También entre las ondas fuego enciendes,
Amor, como en la esfera de tu fuego,
y a los dioses de escarcha también prendes
como a Vulcano, con lascivo juego;
del sacro Olimpo a Júpiter deciendes
y a Febo dejas sin su lumbre, ciego,
y a Marte pones, con infame prueba,
que de tu madre las palabras beba.
El claro dios Genil sintió tus lazos,
que a la náyade Cínaris adora:
ella le hace el corazón pedazos,
y él crece con las lágrimas que llora.
Corta las aguas con los blancos brazos
la ninfa, que con otras ninfas mora
debajo de las aguas cristalinas
en aposentos de esmeraldas finas.
El despreciado dios su dulce amante
con las náyades vido estar bordando,
y, por enternecer aquel diamante,
sobre un pescado azul llegó cantando.
De una concha una cítara sonante
con destrísimos dedos va tocando;
paró el agua a su queja, y, por oílla,
los sauces se inclinaron a la orilla:
«Vosotras, que miráis mi fuego ardiente,
seréis —dice— testigos de mi pena
y del rigor y término inclemente
de la que está de gracia y desdén llena.
Neptuno fue mi abuelo, y de una fuente
que es, de una sierra de cristales, vena,
soy dios, y con mis ondas fuera a Tetis
si no atajara mi camino el Betis.
Vestida está mi margen de espadaña
y de viciosos apios y mastranto,
y el agua, clara como el ámbar, baña
troncos de mirtos y de lauro santo.
No hay en mi margen silbadora caña
ni adelfa, mas violetas y amaranto,
de donde llevan flores en las faldas
para hacer las hénides guirnaldas.
Hay blancos lirios, verdes mirabeles
y azules, guarnecidos alhelíes,
y allí las clavellinas y claveles
parecen sementera de rubíes.
Hay ricas alcatifas y alquiceles,
rojos, blancos, gualdados y turquíes,
y derraman las auras con su aliento
ámbares y azahares por el viento.
Yo, cuando salgo de mis grutas hondas,
estoy de frescos palios cobijado,
y entre nácares crespos de redondas
perlas mi margen veo estar honrado.
El sol no tibia mis cerúleas ondas,
ni las enturbia el balador ganado;
ni a las napeas que en mi orilla cantan
los pintados lagartos las espantan.
Así del olmo abrazan ramo y cepa
con pámpanos harpados los sarmientos;
falta lugar por donde el rayo quepa
del sol, y soplan los delgados vientos.
Por ilegibles tarahes sube y trepa
la inexplicable yedra, y los contentos
ruiseñores trinando, allí no hay selva
que en mi alabanza a responder no vuelva.
Mas ¿qué aprovecha, oh lumbre de mis ojos,
que conozcas mis padres y riqueza,
si, despreciando todos mis despojos,
te contentas con sola tu belleza?»
Dijo, y la ninfa de matices rojos
cubrió el marfil, y, vuelta la cabeza
con desdén, da a entender que el dios la enoja,
y arroja el bastidor, y el oro arroja.
Quedó elevado, así como se encanta
el que escuchó la voz de la sirena;
helósele su voz en la garganta,
como cercado de engañosa hiena:
no tanto a virgen temerosa espanta
serpiente negra que pisó en la arena,
ni al yerto labrador en noche triste
rayo veloz que de temor le embiste.
En sí volvió del ya pasado espanto
cuando quiso el contrario del contento,
y halló que las aguas de su llanto
le llevaban nadando el instrumento.
La libertada cólera, entre tanto,
le obligó a que dijese, y el tormento:
—¡Oh tú, hija de montes y de fieras,
por fuerza has de quererme, aunque no quieras!
Dijo así y, cudicioso del trofeo,
al alcázar del viejo Betis parte,
cuyo artificio atrás deja el deseo;
que a la materia sobrepuja el arte.
No da tributo Betis a Nereo,
mas, como amigo, sus riquezas parte
con él, que es rey de ríos, y los reyes
no dan tributo, sino ponen leyes.
Ve que son plata lisa los umbrales;
claros diamantes las lucientes puertas,
ricas de clavazones de corales
y de pequeños nácares cubiertas;
ve que rayos de luces inmortales
dan, y que están de par en par abiertas,
y los quiciales, de oro muy rollizo,
que muestran el poder de quien los hizo.
Colunas más hermosas que valientes
sustentan el gran techo cristalino;
las paredes son piedras transparentes,
cuyo valor del Ocidente vino;
brotan por los cimientos claras fuentes,
y con pie blando, en líquido camino,
corren cubriendo con sus claras linfas
las carnes blancas de las bellas ninfas.
De suelos pardos, de mohosos techos,
hay docientas hondísimas alcobas,
y de menudos juncos verdes lechos,
y encima, colchas de pintadas tobas.
Maldicientes arroyos por estrechos
pasos murmuran, entre juncia y ovas,
donde a los dioses el profundo sueño
cubre de adormideras y beleño.
Vido entrando Genil un virgen coro
de bellas ninfas de desnudos pechos,
sobre cristal cerniendo granos de oro
con verdes cribos de esmeraldas hechos.
Vido, ricos de lustre y de tesoro,
follajes de carámbano en los techos,
que estaban por las puntas adornados
de racimos de aljófares helados.
Un rico asiento de diamante frío
sobre gradas de nácar se sustenta,
donde preñadas perlas de rocío
al alcázar dan luz, al sol afrenta.
El venerable viejo dios del río
aquí con santa majestad se asienta,
reclinado en dos urnas relucientes,
que son los caños de abundantes fuentes.
Ya que huyó la admiración del fuego
que abrasaba al amante despreciado,
su queja al padre Betis cuenta luego,
no sé si más lloroso que turbado;
dio luz a su justicia, estando ciego
de lágrimas que amor había brotado,
y no hubo menester el dios amigo
ni más información ni más testigo.
—No será tu afición con desdén rota
—le dice Betis—, que también tu orilla
mereció a Febo, como el sacro Eurota,
por quien desprecia Júpiter su silla.
Granada, de tus templos es devota,
si hecatombe a mis templos da Sevilla,
y por ti gozo ilustres vasallajes
desde el Hidaspes dulce al negro Arajes.
En Colcos, junto a un ancho promontorio,
hay unas grutas de alabastro fino,
donde nació, entre arenas de abalorio,
un tritón que a servir a Betis vino;
a éste manda llamar a consistorio
a todos los del reino cristalino,
los cuales, al sagrado mandamiento,
vienen, venciendo por el agua el viento.
Ricas garnachas de riqueza suma
unos visten de tiernas esmeraldas;
otros, como a la garza fácil pluma,
cubren de escama de oro las espaldas;
con ropas blancas de cuajada espuma
otros vienen, ceñidos con guirnaldas,
brotando olor los cristalinos cuernos,
de tiernas flores y de tallos tiernos.
Cuantas viven en fuentes, ninfas bellas
(que burlan los satíricos silvanos,
que, arrojándose al agua por cogellas,
el agua aprietan con lascivas manos),
vinieron; y, a una parte las doncellas,
a otra los mozos y a otra, los ancianos,
se sientan, cual conviene a tales huéspedes,
en blandas sillas de mojados céspedes.
Ya que corrió el silencio las cortinas,
dando angosto camino al blando aliento,
y las vistas, suspensas y divinas,
a Betis fueron penetrando el viento,
y entre los labios de esmeraldas finas
pararon, él, con grave movimiento,
sacudió la cabeza sobre el pecho,
y perlas sudó el suelo y llovió el techo:
—No con el mar de España tengo guerra
—dice—, o saliendo de mi margen corva
quiero cubrir las faldas de la tierra
mientras teme dudosa que la sorba;
ni pardo monte ni cerúlea sierra
de mi profundidad el paso estorba;
mas hoy se casa un claro dios divino
que ha merecido a Betis por padrino.
Tú, Genil, a quien ciñen mirto y lauro,
no cañaveras frágiles, tus sienes,
y, como el Cindo del nevado Tauro,
montes de plata por principio tienes,
tú, aquel potente dios a quien el Dauro
señor te hace de mayores bienes,
pues que sus ninfas, en liviano coro,
para darte tributo ciernen oro.
Hoy gozarás de Cínaris los brazos;
y tú, ninfa, el valor de ser su esposa;
y, en legítimo fuego y dulces lazos,
dejaréis a Cidálida envidiosa.
Dijo; y ella, huyendo los abrazos,
volvió turbada la cerviz de rosa,
naciendo, al tierno llanto que comienza,
rojo color de virginal vergüenza.
No hay dios a quien el llanto no recuerde
si con la compasión hace su tiro,
y así, el aljófar que la ninfa pierde
costó más de un sollozo y de un suspiro;
y hubo alguno que el crin de sauce verde
tendió sobre la frente de zafiro;
mas los arroyos que a la puerta estaban
del desdén de la ninfa murmuraban.
Como cuando en solícitos tropeles,
por mayor majestad de sus castillos
ricos de olor, vestidos de doseles,
entre selvajes cercas de tomillos,
guardando rubias perezosas mieles
en urnas de panales amarillos,
se oyeron las abejas en escuadra,
así el rumor por la soberbia cuadra.
Lágrimas tibias de tus luces bellas
llueves en tanto que Genil te imita,
oh Cínaris, mas todas tus querellas
Betis mirando, el caso facilita;
que el melindre que es dado a las doncellas
piensa que el libre espíritu te quita,
y así, queriendo un monte hacer llano,
la mano de Genil puso en tu mano.
Llenos de envidia noble se levantan
los dioses del sagrado coliseo,
y con las lenguas de agua dulce cantan
alegres: ¡Himeneo!, ¡Himeneo!
Mas de improviso, sin pensar, se espantan,
porque la ninfa, viendo el caso feo,
y su virginidad así oprimida,
quedó, llorando, en agua convertida.

Holder of rights
Antonio Rojas Castro

Citation Suggestion for this Object
TextGrid Repository (2024). Fábulas mitológicas del Siglo de Oro. Fábula de Genil. Fábula de Genil. Fábulas Mitológicas del Siglo de Oro. Antonio Rojas Castro. https://hdl.handle.net/21.11113/0000-0013-BE4A-3