
ya las cantaron varias y difusas
dóricas liras y romanas musas.
Esta que no lo fue, con dar tardía
tan alta pompa al espinoso ramo,
su dulce historia de mis versos fía,
cuando las iras del amor desamo;
mas, ¡cuán injustamente a la voz mía
la Venus de la tierra invoco y llamo,
teniendo yo la celestial que adora
Febo a la tarde y a la blanca Aurora!
Oh sacra Venus, tú, que, semejante
a la hija del cielo, darme puedes
más viva luz que el celestial diamante,
pues su esplendente nacimiento excedes;
que si del claro sol viene delante,
tú de su luz espléndida procedes;
que ser su hija es mayor gloria tuya
que ser la estrella paraninfa suya.
Pues entre armiños más que blancas rosas
nació tu ilustre y cándida pureza,
no Venus de las ondas espumosas,
sino del mar de la mayor grandeza,
de la madre de perlas más preciosas
que en su nácar formó naturaleza;
único parto de tan rica Aurora,
que con sus rayos los armiños dora;
favorece la pluma que, atrevida,
la blanca rosa a tu alabanza ofrece,
no la que fue de púrpura teñida,
que menos casta presunción merece;
si de nevada túnica vestida,
sobre dorado campo resplandece,
con los armiños de tu sangre ilustre
tendrá inmortal valor y eterno lustre.
Aunque temo, ilustrísima María,
que ha de juzgarse a error mi atrevimiento,
porque es dar ley al tiempo, luz al día,
a las flores color, alas al viento,
perlas al mar y al alba que las cría,
rayos a Amor, presteza al pensamiento,
oro al planeta de la cuarta esfera,
dar rosas a la misma primavera.
Nació encarnada del rubí sangriento
que de Venus vertió la planta herida;
no fue primero blanca, y del violento
golpe en las zarzas con el pie teñida;
ofrece la verdad el argumento
que hoy se consagra a tu beldad florida,
en cuya mano cándida la veo
más bella que en las cumbres de Pangeo.
En fe del esperado matrimonio
daba Cleopatra al ínclito romano
dos perlas que crió, por testimonio
de su poder, el cielo soberano;
deshizo la primera, y dijo Antonio:
«No es justo que le prive vuestra mano,
reina de Egipto, a la naturaleza,
del testigo mayor de su riqueza.»
Quedó la perla sola, y fue llamada
única, por memoria de aquel día,
en tus divinas partes retratada,
oh fénix, ilustrísima María;
si bien de unión igual acompañada,
te espera con aplauso y alegría
florido en rico tálamo Himineo,
que iguale la esperanza y el deseo.
Crece, planta feliz, crece dichosa,
pues tu casa ilustrísima propagas
con larga sucesión tan venturosa,
que su temor, prolífica, deshagas;
en tanto, pues, escucharás la rosa,
que tan alta esperanza satisfagas,
para que sepan esas manos bellas
que quien te ofrece rosas diera estrellas.
Venus, fuerza divina, que se cría
de aquellos movimientos naturales
que, de los elementos simetría,
hacen juntos los cuerpos celestiales,
que amando a Adonis sol, sin quien se enfría,
engendra plantas, hombres y animales,
pues cuando mira en ángulos obtusos
de la generación están exclusos;
tuvo principio, en opinión de algunos,
de la espuma del mar, de quien nacida,
no con vientos feroces importunos,
sino del blando céfiro impelida,
por escollos del mar, que de ningunos
quiso acetar asiento en la extendida
concha de nácar y oro, navegando
la tierra, el mar y el viento enamorando.
En la isla de Chipre le dio puerto,
entre Siria y Cilicia, el mar Carpacio,
donde en lo más ameno y descubierto
Venus fundó su espléndido palacio;
del cual las Horas, diosas del concierto,
que miden a los tiempos el espacio,
hijas bellas de Temis, en un vuelo
la trasladaron al impíreo cielo.
Viendo los dioses su hermosura, intentan
casarse, enamorados y rendidos;
a Júpiter sus partes representan,
de eterna luz y resplandor vestidos;
alegres los primeros se presentan
Marte y Apolo, entrambos encendidos
en rayos, en amor, en ira, en celos,
confusión de la paz, ley de los cielos.
Marte pretende, fiero y arrogante,
y en un pensil de plumas la celada,
convertido en imagen de diamante,
resplandeció con la fogosa espada;
y cual si viera ejércitos delante,
la esgrime, de sangriento humor bañada,
siguiendo al son de cajas su bandera
todas las iras de la quinta esfera.
Apolo Cintio, con real decoro,
rizas como en España las guedejas,
vibrando el arco, y de las flechas de oro
rayos de luz entre amorosas quejas,
abrió de sus riquezas el tesoro,
y porque son las fáciles orejas
puertas de amor también, como los ojos,
cantó en su dulce lira sus enojos.
Mercurio (hijo de Júpiter y Maya,
cuya boca dio al cielo aquella vía
que de cándida nieve el cielo raya
cuando la argiva prónuba le cría),
a quien la competencia no desmaya,
celos, música, amor y valentía
de dos tan altos dioses importuna,
a su industria remite su fortuna.
Plutón, que al repartir el mundo tuvo
a España y cuanto mira al occidente,
el nombre que de dios del oro obtuvo
mostró en los rayos de la torva frente;
porque entonces Plutón más libre estuvo
de la deformidad que el impaciente
pecho movió cuando a robar se inclina
a Ceres, en Sicilia, a Proserpina.
Pan, dios de los pastores, testimonio
de la casta Penélope, y Mercurio,
que fue gloria y honor del matrimonio,
así en el griego como el campo etrurio;
bárbaro arcadio y rudo licaonio,
de la naturaleza humana espurio,
apareció medio hombre, y su fiereza,
oh Venus, pretendiendo tu belleza.
Pero sin igualdad la de Vulcano,
cuya deformidad de suerte enoja
en el cielo al planeta soberano,
que de la grada celestial le arroja;
éste pretende ser dueño tirano
de Venus celestial, y se le antoja
que puede competir con su hermosura:
que el propio amor es la mayor locura.
¡Oh cuántos que Vulcanos se casaron
de los hurtos de Venus se ofendieron!
Así del propio afecto se engañaron;
por discretos y hermosos se tuvieron.
Finalmente los dioses decretaron,
y en este acuerdo unánimes vinieron,
que fuese Venus de Vulcano esposa:
propia desdicha de mujer hermosa.
No de otra suerte dos valientes toros
celosos riñen por la vaca amada,
y por el monte van, bramando a coros,
a la dura palestra y estacada,
donde vertiendo los abiertos poros
sangre y furor, en tanto, conquistada
del más cobarde y flaco, está rendida,
él puesto en posesión y ellos sin vida.
Apenas asistió triste Himeneo
al tálamo fatal, la lumbre muerta,
cuando a Venus provoca su deseo,
si fue verdad, porque parece incierta;
dicen que en odio de Vulcano feo,
cuya cara de sátiro, cubierta
de espesa barba, a deshacer se atreve
el blanco rostro como erizo en nieve.
De la caída que, del alto cielo
a la isla de Lemnos arrojado,
dio Vulcano feroz, quedó en el suelo
en retrógrado cancro trasformado.
Camello asirio de erizado pelo
no tiene en la cerviz más levantado
aquel monte deforme, que él tenía
la parte que sucede y la que guía.
Mercurio, dios de industrias, advertido
de sus celos, buscó tales engaños,
que dellos dicen que nació Cupido:
claro estaba, pues muere en desengaños.
Mas ¿cómo puede ser que haya nacido,
si se implican sus glorias y sus daños?
Si tan tarde nació, y antes se amaba,
¿quién era aquel amor y dónde estaba?
¿Con cuál amor se amaron sol y luna?
¿Qué paz de amor unió los elementos?
¿Cómo imprimió generación alguna
sin lazo de amistad sus fundamentos?
No pudo sin amor fuerza ninguna
dar vida natural, que sus aumentos
se deben a esta paz, a esta concordia,
aunque en los elementos hay discordia.
Platón fue de opinión que había nacido
del caos Amor, en confusión segundo,
cuando no es de dos almas admitido,
y que era tan antiguo como el mundo.
A Poro, dios de la abundancia, ha sido
dado por hijo; a Poro, dios fecundo,
habido en Penia, igual en la belleza,
mas diosa del trabajo y la pobreza.
¡Oh fábula moral que nos enseñas
que el firme amor ha de vivir desnudo!
Que puesto que interés rompe las peñas,
jamás al verdadero romper pudo;
amor que se conoce por las señas,
sólo en mirar, como si fuese mudo;
que aunque engendrarle la abundancia es justo,
no es parto del poder, sino del gusto.
Siete veces el sol miró distinta
la línea equinocial, y a los iguales
trópicos, declinando el áurea cinta,
los ilustró de rayos solsticiales,
en tanto que el Amor, que el mundo pinta
con imperio en los dioses celestiales,
iba creciendo en años y en engaños,
mas detúvose el tiempo en estos años.
Viendo Venus que el niño no crecía,
y que otros siete y otros diez estaba
en los siete primeros que tenía,
triste de verle no crecer, lloraba;
díjole que la causa procedía,
Temis, a quien la diosa consultaba,
de no tener hermano, porque ha dado
en no crecer Amor si no es amado.
Andaba entonces Marte riguroso,
depuestas ya las aceradas mallas,
en la conquista de su rostro hermoso,
sin ordenar asaltos a murallas;
reducido el imperio fervoroso
a las de amor dulcísimas batallas,
sin desdoblar al viento las banderas
ni asistir a los fosos y trincheras.
Ya no sabes qué es guerra, ya no formas.
Marte cruel, en plano o sobre montes;
así en la hermosa Venus te trasformas,
petriles, parapetos y esperontes,
pomas, guardas, espaldas, plataformas,
trabes, cortinas, caballeros, frontes,
estradas, contrafuertes, fosos, plazas,
tijeras, terraplenos y tenazas.
Ya son galas de paz, ya son diamantes
lo que era hebillas y dorados pernos;
suspiros son los rayos fulminantes,
que imitan los de Júpiter eternos;
Venus, que vio sus armas arrogantes,
sus banderas, sus tropas y gobiernos
rendidas a sus pies, quiso piadosa
ser Palas, a su lado, belicosa.
Nació de entrambos el muchacho Anteros,
y en llegando a los años de Cupido,
los dos crecieron juntos, verdaderos
efetos de un amor correspondido;
bien se puede engendrar de los luceros,
mas no sin otro amor haber crecido:
que hay de amar sin amor gran diferencia,
hasta que llega a ser correspondencia.
Así es en la amistad: cuando el amigo
al que le estima corresponde ingrato,
que crece amado, y tiene por castigo
poco amor, gran traición y falso trato;
más vale declarado el enemigo,
que no tener por sombra y por retrato
un desleal espejo, que os asista
tan diferente el alma de la vista.
El sol, suprema luz, entrar podía
sin ser visto del bárbaro Vulcano;
Marte, aunque estrella, no alumbraba el día,
y para verla se esforzaba en vano;
y como en claros rayos le vencía,
y estaba de la tierra más cercano,
un mes, viéndole entrar, tuvo, por celos,
la tierra sin calor, sin luz los cielos.
El Sol, en fin, para tan noble lumbre
ejecutó la más indigna hazaña
a que llega celosa pesadumbre
cuando de ajeno amor se desengaña;
dijo al herrero dios que en la alta cumbre
del Etna el hierro ardiente en agua baña,
espirando por él orbes de fuego,
fimeras de un instante, heladas luego:
«¿Cómo sufres, Vulcano, tanta afrenta?
¿Cómo permites que te ofenda Marte?
Bastardos hijos en tu casa intenta;
en Anteros y Amor no tienes parte.
Ya el dios guerrero un mozo representa
de estos cobardes, cuyo estudio y arte
se cifra en sus cabellos; cosa indina,
que a los de más valor los afemina.
»Ya la celada bélica no cubre
su frente en los asaltos ni los sacos;
mi corona de rayos la descubre,
todos son para mí planetas flacos;
ninguna escuridad mi fuerza encubre,
penetro con mi luz montes opacos.
Yo los he visto; la venganza intenta;
si no te mueve amor, basta la afrenta.»
Atento estaba el mísero marido
a la funesta relación de Febo,
humilde el rostro pálido, teñido
en humo, en ira y en dolor tan nuevo.
«Oh Sol —le dijo—, ¡qué imprudente has sido!
¡Qué poco lustre de mi honor te debo!
A muchos guías, mas de ti me espanto,
pues que, dándome luz, me ciegas tanto.
»Oh cuántas veces miras malicioso
cosas en que te engañas. Ni tú puedes
entrar en todas partes, y, celoso,
atientas con tus rayos las paredes ;
soñaste, Sol, o amante o envidioso;
dormiste, Sol, de la verdad excedes;
y ¿qué puede decir un Sol dormido
de un planeta de luz de honor vestido?
»Venus es mi mujer, Marte mi amigo,
y tú enemigo, Sol, que solo basta;
pues ¿quién ha de creer a un enemigo
en deshonor de una mujer tan casta?
Contenta vive de vivir conmigo;
montañas de oro y de valor contrasta;
lo que has dicho en mi afrenta fue bajeza;
mas eres sol, y dasme en la cabeza.»
Apenas Febo retiró su ardiente
rostro, no sin temor, viendo culparse,
cuando el agravio el ofendido siente,
más cuerdo en responder que fue en casarse;
a la fragua camina diligente,
y en ella, de dolor, quisiera echarse;
lloraba el hierro que abrasar quería,
templando en agua el fuego que sentía.
No dijo nada a Estérope ni Bronte
(quien mucho quiere hacer no dice nada);
pero en saliendo el Sol en su horizonte,
vía su afrenta de su luz formada;
de dolor en dolor, de monte en monte
andaba con el alma lastimada,
pensando en el castigo: que un prudente
no resuelve lo grave fácilmente.
Y viendo que morir era imposible
Venus, siendo inmortal, que muerte y diosa
era imaginación incompatible,
por implicar contradición forzosa,
hizo una red sutil, tan invisible,
que la alta rueda del pastor famosa
por sus cien ojos verla no pudiera,
si cada verde pluma un lince fuera.
Daba una siesta albergue al dios guerrero
y a la diosa gentil un verde prado,
donde un arroyo manso y lisonjero
imitaba cristal al pie nevado;
con la celada y el alfanje fiero
jugaba Cupidillo, y del dorado
escudo las figuras, que miraba
relevadas en oro, codiciaba.
Reñían él y Anteros por las plumas,
el penacho rompiéndole entretanto,
que ya imitaba cándidas espumas,
ya la morada flor del amaranto;
son átomos y estrellas breves sumas
con los diamantes del celeste manto;
para igualar de Venus los amores
no tiene arena el mar ni el campo flores;
cuando Vulcano con la red oprime
los dos amantes y los dos rapaces,
sin reparar que Venus se lastime,
desesperado ya de admitir paces.
No de otra suerte el corvo pico imprime
aleto indiano en tímidas torcaces,
que el vil herrero a los amantes pone
la red, y al cielo su delito expone.
Los dioses al Olimpo circunstantes
miraron con envidia al dios guerrero,
con celos a la diosa los amantes,
y con dolor al afrentado herrero.
Como suelen los peces ignorantes
estar entre la red, el fuerte acero
romper querían, mas no fue posible;
que era muy fuerte, aunque era imperceptible.
Pero a ruego de Júpiter salieron
dando palabra Marte mal cumplida,
que la que, amando los peligros, dieron,
no fue jurada cuando fue rompida;
tantas, en fin, las amenazas fueron,
que Venus bella, de temor vencida,
de Marte se olvidó; que fácilmente
muda su condición todo accidente.
Mas como Venus tanto aborrecía
al herrero, teñido en humo infame,
que si apelar de la fealdad quería
(que con las gracias hay fealdad que se ame),
daba en la necedad y en la porfía,
que no hay indignidad que más desame
quien tiene algún valor y entendimiento,
presto quiso ocupar el pensamiento.
En estas pretensiones ocupada,
casóse la gran Temis con Peleo,
la boda entre los dioses celebrada,
a que asistieron Venus y Himeneo;
mas no siendo de nadie convidada
(que fue delito en su soberbia feo)
la Discordia, que en gustos nunca es buena,
injustamente la venganza ordena.
Una manzana de oro, a quien pudieran
rendirse las hespérides manzanas,
en el convite echó sin que la vieran;
que tiene el cielo estrellas por ventanas.
Los dioses su hermosura consideran
rubíes de Ceilán y tirias granas,
y ven que, donde más dorada viene,
«Dese a la más hermosa» escrito tiene.
Juno, presuntüosa, la pedía,
como reina, y de Júpiter esposa;
Palas, por la mayor sabiduría,
o porque fue de las batallas diosa;
Venus, por su hermosura y gallardía;
aunque habiendo de ser la más hermosa,
yo sé quien la tuviera más segura
por ciencia, gracia, sangre y hermosura.
Reina de Troya, Hécuba soñaba
que una hacha ardiente y trágica traía,
en que los patrios muros abrasaba,
y por quien muertos a sus hijos vía;
con esto al tierno infante que lloraba,
como que ya la soledad sentía,
mandó que echasen Príamo a las fieras
o al mar desde sus playas y riberas.
Arquelao piadoso el niño cría,
y en Ida monte fue pastor tan fuerte,
que’a cuantas fieras y ladrones vía,
hecho jüez los condenaba a muerte.
Júpiter, viendo que juzgar sabía,
de que es su voluntad a Juno advierte
que París juzgue de las tres cuál diosa
la puede merecer por más hermosa.
Una mañana que el intonso Febo
en su amado desdén resplandecía,
y, por engaño, en el silvestre acebo,
que no en la adelfa, porque rosas cría,
milagro en Ida apareció tan nuevo,
que el monte con la luz resplandecía;
las fieras se escondieron, y sonoras
las aves celebraron tres auroras;
París, sabiendo el celestial decreto,
mandólas desnudar; Juno, turbada,
fue en pura nieve de su vista objeto,
deponiendo la túnica estrellada;
Palas, dejando el acerado peto,
morena se mostró, pero labrada
en pardo mármol de Lisipo o Fidia,
modelo al arte y a la nieve envidia.
Venus, en proporción, como en belleza,
un campo de cristal con tan sutiles
lineas de azul, que la naturaleza
quiso que hubiese mapas de marfiles,
enmudeció al pastor; mas la firmeza
de su equidad, que no es para hombres viles,
le tuvo al resolver la lengua muda,
que cada cual por sí le pone en duda.
Paris, ¿qué leyes la belleza tiene?
¿Qué Bártulos, qué Baldos las escriben?
¿De qué romanos Césares proviene
su justo imperio? ¿En qué provincia viven?
Si al tribunal de amor el gusto viene,
y sus pleitos a prueba se reciben,
¿quién hay tan loco (aunque le obligue el ruego)
que juzgue la hermosura estando ciego?
Llegóse a Paris Venus entretanto,
y dijóle: «Mancebo ilustre, advierte
que si por tu favor alcanzo cuanto
merece el estimarte y el quererte,
y en hermosura a todas me adelanto,
en amor te daré tan alta suerte,
que no veas mujer que no te quiera,
por ti suspire y por quererte muera».
Era Paris un mozo que tenía
veinte años, y hermosura que en mil años
no vio la verde selva en que vivía,
edad dispuesta a amor, y amor a engaños;
oyó el soborno que otra sangre cría,
de que tenemos tantos desengaños,
y por Venus juzgó, poco discreto,
pues como fue la causa fue el efeto.
Perdióse Troya por quererte, Helena,
engañado mancebo; corrió Xanto
sangre en vez de cristal, y en vez de arena,
difuntos cuerpos con horrible espanto;
apenas le quedó piedra ni almena;
sus muros hierba, sus memorias llanto
volvió tu error, desesperada Juno,
incitando las olas de Neptuno.
Vanagloriosa Venus del suceso,
y por la más hermosa confirmada,
aumentó vanidad, y fue el exceso
contra su honestidad, amando, amada;
criaron en un verde monte espeso,
donde una fuente a Júpiter sagrada
de espejo a pocos álamos servía,
las hermosas náyades que tenía,
un joven, hijo de una planta hermosa,
que era su madre, y Mirra se llamaba,
que por esta maldad incestüosa
aromáticas lágrimas lloraba,
viole una tarde Venus amorosa
pendiente al hombro la dorada aljaba,
donde por alas, que otro Amor le hacían,
las plumas de las flechas le servían.
El arco indiano en la siniestra mano,
los rizados cabellos daba al viento,
corriendo tras las fieras por un llano,
a sólo el gusto de la caza atento;
detuvo el paso al cazador humano
deidad divina, y con un mismo acento
las almas suspiraron duplicadas:
que suenan juntas cuando están templadas.
Amó de suerte Venus amorosa
este mancebo en Chipre, que olvidada
de su tercera esfera luminosa,
hizo la selva habitación sagrada.
No os espante, señora, que esta diosa
tantas veces se rinda enamorada:
que esta corteza fabulosa cría
moral y natural filosofía.
Marte, envidioso dei mancebo hermoso,
y celoso de Venus, llamó a Aleto,
furia infernal, que a un jabalí cerdoso
de alma sirvió para tan triste efeto;
cazaba Adonis por el bosque umbroso,
más fuerte en armas que en amor discreto;
salió la fiera a él, murió a sus manos.
¡Oh celos del amor, siempre tiranos!
Lloraron las náyades de la fuente,
gimieron las oreas y amadrías,
las napeas también, y tristemente
las aves por los olmos muchos días;
detuvieron los ríos su corriente;
el monte derritió lágrimas frías,
y Venus (no pudiendo resistirse)
quisiera ser mortal para morirse.
Lloraba Cupidillo, que tenía
amor a Adonis más que al fiero Marte,
que se espantaba dél cuando no vía
que el acerado arnés dejaba aparte;
Marte dolor y lágrimas fingía,
que siempre tiene estratagemas y arte;
sólo vengado, y no celoso, Apolo
con risa esclareció de polo a polo.
Pareciéndole a Marte que podía
volver a la amistad de Venus bella,
por selvas y por montes la seguía,
tal vez en forma humana, y tal estrella;
por unas zarzas, fugitiva, un día,
no vio la más oculta, y puso en ella
el pie de nieve, que con un suspiro
rubí fue rojo y cárdeno safiro.
De aquella sangre procedió la rosa,
en verde silla de un botón sentada,
con cinco guardas, que su pompa hermosa
tienen, cuando se extiende coronada;
abrió por muchas hojas olorosa
la boca en tierna púrpura bañada,
mostrando dentro, para más decoro,
en vez de blancas perlas, granos de oro.
Dicen que la culebra la primera
vio la rosa bellísima nacida,
y admirada de ver su roja esfera,
de tanta cantidad de hojas vestida,
la cortó sin temor, y lisonjera
de la boca sacrílega ceñida,
a Júpiter la dio, cuyo presente
le pagó con hacerla tan prudente.
Admirados los dioses celestiales
de ver su rojo resplandor, temieron
las desventuras otra vez fatales
que a los muros de Troya sucedieron;
y puestos en contiendas desiguales,
a Júpiter tonante la pidieron:
que Venus por los hados no sabia
que de su misma sangre procedía.
Juno alegaba del pasado agravio
de la manzana de oro las razones;
Palas, en un discurso docto y sabio,
el premio puso a Juno en opiniones;
Venus, moviendo el amoroso labio,
cuyo coral con tantas perfeciones
a la rosa imitó, que parecía
que buscaba lo mismo que tenía,
dijo: «Si yo de la manzana de oro,
como la más hermosa, tuve el premio,
debida es esta rosa a mi decoro;
que no diréis, oh numes, que os apremio;
vuestro favor con mi justicia imploro».
Pero en este retórico proemio,
Juno, furiosa, replicó: «Pues sabes
tus altas partes, tus costumbres graves,
»no quieras que de nuevo te las diga,
oh gran madre de Amor; que aquesta rosa
no en el rubi con letras de oro obliga
que la deba gozar la más hermosa;
que el bello lazo que las hojas liga
no dice esa sentencia rigurosa;
que donde ves carácteres cifrados
sólo se enrizan átomos dorados.
»Deja la pretensión, pues no me igualas
en virtud, en grandeza y gallardía,
pues calla la retórica de Palas,
donde está la razón de parte mía.»
Venus, que de la suya flechas y alas
del poderoso dios de Amor tenía,
así responde a la arrogante diosa,
más encendida que la misma rosa:
«Siempre la castidad fue en las mujeres
el adorno mayor, la mayor gloria;
mas muchas como tú, que la refieres,
lo son tal vez por fuerza o vanagloria,
¡Oh, gran virtud! Conozco que lo eres,
si en la virtud hay fuerza meritoria;
que si te amaran muchos, por ventura
rindieras el valor a la hermosura.»
«Calla, Venus—le dijo entonces Palas—,
si te dejan lugar tus desatinos;
que bien conocen las etéreas salas
si tiene Juno méritos divinos;
como eres infición, veneno exhalas,
atrevimientos de una diosa indinos;
mas si de mí tan mal hablado hubieras,
bien sabes tú el castigo que tuvieras.»
De una en otra palabra, concertado
con desiguales fuerzas y igual brío,
quedó ya fijo término aplazado
entre Venus y Palas desafío.
Pidióle a Marte un fuerte arnés prestado
la madre del Amor. ¡Qué desvarío,
tiniendo tales armas! Que hay sospechas
que la Muerte y Amor trocaron flechas.
Marte le dio unas armas de diamante,
toda la guarnición y hebillas de oro,
con que Venus salió más arrogante,
y su hermosura con mayor decoro;
estaba la celada fulgurante
vertiendo por un monte de tesoro
otro de blancas plumas, que partía
trémula, entre hilos de oro, argentería.
Como por la belífera celada
la diosa descubrió los ojos solos,
parecía de piedras estrellada
la esfera celestial y los dos polos;
pero de tales soles adornada,
que no sufriera el mundo dos Apolos,
templó su misma nieve sus porfías,
por no abrasar las almas y los días.
Una banda de guerra, que remata
un flueco de oro y perlas, dividía
el peto sobre el hombro, que dilata
a la famosa espada que ceñía;
un tonelete de morado y plata
con variedad de luz resplandecía,
causada de los índicos diamantes,
entre follajes de oro rutilantes.
Los coturnos, ciñendo poca nieve,
la bien hecha coluna le adornaban,
dando al honor la parte que se debe,
y que rosas de nácar ocultaban;
tiernas a su furor, la estampa breve
las menudas arenas imitaban,
cuando Palas llegó, menos airosa,
y más ejercitada y belicosa.
Venus, sacando la fogosa espada,
le dijo, estando la vitoria en duda:
«Palas, mejor te ha de vencer armada
la que en las selvas te venció desnuda.»
La diosa, en ira y en rigor bañada,
la cuchilla sacó, respondió muda,
y caladas las vistas, el son fiero
sonó en las armas del templado acero.
No suele rayo en el horrible trueno
el aire dividir con más ardiente
furia, que el cielo fúlgido y sereno
el planeta ceptrífero elocuente
desparte la batalla, y de ira lleno,
hace que cada cual partirse intente
por diverso camino, a cuyo efeto
les muestra de los dioses el decreto.
Júpiter, viendo que con este ejemplo
la Discordia los cielos turbaría,
puso la rosa en un famoso templo,
que en una selva sacra a Flora había.
¡Aquí con nuevas cuerdas y arco templo
la mal sonora lira y la voz mía:
que llega la ocasión, Venus hermosa,
en que se ha de cantar tu blanca rosa!
En fin, la carmesí depositada,
y en digno adorno de los dioses puesta,
por deidad de las ninfas visitada
a la Vergüenza instituyeron fiesta.
La rosa, agradecida y venerada,
quiso pagar la devoción honesta,
dando el rojo color que le pedían
a cuantas a su templo concurrían.
En estos bosques a Dïana trina,
sagrada, hermosa y cándida doncella,
habitaba Amarílida divina,
quebrada de color, aunque muy bella;
tanto la rosa a su oración se inclina,
que el carmesí color que puso en ella,
no sólo la imitaba, mas vencía:
que en fin con alma la color tenía.
No sale libre ya clavel hermoso
de la verde prisión al aire puro,
como estaba la ninfa, que el precioso
color realzaba claro en rojo escuro;
ni sale del botón más espacioso
antes del sol, de marchitar seguro,
círculo de hojas en la malva indiana,
o en la peonía de color de grana.
Negro el cabello, aunque en las puntas claro,
sutiles hebras por la frente pierde,
en quien el cielo sobre mármol paro
puso dos soles de esmeralda verde;
dormida luz con artificio raro
para matar mejor, cuando recuerde,
los acompaña con tan dulce risa,
que antes de herir de la traición avisa.
Púrpura escura, en los realces clara,
la boca, que rubí, que perlas era;
perdiérase el Amor si la mirara,
y se hallara también si se perdiera;
cuya voz quien dichoso la escuchara,
y el movimiento de los labios viera,
pensara que algún aire manso hacía
con dos medios claveles armonía.
Cuando al pecho llegó Naturaleza,
después de hacer milagros tan inmensos,
suspendióse de ver tanta belleza,
y de suspensa los dejó suspensos;
Amor también (depuesta la aspereza,
y admirado de ver fuegos intensos
en dos balas de nieve) no se atreve
con tantos rayos a tan poca nieve.
Tan bien hechos marfiles enlazaba
la sandalia que el pie le descubría,
que en jazmines portátiles andaba,
y las mosquetas cándidas vencía.
Si en algún arroyuelo se bañaba,
y otro (no lejos dél) bañar la vía,
se encontraban los dos con tales celos,
que en batalla de amor quebraban hielos.
Cuando es de su divino entendimiento
intérprete la lengua, ¿qué sibila
fue de la antigua edad mayor portento?
Panales de oro de la voz distila;
a lo amoroso de su dulce acento
rindan sus versos Safo y Teolesila,
su arpa Euterpe, y a sus manos bellas
las cuerdas que volvió la lira estrellas.
Celosas las napeas y náyades,
porque en habiendo envidia el amor cesa,
escondieron, corridas, sus beldades,
ya en ondas de cristal, ya en selva espesa.
Quisieran las olímpicas deidades
probar las armas en tan alta empresa;
mas Júpiter supremo templó luego
(mostrando inclinación) su dulce fuego.
Y contemplando la belleza rara
de Amarílida, un día que en la amena
selva, al espejo de una fuente clara,
peinaba la madeja, de ondas llena,
así se enamoró: que no repara
en lo que el vulgo bárbaro condena
un poderoso puesto en alto asiento,
si tiene un amoroso pensamiento.
Y como hallaba en su real decoro
tan justa resistencia, transformado
tal vez en blanco cisne, en rojo toro,
o bebe del cristal o nace el prado.
Aquí no le valió la lluvia de oro,
que tiniendo Amarílida tratado
casar con un pastor, él la guardaba,
y ella a sí misma cuando ausente estaba.
Juno, viendo que Júpiter perdía
la autoridad de un dios que gobernaba
el cielo, el mar, la tierra, el aire, el día,
si no fue que los celos disculpaba,
tomó la rosa que en el templo ardía,
con la color que en púrpura bañaba,
y transformóla en nieve blanca y pura,
por quitar el color a la hermosura.
Ésta fue la primera blanca rosa
que vio en selva o jardín pastor ninguno,
que, siendo sangre de la idalia diosa,
en nieve la volvió la airada Juno.
¡Salve, fúlgida estrella, que lustrosa
teñiste en blanca paz (sin rayo alguno)
las hojas de tu cándida corona!
Tarde te vi; la dilación perdona.
Salve otra vez, imagen soberana
de la lealtad, la gracia y la inocencia,
prudente virgen, que naciendo cana,
bien muestras en tus hojas la prudencia;
libro de la amistad sincera y llana,
en cuyas hojas para toda ausencia
escribe la verdad sus aforismos,
que son del cielo los preceptos mismos.
Admiradas las ninfas y las drías,
con mil suspiros, ansias y congojas,
se quejaron de Juno muchos días,
cándidas viendo las purpúreas hojas,
y murmuraron por las fuentes frías
que ya eran blancas las que fueron rojas,
siendo tan casta, ¡oh rosa!, tu hermosura,
que naciste con guarda en nieve pura.
Júpiter, no quiriendo dar disgusto
a Juno en deshacer la blanca rosa,
y porque, fuera de que no era justo,
le pareció más pura y más hermosa,
como jüez igual, discreto y justo,
de dos colores la formó vistosa,
pero con las de nácar fue tan franco,
que no dejó seis hojas a lo blanco.
Amarílida bella, componiendo
de rojo y blanco el rostro delicado,
las hojas de la rosa repartiendo,
dejóle en nieve y púrpura bañado;
jazmín a los claveles añadiendo,
quedó perfetamente matizado,
rogándole las ninfas de las flores
que las dejase trasladar colores.
No quedó fauno, sátiro o sileno,
pastor en selva ni vaquero en prado,
que no la amase, y de sí mismo ajeno,
no viese en su descuido su cuidado;
el aire estaba de suspiros lleno,
revuelto el monte, atónito el ganado,
porque todo era celos, todo amores,
después que se vistió de dos colores.
Airada Juno, su coturno enlaza,
y a la tierra deciende en presto vuelo;
la rosa en varias partes despedaza,
lo rojo y blanco van cubriendo el suelo;
la tierra, como puede, las abraza,
y las produce, con favor del cielo,
en diferentes ramas, muchas rojas,
y pocas blancas, como menos hojas.
Desta suerte nació la blanca rosa
(¡oh clara y ilustrísima María!),
cándida, pura, casta, honesta, hermosa,
y en menos cantidad desde aquel día;
pero si llega la sazón dichosa
que pueda dilatar la pluma mía
en vuestras dulces bodas y himeneo,
veréis epitalamio mi deseo.
- Rechtsinhaber*in
- Antonio Rojas Castro
- Zitationsvorschlag für dieses Objekt
- TextGrid Repository (2024). Fábulas mitológicas del Siglo de Oro. La rosa blanca. La rosa blanca. Fábulas Mitológicas del Siglo de Oro. Antonio Rojas Castro. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-0013-BE50-B